jueves, 24 de mayo de 2018

Antes de que me olvide. Décimo cuarta parte.



Cuando el tiempo pasa, cuando crecemos, cuando la vida, los consejos, la experiencia, las obligaciones, el propio cuerpo nos llenan la cabeza de cosas, palabras,números, sonidos y ruidos, podemos olvidarnos de nuestra esencia y de cosas que soñábamos cuando éramos chiquitos y teníamos todo tan claro.

Nos olvidamos cuál era nuestra pasión, nuestro anhelo, eso que tanto queríamos y hubiéramos dado todo por dedicarnos sólo a eso. En aquellos años, además de escribir, yo soñaba con el ballet.

Mis primeras memorias vienen de algún programa cultural que transmitían en alguno de los dos programas locales. Pasaban música clásica, grandes artistas, y obras de teatro extranjero, filmadas para televisión. Así conocí a Richard Clayderman y así conocí el ballet.

Vi El Cascanueces, El Lago de los Cisnes, Arlequín y otras más, en un televisor blanco y negro, supongo que a los tres o cuatro años, escondida detrás de la pared de una chimenea, medio tapada la pantalla por el cuerpo de mi padre, que nos mandaba a dormir, porque en esa época el horario de protección al menor de respetaba a rajatabla y nosotros no podíamos ver tele.

Recuerdo que me metía en la cama y apenas escuchaba los comentarios del presentador, me llevaba mi almohada, me instalaba en ese rincón sigilosamente y miraba las volteretas, los pasos, los vuelos, el arte con que las manos de las bailarinas simulaban mariposas por el aire, los trajes, la música. Absorbía todo lo que podía, hasta el momento exacto en que era descubierta por alguno de los dos (papá o mamá) que decidían levantarse para ir al baño o tomar algo de la cocina y el porche en donde me resguardaba era paso obligado.

Por la mañana siguiente, mi rutina era simular alguno de los pasos que había visto y dar vueltas por toda la casa. Ante la insistencia, mamá me llevó a un instituto de danzas y mientras hablaba con la directora yo miraba extasiada a las niñas con sus mallas azules, sus medias blancas, su zapatillas de baile y sus rodetes encerrados en una redecilla blanca, haciendo pasos apoyadas en una barra frente a un gran espejo (y quizás venga de ahí mi fascinación por los espejos grandes!).

La directora del lugar dijo algo sobre mi edad, sobre deformar mis huesos (en esa época, yo era más parecida a Olivia, la novia de Popeye, no se por qué la naturaleza fue tan cruel después!). Lo único que sé es que la respuestas a mi inscripción a ese lugar había sido un no. Y mamá llevándome del brazo y yo sintiéndome Eva expulsada del paraíso  sin haber siquiera mordido la manzana...

Lloré.  Lloré todas las cuadras que nos separaban de la parada del colectivo.  Lloré mucho. Y ruidosamente.  Pero no era el llanto caprichoso típico de berrinche infantil. Era un llanto profundo, como si me hubieran arrancado las entrañas y dejado en carne viva.

Pasamos con mamá por una zapatillería que aún existe, en calle La Rioja casi Catamarca. Entramos y mamá preguntó si tenían zapatillas de baile. Y me compró mis primeras Kelitas, blancas, transformando mis lágrimas en una enorme sonrisa y la sensación de que el paraíso volvía a abrirme sus puertas. Ahora, con las zapatillas, tenía alas en los pies y podía volar como las chicas que  veía en la tele o las niñas del Instituto. ¿Quién necesitaba de un instituto si tenía alas en los pies?

Llegar a casa, incrustarme las Kelitas y tomar la barra de la cama-cuna para imitar los pasos que le había visto hacer a las nenas de malla azul y medias blancas fue una sola cosa. Que repetía y repetía hasta cansarme.

Los años pasaron naufragué por otros ritmos, dejé por diversas razones, pero el ballet siempre estuvo ahí. Y los ruidos, las palabras, el bullicio, los números, las obligaciones, los problemas, desaparecían cada vez que veía a alguien bailar.

Con el tiempo, que nos hace crecer a todos, me hizo ampliar mi abanico de opciones y la sensación de volar fue creciendo con malambos, con tango, con cualquier arte que incluyera un par de pies haciendo juegos con la gravedad y demostrando que todo baile te invita a volar. Y me abstraigo de la manera más absoluta cuando firuletean unos zapatos, botas o zapatillas, haciendo verdadera magia.

Y como bailarina no pude ser...aquí me tienen escribiendo!!!

martes, 22 de mayo de 2018

Antes de que me olvide. Décimo tercera parte.



