domingo, 15 de diciembre de 2019

Ruinas.






Una se imagina que una casa siempre es un hogar. Un refugio para aislarnos del mundo. Un espacio en donde podemos sentirnos auténticos, en paz. En el que construir nuestra vida, nuestro futuro. El lugar en donde crecerán nuestros hijos, en donde cumpliremos etapas, hasta cerrar los ojos por última vez.

Cuando veo una casa abandonada, me pregunto qué le faltó para convertirse en un hogar. Que hizo que quedara inconclusa su finalidad de proteger, de crear, de abrigar a quien la construyó. Que desilusión dejó esas paredes a medio levantar.

Me imagino a las personas que podrían haberla habitado. Sonrientes, felices, llenos de ilusiones y proyectos. Hasta que algo los paralizó. Los dejó en medio de la nada, vacíos, frustrados y tristes.

Los imaginas desolados, olvidando esa construcción, sin querer mirar como el musgo se apodera de sus paredes, como alguien destroza un vidrio, otro se lleva los marcos de las puertas, alguien busca refugio de una noche.

La casa pasa a ser un sitio inhóspito, triste, lúgubre. Quienes pasan por su vereda la miran con desconfianza, caminan rápido por temor a que algún delincuente se esconda en alguna de esas habitaciones vacías, murmuran pensando en esos dueños inconscientes que no tapian, no limpian, no cortan el pasto.

Me pregunto qué le faltó a la casa para que la abandonen, la olviden y la ignoren. Y me pregunto si a sus dueños no les faltó amor para hacerla un hogar.

Imagen propia

© Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2019

martes, 3 de diciembre de 2019

Eva en su paraíso.



No le importó la serpiente, ni Adán, ni el castigo divino. Nada podría hacerla perder el paraíso que había creado en su mente.

Cada mañana se levantaba de la cueva improvisada, salía al sol y sonreía pensando en las mariposas que ya no estaban, en las flores que ya no crecían y en las aves que ya no cantaban.

Le molestaba el rostro de Adán, cansado y hambriento, culpándola por haber sido expulsados del Paraíso. No veía el rencor en sus ojos cada vez que no conseguía comida, ni la tristeza ante el frío intenso, ni la desesperación que él sentía cada vez que las tormentas amenazaban con inundar ese hogar improvisado.

Eva seguía en su mundo, riendo como si los leones fueran gatitos, bailando como si los cocodrilos fueran mansos, recostándose en medio de las piedras como si estuvieran cubiertas de musgo.

Parecía que nada la afectaba, sin embargo, en soledad, Eva maldecía su suerte. Cada vez que Adán de iba, golpeaba sus puños contra las paredes, reclamándole a  Dios por su infortunio. Si no quería que probara la manzana, ¿Para qué había puesto un árbol en medio del Edén? ¿Para que había creado a la serpiente, sabiendo que iba a rentarla? ¿No se daba cuenta Dios de que él era el culpable de todo, pero se vengaba en ella para no reconocerlo?

Adán ignoraba lo que pasaba por la mente de su mujer. Sólo quería comer y dormir, reposar un poco del terror que le provocaba ir sin saber a dónde por algo de comida. Nadie comprendía el pánico que le generaba no tener idea de qué debería enfrentar para alimentar a su familia.

Eva seguía en su mundo, en su paraíso imaginario, escondiendo sus emociones, su dolor, su rabia. Sonriendo mecánicamente a todos, como si hubiera ensayado mil veces un personaje. Pero, en el fondo de sus ojos, de vez en cuando, un brillo asomaba, como si estuviese a punto de explotar.

 Adán necesitaba saber qué pasaba por el alma de Eva, quería ayudarla, llorar juntos lo que perdieron y darse valor mutuamente para enfrentar ese mundo nuevo. Necesitaba a Eva para poder derrumbarse, sentirse consolado, frágil e inocente. 

Sin embargo, ella, como por arte de magia, se tragaba eso que le dolía tanto, lo que jamás demostraría a nadie,  sonreía y salía al sol, dándole la espalda a Adán. Ella no iba a permitir que nadie la sacara de su paraíso, ese lugar en donde no existía el mal, en el que solamente ella reinaba.

Imagen tomada de la web.

© Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2019

domingo, 24 de noviembre de 2019

Valiente.



Hay días en que nos sentimos solos. En los que pensamos que ya nada podemos hacer. Días en los que nos rodea la oscuridad.

Nos acurrucamos en un rincón, nos tapamos los oídos y cerramos los ojos, nos hacemos un bollito, apretando las piernas contra el pecho y repetimos bajito alguna canción, para espantar a los monstruos que nos rodean. O para convocar a quien nos rescate y nos guíe para salir de donde estamos atascados.

