domingo, 15 de diciembre de 2019

Ruinas.






Una se imagina que una casa siempre es un hogar. Un refugio para aislarnos del mundo. Un espacio en donde podemos sentirnos auténticos, en paz. En el que construir nuestra vida, nuestro futuro. El lugar en donde crecerán nuestros hijos, en donde cumpliremos etapas, hasta cerrar los ojos por última vez.

Cuando veo una casa abandonada, me pregunto qué le faltó para convertirse en un hogar. Que hizo que quedara inconclusa su finalidad de proteger, de crear, de abrigar a quien la construyó. Que desilusión dejó esas paredes a medio levantar.

Me imagino a las personas que podrían haberla habitado. Sonrientes, felices, llenos de ilusiones y proyectos. Hasta que algo los paralizó. Los dejó en medio de la nada, vacíos, frustrados y tristes.

Los imaginas desolados, olvidando esa construcción, sin querer mirar como el musgo se apodera de sus paredes, como alguien destroza un vidrio, otro se lleva los marcos de las puertas, alguien busca refugio de una noche.

La casa pasa a ser un sitio inhóspito, triste, lúgubre. Quienes pasan por su vereda la miran con desconfianza, caminan rápido por temor a que algún delincuente se esconda en alguna de esas habitaciones vacías, murmuran pensando en esos dueños inconscientes que no tapian, no limpian, no cortan el pasto.

Me pregunto qué le faltó a la casa para que la abandonen, la olviden y la ignoren. Y me pregunto si a sus dueños no les faltó amor para hacerla un hogar.

Imagen propia

© Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2019

martes, 3 de diciembre de 2019

Eva en su paraíso.



No le importó la serpiente, ni Adán, ni el castigo divino. Nada podría hacerla perder el paraíso que había creado en su mente.

Cada mañana se levantaba de la cueva improvisada, salía al sol y sonreía pensando en las mariposas que ya no estaban, en las flores que ya no crecían y en las aves que ya no cantaban.

Le molestaba el rostro de Adán, cansado y hambriento, culpándola por haber sido expulsados del Paraíso. No veía el rencor en sus ojos cada vez que no conseguía comida, ni la tristeza ante el frío intenso, ni la desesperación que él sentía cada vez que las tormentas amenazaban con inundar ese hogar improvisado.

Eva seguía en su mundo, riendo como si los leones fueran gatitos, bailando como si los cocodrilos fueran mansos, recostándose en medio de las piedras como si estuvieran cubiertas de musgo.

Parecía que nada la afectaba, sin embargo, en soledad, Eva maldecía su suerte. Cada vez que Adán de iba, golpeaba sus puños contra las paredes, reclamándole a  Dios por su infortunio. Si no quería que probara la manzana, ¿Para qué había puesto un árbol en medio del Edén? ¿Para que había creado a la serpiente, sabiendo que iba a rentarla? ¿No se daba cuenta Dios de que él era el culpable de todo, pero se vengaba en ella para no reconocerlo?

Adán ignoraba lo que pasaba por la mente de su mujer. Sólo quería comer y dormir, reposar un poco del terror que le provocaba ir sin saber a dónde por algo de comida. Nadie comprendía el pánico que le generaba no tener idea de qué debería enfrentar para alimentar a su familia.

Eva seguía en su mundo, en su paraíso imaginario, escondiendo sus emociones, su dolor, su rabia. Sonriendo mecánicamente a todos, como si hubiera ensayado mil veces un personaje. Pero, en el fondo de sus ojos, de vez en cuando, un brillo asomaba, como si estuviese a punto de explotar.

 Adán necesitaba saber qué pasaba por el alma de Eva, quería ayudarla, llorar juntos lo que perdieron y darse valor mutuamente para enfrentar ese mundo nuevo. Necesitaba a Eva para poder derrumbarse, sentirse consolado, frágil e inocente. 

Sin embargo, ella, como por arte de magia, se tragaba eso que le dolía tanto, lo que jamás demostraría a nadie,  sonreía y salía al sol, dándole la espalda a Adán. Ella no iba a permitir que nadie la sacara de su paraíso, ese lugar en donde no existía el mal, en el que solamente ella reinaba.

Imagen tomada de la web.

© Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2019