viernes, 11 de septiembre de 2015

La leona.







Camina despacio. Espera. Agazapada en medio de la maleza, aguarda el momento exacto en que su presa aparezca. Tiene paciencia. Sabe que para sobrevivir, debe esperar.

Otro felina, del otro lado del sendero, más ágil, más audaz, menos paciente, salta antes, ataca, y ambas se mezclan en una batalla tan ancestral como el mundo, una pelea tan natural como la vida misma. La otra es más agresiva, tiene hambre, pero su hambre es más visceral, detrás de los altos pastos, sus cachorros miran el enfrentamiento por la comida. Ella, la leona, termina herida, agotada. Hace mucho tiempo que recorre la selva, pero su hambre no es salvaje.

Se aleja, sus heridas manchan el camino. Se esconde a curarse, a tener más paciencia, a esperar que sea su momento...

El tiempo ha pasado, y la leona asoma su hocico a la luz. Sus heridas cerraron. Huele el aire, percibe que eso que estaba esperando se encuentra cerca. No es carroña, no es un cachorro ni una presa enferma. Es un igual, un par, su destino.