No vemos el camino. Tenemos la mente obnubilada por el miedo, las dudas y la incertidumbre. No sabemos que podemos hacer, no distinguimos nada a nuestro alrededor que nos señale un camino, una ruta, algo que nos indique hacia donde ir. No sabemos si enfrente hay tierra o un precipicio. Por eso elegimos quedarnos quietos, esperando no sabemos qué.

Hasta que un día nos damos cuenta de que la única forma de sobrevivir es moverse, salir de esa esquina en donde nuestro destino es morir lentamente.

Ciegos, tanteando a nuestro alrededor, temerosos, comenzamos a movernos. Nos duele cada uno de nuestros músculos, pero en el fondo de nuestras almas tenemos la certera convicción de la necesidad de vivir, de volver a la luz, de caminar aunque cada paso nos haga caer, porque la quietud nos quitó fuerzas.

Y comenzamos a buscar desesperados el camino, sin guías, sin manos, sin ninguna de las ayudas que esperamos infructuosamente. Solos. Nos duele cada vez que trastabillamos, pero continuamos, obsecados, la búsqueda de la salida de ese pozo en el que caímos sin saber cómo.

Probamos caminos, retrocedemos, probamos otras rutas, caminamos hasta tomar confianza, hasta descubrir que solo nosotros somos los héroes capaces de encontrar la luz. Que nadie más nos puede ayudar. Y ya no nos importa lastimarnos, ni tener herramientas para escalar las paredes que nos rodean, porque desarrollamos una paciencia a prueba de balas, una fuerza insospechada que nos hace perseverar hasta llegar a la superficie, hasta oler el aire fresco y sentir el calor del sol en nuestra piel.

Llegamos, no fue fácil, nos volvimos más fuertes, más sabios. Nadie es más valiente que nosotros mismos, enfrentando nuestros miedos.

Imagen tomada de la web.

© Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2019

miércoles, 30 de octubre de 2019

El extraño.

"De repente alguien pasó. Detrás del vidrio, su mirada se cruzó con la mía. Una duda surgió en mí mente ¿era él?.

No lo supe. Caminó hacia otra parte, y nada en mí vibró como cuando lo sabía cerca. Ningua fibra de mí ser lo intuyó, como cuando su mano rozaba mi cintura de sorpresa. Como cuando la brisa traía su perfume y me avisaba de su cercanía.

Había un parecido entre el caminante y él. Importante, casi como si fuera un gemelo. Pero la distancia que da el tiempo nos deja huellas que se van borrando. ¿Era tan oscura su barba? ¿Eran esos sus lentes? ¿Eran sus ojos los mismos que no me despertaron ni la más mínima inquietud?

¿Lo crucé y no pude reconocerlo? ¿Esta nada queda del fuego que hubo entre nosotros? ¿De verdad nos convertimos en dos desconocidos, luego de habernos amado tanto? ¿Nos amamos tanto?

El extraño que me llamaba la atención desapareció de mi vista y seguí con lo mío, como si esa fracción de segundos en que su recuerdo volvió a mí mente nunca hubieran ocurrido

Imagen tomada de la web

©Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2019

viernes, 25 de octubre de 2019

No tan desencuentro.



Él.

Entró presuroso en el bar. Con un gesto de la mano, le pidió al mozo un café. Mientras esperaba, encendió un cigarrillo.

Sonreía pensando en verla entrar, apurada, nerviosa, con esa inquietud que siempre lo excitaba porque ella odiaba llegar tarde. Lo encendía saber que ella no quería hacerlo esperar, que en el fondo tenía cierto temor a que él no fuera. Se confesaba a sí mismo que, de vez en cuando, la dejaba plantada un poco adrede, para que ella estuviera más pendiente de él. Era un juego en el que se sabía ganador.

Bebió el café sin esperarla. Raro en ella, tenía unos minutos de retraso. Sacó otro cigarro de la caja, buscó el encendedor y tocó su celular en el bolsillo. Miró y no había ninguna llamada perdida, ningún mensaje explicando el motivo de la demora.

Comenzaba a ponerse nervioso. Ya hacía media hora que estaba sentado en ese bar. Ya se había pedido un segundo café y había prendido su tercer cigarrillo. Ella no llegaba. Decidió llamarla. Del otro lado de la línea le respondió una voz metálica que le informaba que el teléfono se encontraba apagado o fuera del área de cobertura.

Le envío un mensaje, pidió la cuenta y se fue hacia su casa. Al abrir la puerta, la mirada sorprendida de su mujer se dirigió al ramo de rosas que había comprado para aquélla que no llegó. Se lo dio con un beso distraído, mientras su esposa buscaba un jarrón, las ponía en una mesa, les sacaba una foto y la subía a sus redes con una frase que destacaba el inmenso amor que los unía. El encendió otro cigarrillo, buscó un vaso, se sirvió un whisky y se sentó en el sofá a  mirar un partido de fútbol, sin dejar de mirar cada tanto la pantalla del teléfono.

Ella.