Hace mucho que no escribo esta especie de memorias, iniciadas por un vago temor a despertar una mañana sin recordar mi historia, mi vida, o esas pequeñas cosas que fueron armando mi carácter. Quizás un poco el miedo al envejecimiento, esa etapa en donde, a veces por una cuestión genetica, algo nos hace ir perdiendo en una nube y no reconocer ni a nuestros seres más queridos.

Quienes han leído las partes anteriores, más o menos saben que este recorrido no tiene un orden cronológico, no una secuencia lógica, ni nada más que "algo" que despierta en mi la necesidad de contarlo y expresarlo por escrito, tal vez con la secreta fantasía de reencontrarme en estas palabras si alguna vez ese temor se llegara a hacer realidad.

Y hoy le toca salir a la luz mi fascinación por los juegos de porcelana. Quizás porque mamá quiso usar ese juego azul, comprado hace tantos años, cuando yo era apenas una niñita que no llegaba con su altura a mirar las mesas en donde esas maravillas se exhibían.  Quienes habitan está ciudad, y tienen algunos años como yo, recordarán aquél famoso bazar conocido como "El emporio de la Loza", ubicado en la esquina de Luro y Salta, en exacta diagonal con el antiguo autoservicio La Estrella Argentina, que luego fue un local alquilado por la cadena marplatense de supermercados y ahora se dividió en locales, un paseo y la sucursal de una casa de artículos de electrónica. (Confieso que me siento un poco Enrique, el antiguo, el personaje que hiciera Guillermo Francella, cada vez que rememoro los comercios que estuvieron tan de moda y hoy son sólo un recuerdo en la memoria de algunos).

Entrar allí era similar a ingresar al paraíso. Si, también me pasa con las librerías y con los chulengos de la ruta, pero eso va a formar parte de otro anecdotario. Estar dentro, com tantas cosas finas y delicadas era como formar parte de un cuento de hadas o acceder a tener algo que nos distinguiera del resto.

En ese entonces éramos muchos de familia. A casa venían tíos, primos, compañeros o socios de trabajo de mi padre, y los domingos era un batifondo de gente dando vueltas para el asado, la picada, las empanadas, el postre y la sobremesa.  Mamá se volvía loca cocinando y atendiendo, mientras todos comían y tomaban sin preguntar si hacia falta ayuda. En consecuencia, necesitábamos muchos cubiertos y, sobre todo, platos, tazas, fuentes.

Fue así que mamá adquirió en esa maravillosa casa que hoy ya no existe, un juego para 12 personas de porcelana inglesa azul. Uno clásico, que he visto en las fotos de otras personas, pero que no deja de ser "nuestro juego". En aquella época tenía platos playos, platos hondos, pocillos para café, tazas para té, con sus respectivos platitos, una fuente ovalada, un platón grande, azucarera, cremera, tetera, salsera y alguna otra cosa que no recuerdo.  Cada uno de esos elementos era sumamente cuidado por mi madre como si fueran un tesoro y sólo se utilizaban los días festivos, cumpleaños y en alguna reunión importante, para luego ser cuidadosamente guardados en un aparador distinto de donde se guardaban los utensilios de uso diario.

Quizás porque mamá recalcaba siempre el cuidado que debíamos tener con "el juego", casi tratado como si fueran reliquias de incalculable valor, es que me quede siempre con la idea de tener un juego propio. Pero, a diferencia de mi madre, me enamoré a primera vista en aquellos tiernos años de un modelo que ostentaba un delicado color rosa en su decoración.

Es el día de hoy que, al pasar por una tienda especializada en esos productos, me detengo, entro y paso un buen rato buscando aquél juego soñado por mi durante todos estos años y que no he vuelto a ver.

Quizás nunca lo llegue a tener, o quizás sea el momento de aceptar que "mi juego" es este histórico azul, que me acompaña hace más de 40 años y cuyas piezas, con faltantes debido a alguna torpeza, y que siempre acompañaron los momentos más importantes de mi vida.

martes, 8 de mayo de 2018

De repente

"De repente ya no sentir nada. Sólo un enorme vacío en donde alguna vez existió el amor. Darse cuenta, de repente, que ya no se recuerda su aroma, ni su voz, ni la forma en que miraban sus ojos.

De repente no tener de donde agarrarse, porque ese escalofrío que nos corría por la espalda ya no existe. Porque la adrenalina de un encuentro fortuito se desvaneció en el infinito.

De repente saber que no queda nada, que se vació el dolor,  que ya no se siente la inmensa tristeza de su adiós,ni las ganas de verlo llegar pidiendo perdón.

De repente sentir que el corazón enmudeció ante su nombre, que verlo no te sacude como un terremoto cada fibra de tu ser. Preguntarte a donde se fue todo eso que alguna vez sentiste.

Y no saber si te quedaste seca, muerta, inmune a cualquier sentimiento o si simplemente es la vida misma que se abre camino para volver a empezar."