Miraba la caída del sol desde una terraza. Respiraba profundo y despedía lentamente el aire por la boca, en un suave soplido, para evitar estallar en llanto. La luz poco a poco iba tornándose rosada, lila, violeta, con destellos dorados, mientras una brisa le revoloteaba el cabello. Una taza de té humeante se enfriaba mientras ella navegaba por las nubes de ese atardecer definitorio.

No sabía de dónde había sacado las fuerzas para huir de aquel sueño que, día a día, si iba convirtiendo en pesadilla. No tenía idea de cómo había logrado convencerse de irse lejos, de apagar todo. Aún no creía que había podido bloquear su número. Un zumbido le advirtió que un mensaje había llegado. Su compañía telefónica le avisaba que un número bloqueado había estado llamando.

Tuvo la tentación de salir corriendo. De decirle que la espere, que aún estaba a tiempo de llegar. De pedirle perdón por haber querido escapar de él, del embrujo que la dominaba, de la embriaguez que sentía al oir su voz, de intentar salir de esa droga que eran sus abrazos, su mirada y el olor de su piel.

Le temblaba la mano. Tomó el teléfono y para no caer en la tentación nuevamente, decidió apagarlo. Tomó el té, suave y delicado, mientras una lágrima rodaba en su mejilla. Sabía que no había vuelta atrás. Se levantó, tomó una valija que había en el piso, caminó hacia la salida de ese pequeño café y subió a un ómnibus que la llevaría lejos de todo riesgo, a un lugar nuevo para comenzar a vivir sin el temor de cruzarlo en algún lugar.

Imagen tomada de la web
©Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2019

miércoles, 23 de octubre de 2019

Te dicen...



Te dicen "así no vas a enganchar a nadie". Te dicen "tenés demasiadas pretensiones". Te dicen "con esa forma de ser, los tipos salen corriendo, tenés que hacer que no sabes tanto, a ellos no les gusta"...

Te dicen...y te hablan como si la vida de cada persona tuviera que regirse por un patrón específico, una orden a la que hay que obedecer: ponerse de novios, casarse, hacer fiesta,  tener hijos, bancarse con una sonrisa situaciones que en otras circunstancias jamás se habrían pasado por alto.

Te dicen que para cumplir con esa norma no tenés que ser vos, que no muestres tu carácter,  que finjas que sos otra persona, así "enganchás y te casás". Te dicen que, hasta no haber firmado los papeles,  no muestres  tu carácter para que la víctima no salga huyendo a los brazos de otra persona.

Te dicen que para amar o conseguir amor hay que mentir. Te dicen que hay que engañar a la persona que va a acompañarte toda la vida. Te dicen que mientas para no quedarte sola.

Hasta que un día tu verdadero yo sale a la luz a gritos y esa persona a la que engañaste, con quien fingiste ser otra persona te mira desconociéndote, preguntando que fue lo que te hizo cambiar tanto.

La frustración les gana a ambos. La relación se vuelve corrosiva porque durante mucho tiempo escondiste quién vos eras en realidad. Ninguno de los dos tiene lo que buscó,  lo que soñó. Una vez descubierta la mentira, la verdad duele el doble. Uno por sentirse engañado, el otro por no haberse mostrado como era

El amor debe encontrarte puro, pleno, siendo vos mismo, y si nadie se atreve a amarte, no tengas miedo, la soledad siempre es mejor que la hipocresía!

miércoles, 16 de octubre de 2019

No esperes.



"No esperes a mañana. No te creas invencible. No seas omnipotente.

No olvides que la muerte es traicionera, que te toca el hombro en el momento en que menos te lo esperas, cuando estás tocando la gloria tan ansiada, cuando sentís que llegaste al lugar que tanto soñabas alcanzar.

No te olvides de dar un beso. No te guardes un te quiero. No dejes de abrazar.

Porque tal vez mañana ya no puedas hacerlo. Porque quizas, en el momento más inoportuno, te arrebata aquéllo que creías asegurado, eterno, interminable.

No te ciegues al orgullo, no te guardes las palabras, no te obstines en esperar que sea el otro quien baje la guardia.

Da el primer paso vos, llamá por teléfono, golpea la puerta y llorá si hace falta. Porque mañana podés ser vos quien que no esté, quien que ya no pueda dar respuestas,  quien deje una ausencia gigante y un vacío enorme frente a cualquier por qué.

No te creas interminable. No tengas la necedad del que dice 'a mí no me va a pasar', no cierres la puerta ante el aviso que hace tu propio cuerpo.

Amá, con toda la fuerza que tengas, hasta tu último aliento, sin dudas ni mentiras. Abrazá, con todo tu amor, con las ganas de fundirte en el otro, de hacerlo parte tuya. Besá, como si fuera la última vez, o  la primera, hacé eterna la  oportunidad de besar.

Y cuando ella venga, cuando te arrebate, cuando crea que te vas a resistir, mostrarle tu pecho abierto y lleno de momentos que nadie jamás podrá olvidar. Enséñale que, mientras una sola persona te recuerde, nunca vas a morir"

Imagen tomada de la web.

© Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2019

viernes, 11 de octubre de 2019

#HoraDeConfesiones.





... Escribo porque soy muy tímida para decir lo que pienso y siento.

... Algún dia viviré en un lugar tranquilo, con montañas y mar, sin rejas, libre.

... Tengo la delicadeza de un oso gris en una cristalería en temas románticos.

... Me hago la tonta sólo para que los otros se ahorquen con sus propias sogas. Pero no se me escapa una.

... Me hago la dura porque me hicieron mucho daño.

... Aprendí a defenderme, sin esperar nada de nadie.

... Descubrí que muchas veces la cobardía se viste de enojo.

... Supe que el amor no siempre es lo que parece.

... Reconozco que muchas veces di más de lo que debía, que puse expectativas y no obtuve lo que esperaba, y sufrí mucho por eso.

... Me di cuenta de que muchas veces ignoramos las tormentas que padecen quienes  nos muestran que el sol siempre brilla en sus vidas.

... Qué no hay nada peor que un " te lo dije".

... Que nadie me quita lo bailado.

...Que caerse significa levantarse y tener otra oportunidad.

... Qué la vida nos dan todos los días una razón para ser mejores.

Confieso que he vivido, amado, sufrido, visto partir y regresar. Que deje ir, que salí corriendo tras alguien, que tuve besos de película, noches de lluvia, abrazos helados y miradas asesinas. Qué no me arrepiento de nada y que sigo mí rumbo, caminando hacia mí destino final.

Imagen tomada de la web.

© Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2019.

lunes, 7 de octubre de 2019

Ángel.






Extrañaré esta noche tus dedos entrelazados en los míos...extrañaré esa sensación nueva que desconocía y que cada vez me gustaba más...te extrañaré.

Porque supiste enseñarme que la vida era algo que estaba pasando a mí alrededor, sin que me diera cuenta de que podía tomarla, disfrutarla, saborearla a cada instante.

Te extrañaré cada vez que huela el viento, alborotando mi pelo y haciéndome erizar la piel, recordando tus caricias.

Te extrañaré porque descubrí cosas de mí misma que desconocía, porque a tu lado logré abrir las puertas de los misterios de la felicidad, tan pequeños, tan cotidianos, tan fugaces que se nos escapan como agua entre los dedos.

Y te extrañare, sobre todo, porque junto a ti fui un ángel al que cada noche le quitabas las alas, perdiendo la inocencia y, aún así, en tus brazos me acercaba  al paraíso.

Imagen tomada de la web.

© Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2019

sábado, 5 de octubre de 2019

Vuelo



"Ando mezclada en tu piel, cruzada en tu mirada y perdida en la memoria de los tiempos.

Busco el aroma que recuerdo de no sé qué espacio infinito y vibro con el sonido de tu voz, que me transporta a lugares lejanos en donde jamás estuvimos.

Me pierdo en el nudo de tus brazos que me lleva a recorrer mil mundos extraños, perdidos por el universo.

Vuelo a través de mares de sueños, atravesando nubes y estrellas. Recorro el paraíso de tu piel, que se vuelve campo, mar, desierto y selva."

Imagen tomada de la web.

© Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2019

miércoles, 2 de octubre de 2019

Fuiste



"Fuiste el bien amado, el consentido de mi cama, el que llegó a todos los rincones y quien exploró todos mis sentidos.

Fuiste la fruta madura, mordida en el momento justo, para compartir todos los pecados.

Fuiste el examen que habilitó mi madurez, la puerta hacia la realidad, hacia mí misma y quién me hizo cruzar todas las fronteras

Fuiste quien me llevó a la locura más extrema y a la coherencia más absoluta, y el más profundo de todos mis deseos.

Fuiste el miedo, las dudas, los límites, el punto de inflexión, el dolor, la ausencia, la mayor de todas mis pruebas.

Fuiste el espejo en donde me vi reflejada y con el que aprendí a ser mejor persona.

Fuiste.

Imagen tomada de la web.
© Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2019.

domingo, 29 de septiembre de 2019

Adorno.



"Te pondría en mí mesita de luz", me dijiste, con esa mirada de romántico suicida, que sabe que nunca cumplirá ninguna de sus promesas vanas, que olvidará al día siguiente el nombre de esa mujer única con la que jamás había soñado.

"Sos demasiado para mí" te dijeron, con la resignación de quien no se anima a ir por más, ni piensa en crecer para alcanzarte y solo espera que no le exijas nada de lo que no está dispuesto a dar.

"No te merezco" te susurraron, con la clara idea de no cambiar, de no mejorar, de saber que tendrían que hacer un esfuerzo, pero mejor dejarte pasar, conformarse o esperar que vos renuncies a tus sueños, a tus logros, a lo que alcanzaste.

Y creemos que esas frases son conmovedoras, que nos hablan de la humildad del otro ante nosotros, lo que hicimos, ante los valores o convicciones que sostenemos pese a todo. Nos admiran. Pero no están dispuestos a salir de su incómoda zona de confort.

Y yo no quiero ser un adorno en la mesa de luz de nadie. No quiero a nadie para guardarlo en un cajón hasta que las ganas aparezcan. Quiero alguien con vida propia, con sueños, con metas, con ganas de crecer, de mejorar, de subir hasta donde sea por ser feliz.

¿Que a veces duele y nos provoca dolor hacer ese esfuerzo? Si, porque la felicidad no es un camino de pétalos de flores, sino uno de espinas, lleno de piedras que nos hacen caer, porque el secreto es aprender a levantarnos. Lleno de espinas, porque la enseñanza es cómo curar sus heridas. Lleno de precipicios, para que aprendamos a reconocerlos.

No puedo estar con alguien que solo me mire un rato y luego salga a la calle como si no existiera. Y tampoco quiero hacerle eso a otra persona. Por eso, la gran frase que debe conocernos debería ser "te quiero para estar juntos el resto de nuestras vidas y estoy dispuesto a todo para lograrlo".

sábado, 21 de septiembre de 2019

Equinoccio.



Renacer, volver a abrir las alas, volar. Inspirar profundo, ver la luz, sentir el sol.

Tenderse sobre el pasto, frotar los pies, oler el perfume de la tierra, de las flores.

Cerrar los ojos y mirarse hacia adentro. Salir a la calle y emocionarse como cuando éramos niños, subirse a una calesita.

Caminar sin rumbo, hasta llegar a ese lugar que nos haga detener. Ver las olas del mar, el curso de un río, de un arroyo. Mojarse los pies. Reír porque sí. Porque estamos vivos. Porque vencimos a la muerte una vez más.

Vivir. Porque cada día es un desafío, una apuesta, una batalla ganada.

¡¡Feliz primavera a todos los seguidores de esta página!! ¡¡Gracias por el cariño que me demuestran y por permitirme entrar un ratito en sus vidas para contarles mis historias!!

Imagen tomada de la web.

© Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2019

jueves, 19 de septiembre de 2019

Lejos.



Definitivamente estoy lejos. Hay una pared que me separa de lo que me rodea, invisible. Me vuelve inaccesible, lejana, ausente.

Lo que no saben es que estoy rota. Que aún no he logrado juntar mis pedazos, cada vez más pequeños, cada vez más frágiles.

Me verán fría. Me dirán pretenciosa. Me pensaran altanera.  Me señalarán soberbia. Me marcarán antipática.

Sólo es la barrera que pongo para que lo poco que queda de mí no se desintegre, no se quiebre en mil pedazos imposibles de juntar.

Es la única forma que conozco para que la piel no vuelva a doler, para que el corazón no se desangre.

Porque no he podido rearmarme. Sólo refugiarme en está isla que soy yo misma, hasta que no duela cada respiración, hasta que nada me recuerde la terrible sensación de tener mil agujas atravesándome el cuerpo. Hasta que logre saber cómo salir de esta burbuja que yo misma armé para que nadie me lastime.

Por eso soy distante. Por eso parezco soberbia. Por eso estoy lejana.

©Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2019 

domingo, 1 de septiembre de 2019

No te sueltes.



No te sueltes. No me sueltes.  Estas aprendiendo a caminar. Estas tan grande y, al mismo tiempo, seguís siendo pequeña.

Te llaman la atención las voces de los otros, quienes te plantean cuestionamientos a todo, las luces brillantes de quienes se creen rebeldes de un sistema, que los envuelve en otro sistema que ellos no ven.

No tengo miedo de que seas libre, tengo miedo de que camines por un sendero que te lleve a un precipicio, tengo miedo de que los golpes sean tan graves que no te puedas levantar.  Tengo miedo de que te pierdas y no volverte a encontrar.

Se que algún día te vas a ir, que tarde o temprano vas a abrir tus alas y vas a volar. Y hasta las aves se caen en sus primeros vuelos, y vuelven a intentarlo hasta que, por fin, se adueñan del cielo que se abre ante ellas.

Por eso te pido que no te sueltes.  Que no me sueltes.  Porque te quiero libre, te quiero fuerte, te quiero feliz. Y porque aún me falta guiarte, contarte historias, darte ejemplos, abrazarte y llenarte de besos.

Me voy a equivocar muchas veces,  pero porque también estoy  aprendiendo, junto a vos, a vivir esta experiencia maravillosa.  Porque también necesito sostenerte. Porque soy tan frágil como vos, porque sos mi fuerza y el motor que me hace levantar cada mañana.

Crecé despacito, sin apurarte, a tu ritmo, caminemos juntas este tiempo que nos queda hasta que estés preparada para volar!

sábado, 10 de agosto de 2019

Lazos eternos.



Más que primas fueron amigas. Fueron compinches.  Fueron hermanas.

Se llevaban unos 15 años de diferencia, pero eso nunca fue un impedimento para que no fueran a comer, no se juntaran a jugar a las cartas, a charlar o pasar un buen momento.

Fueron tan simbióticas que, sin saberlo ellas, una se enfermó detrás de la otra. Casi de lo mismo. Y, mientras una estaba aún luchando por su vida, la otra moría. Y, sin que nadie le contara este acontecimiento, la otra falleció pocos días después.

Quiero creer que la siguió, porque no iba a soportar este mundo sin su otra parte, sin esa mitad que siempre tuvo en ella. Pienso que la primera en partir la llamó, diciéndole qué buen lugar era ese al que había llegado.

Quiero creer que hay almas que están juntas más allá de toda lógica, unidad por un lazo más fuerte que cualquier cosa que podamos imaginar.

Dedicado a N. y M.

lunes, 5 de agosto de 2019

Vigésimo octava forma de enamorarse.



(Mini homenaje al libro "27 maneras de enamorarse", de Santiago Craig).

Encendé estrellitas de colores. Prendé sahumerios de lirios y abrí las ventanas del cielo. Subí al paraíso.  Mirá desde allá todo lo que dejaste atrás.

Ni te preguntes si vale la pena. Vale la vida. Vale el riesgo. Vale cada uno de tus días vividos. Cada latido de tu corazón.

Servite un jugo de cualquier fruta mezclado con arándanos.  Comé una porción de esa torta que siempre mirás por el vidrio de la pastelería.  Olfateá el aroma del pochoclo recién hecho.

No te olvides de llenar la bañera hasta el tope.  Ponele sales aromarizadas con jazmín.  Y bastante espuma. Jugá con las burbujas. Rompelas con los dedos mientras suena Extraños en la noche, o No se tú, o la canción que más te guste.

Abrí la botella de esa bebida especial que guardabas para esa persona especial. Tomala mientras bailas con tu sombra, a la luz de las velas. Subite a una silla y cantá, aunque desafines, a los cuatro vientos.

Mirate en el espejo. Sonreíte. Pensá cuantas veces te dejaste de lado. Ponete la ropa aquélla que nunca usaste. Abrazate fuerte y salí a caminar con el ser más importante de tu vida. Vos.

 Imagen tomada de la web.

©Cristina Vañecek- Derechos Reservados 2019

domingo, 4 de agosto de 2019

Héroes.



A veces nos salva quien menos lo pensamos. Cuando no damos más, cuando llegamos al límite, cuando la mochila nos pesa tanto que seguir con ella a cuestas nos puede costar la vida.

Caminamos sin rumbo, a ciegas, llenos de incertidumbre porque debemos soltar, sí o sí, todo aquello a lo que nos aferramos durante tanto tiempo, lo que nos lastimaba pero, a su vez, nos daba seguridad.

Era nuestra incómoda zona del confort, nuestro espacio de autocompasión, el reducto secreto en donde nuestra alma se regocijaba en un dolor mortal, deteniéndonos en un instante temporal que eternizamos por tercos, por obstinados, por una irracional manera de sostenernos a algo, aunque nos hiciera daño.

Y aparece alguien que nos rescata, tal vez de un sopapo, quizás sin que nos demos cuenta, que nos prende la luz de a poquito, que nos muestra que detrás del muro hay algo más, que nos estamos perdiendo eso que pasa mientras dejamos que la vida transcurra.

Tenemos, sin saberlo, nuestro propio héroe anónimo y enmascarado, que mete mano en nuestra vida sin pedir permiso, que nos cuida desde lejos, que nos rescata de la muerte, tira la mochila a la basura y, sin saberlo nosotros, quedamos livianos y nuevos.

El héroe se va. O se queda observando.  O, simplemente, ignora la misión que tuvo en nuestras vidas y sin saber su nombre ni conocer su rostro, lo reconocemos por el perfume a paz que transmite. Aunque en su alma se debata la más atroz de las tormentas.

Imagen tomada de la web.

©Cristina Vañecek- Derechos Reservados 2019

sábado, 3 de agosto de 2019

No quiero ser la mujer maravilla.

No quiero ser la mujer maravilla.

Hoy quiero ser frágil.  Dejar las armas y sentarme en un rincón, taparle los oídos y cerrar los ojos hasta que todo pase.

Hoy no quiero ser la mujer maravilla, que todo soporta, que todo enfrenta y no necesita a nadie. Hoy quiero que me sostengan, que me contengan y me abracen.

Esto de hacerse la heroína suele dejarte muy sola. Te ponen en la cima de la montaña, te admiran, pero al mismo tiempo creen que no necesitas nada ni a nadie de qué aferrarte. Como si tu columna vertebral fuera de acero, como si tu piel fuera indestructible, como si nunca jamás el cansancio o el dolor pudieran afectarte.

Me cansé de resistir golpes y balas, de salir corriendo a salvar a todos y no contar con nadie que quiera salvarme a mi, porque me ven tan fuerte que piensan que no me hace falta. Que sola puedo todo.

No, no puedo todo. Debo admitir ante mi propio espejo que yo también compré el disfraz, que me convencí de ese discurso autosuficiente, que levanté paredes a mi alrededor para que nada me lastimara. Que me defendí de hasta quien no iba a herirme.

Duele quitarse cada parte del traje de superheroína, porque lo llevé puesto tanto tiempo que se me grabó en la piel.  Duele aprender a no estar a la defensiva, y no salir corriendo ante la más mínima señal de peligro. Duele dejar de salvar a los demás.

Hoy tengo que salvarme a mi misma, tengo que aprender a pedir ayuda, a decir "no puedo", a sentirme débil y aceptar que otros salgan al rescate por mi.

Imagen tomada de la web.

©Cristina Vañecek- Derechos Reservados 2019

viernes, 12 de julio de 2019

En otra vida.



En soledad, siento que me desgajo, que poco a poco van cayendo mis pétalos, a lo largo del camino. "Sola", "sola", "sola".

Me abrazo recordando tu abrazo, rememorando ese último beso, la despedida en donde hubiera preferido morir antes que alejarme. Pienso en ese adiós, sin sabor a "hasta luego", certero y mortal.

Me queda en el alma la herida profunda de tu aroma entre mis manos, de tu calor recorriendo mi espalda, de tu mirada que encendía todos mis fuegos...

Y ahora, que ya no estás, que no se que hacer, que necesito tan sólo refugiarme en tu pecho y sentir que allí nada malo me podría pasar, sólo hay una sombra que me recuerda el olvido en el que nos perdimos.

Sólo somos fantasmas en la vida del otro, ignorantes del deseo, las ansias y el dolor que cada uno de nosotros esconde. Porque así lo quisimos, a pesar de todo. Porque así estaba escrito.

Quizás, tal vez, en otra vida nos volvamos a cruzar, un poco antes. Quizás, tal vez, guardamos en algún rincón de la memoria esto que no pudo ser, y al mirarnos un chispazo nos despierte. Quizas, tal vez, quien sabe, en otra vida, nos amemos como no pudimos hacerlo en esta.

Quizas, tal vez, en otra vida, no me olvides...

Imagen tomada de la web.

©Cristina Vañecek- Derechos Reservados 2019

domingo, 30 de junio de 2019

Escribir.





"Escribir me da placer. Porque me deja desarrollar lo que quiero decir. Porque estamos en una sociedad que no deja hablar al otro. Porque no nos escuchamos. Porque no sabemos reflexionar. Porque nos interrumpen con llamadas, mensajes y cosas en esos momentos en los que queremos desagotar nuestra alma. Porque aparecen los egos y siempre sufren, lloran, padecen, o les pasan peores cosas, que nos hacen callar eso que necesitamos decir porque nos quema el alma.

Escribir me da placer porque me calma. Me sosiega. Puedo estar días sin poner una sola palabra. Y de repente salen a borbotones, atropelladas, unas contra otras buscando cómo ordenarse, como explicarse entre sí para tener un sentido.

Escribir es lo que mas me identifica. Es lo que recuerdo haber querido hacer desde que era muy pequeñita, desde que descubrí el verdadero placer de la palabra escrita y leída. Escribir soy yo, es lo que me transforma y es lo que me hace sentir viva."

Imagen tomada de la web a título ilustrativo.

©Cristina Vañecek- Derechos Reservados 2019

martes, 25 de junio de 2019

Antes de que me olvide, novena parte.



No sé a partir de cuándo tuve imaginación. Quizás después de escuchar las explicaciones de mamá sobre el tema religioso, o las imágenes que me iban apareciendo en la mente cada vez que me contaba cosas de su infancia. La cuestión es que siempre tuve mucha, pero mucha imaginación y era muy difícil explicar lo que mi  mente “veía” ante determinadas ocasiones.

Uno de mis recuerdos más fuertes es verme en el asiento del colectivo, mirando por la ventanilla y pasar por el frente de una casa de venta de materiales para la construcción. Sobre una especie de tanque enorme de forma rectangular blanco, estaba un rombo negro con el nombre de la casa en letras blancas y, arriba del rombo, escrito con letras negras la frase “hormigón armado”. Por no preguntar qué era eso, durante años pensé que en ese tanque se criaban hormigas gigantes que saldrían vestidas de algo parecido a  los miembros de la Legión Extranjera, con la cara pintada con rayas negras y dispuestos a salir al combate… años después descubriría que en mi mente ese “hormigón armado” era en realidad Rambo, con vincha roja incluida. Luego sabría que era simple y vulgar cemento.

Ni qué hablar cuando, un tiempo después, por la tele hablaban de una película que hacía furor, “La Naranja Mecánica”. La imaginación se me disparaba a algo así como un lavarropas redondo y gigante de color naranja, al que le salían patitas, y que perseguía gente o realizaba alguna maldad. Tal vez hasta lanzaba rayos fulminantes (si, ya lo sé, el exceso de series estilo UFO, Los Invasores y demás hicieron más estragos en mí que si hubiera tomado ácido lisérgico).

Otra cosa que me llamaba la atención era el tema de la heladera. Luego descubrí que el misterio de la luz interior del artefacto no era algo que me quitaba el sueño sólo a mí. La teoría del enano (de origen esquimal, supongo, para tolerar el frío) que tenía la amabilidad de encender la luz para que los humanos viéramos donde estaba lo que buscábamos y que tras cerrar la puerta la apagaba, hizo que permaneciera horas (de esas en que los padres dejan a los niños solos por un rato) abriendo y cerrando la puerta infinidad de veces, algunas más rápido que las otras, y algunas dejando pasar unos minutos de intervalo, a ver si sorprendía al famoso enano in fraganti. Nunca lo logré y me decepcioné mucho cuando supe que la heladera tenía un pequeño aparatito que empujaba un interruptor al cerrar la puerta y así se apagaba la dichosa lamparita.

Y ahora llega la gran confesión. Mis padres tenían cada uno un reloj despertador en su mesita de luz, de esos que se daban cuerda. El de mamá era amarillo y el de papá era de un celeste-verdoso pálido. Me intrigaba soberanamente qué era lo que hacía funcionar las manecillas y no sé si alguien (mamá, mi abuelo, algún tío, yo misma por deducción) planteó la posibilidad de que existieran enanos, parientes del pobrecito esquimal que habitaba adentro de la heladera.  Comenzó a cosquillearme la curiosidad y cada vez que pasaba al cuarto de ellos, miraba largamente esos relojes y veía cómo sus manecillas se movían. Cómo hacían para saber a qué hora despertarnos. Y un día, de esos mismos en que me dejaban un rato sola en casa porque papá trabajaba y mamá salía para realizar un mandado, busqué el cajón de las herramientas, tomé el destornillador más pequeño y trepada en la cama grande me dediqué a desarmar el reloj celeste-verdoso de papá . No sé por qué razón pero el de mamá jamás se me hubiera ocurrido tocarlo.( Releo este párrafo y escucho la voz de mamá al salir diciendo “no hagas lío”. ¿Intuición o advertencia?).

 Con toda esa paciencia que me había quedado del traspaso de los restos de las botellas de vino de un asado (si no recuerdan busquen la tercera parte de estas anécdotas y memorias) quité las mariposas, los tornillos, la tapa y cada pieza y resorte que encontré dentro del dichoso reloj, sin descubrir una sola huella de los famosos enanos o gnomos, que en ese momento ya se me hacían más irreales que el fantasma Gasparín, que pasaban en los dibujos de la tarde. Tomé cada resorte y pieza, que habían sido colocados sobre la sábana de forma estratégicamente ordenada en el mismo sentido en que los retiré, puse la tapa, los tornillos, instalé las mariposas, le di cuerda y lo puse en hora (tampoco era cuestión de dejar huellas que me delataran). Dejé el reloj en la mesita de luz, dejé las herramientas en su caja y me fui a jugar como cualquier otra criatura, sin ninguna culpa y remordimiento.

 El reloj de papá quedó clavado en la hora señalada, situación que le provocó bastante malhumor al descubrir que ya no servía. Jamás hubiera imaginado que “la nena” podría haber hecho el desmán, al día siguiente se apareció con otro nuevo, esta vez uno de los primeros relojes chinos a pilas, cuadrado y blanco, que parecía una abeja zumbando cuando sonaba y que curiosamente me provocaba el mismo misterio que el otro, pero por precaución jamás toqué. Durante años guardé ese secreto celosamente, y por mis adentros me reía mucho cada vez que veía el aparato nuevo sonando en la mesita de luz.

Ya más crecida, las cosas fueron tomando formas reales, sin embargo, la imaginación me juega malas pasadas y, cuando escucho algo que me parece insólito o que asocio inmediatamente a algo, comienzo a reírme sola. Algunas personas que me conocen personalmente pueden atestiguar que, en vivo y en directo, y con la confianza suficiente para que no crean que estoy loca, puedo llegar a decir esas asociaciones desopilantes y mis risotadas se escuchan muy fuerte. Tal vez y quizás por eso mismo, no me costaba nada imaginarme los mundos que Julio Verne, Emilio Salgari, Cervantes Saavedra y otros maestros más, me brindaban en cada libro, objeto que descubrió mi mamá para tenerme quieta y sin romper nada.

domingo, 23 de junio de 2019

Cuando llega el amor.





Podés estar toda la vida esperándolo,  imaginado su rostro, pensando en los mil detalles que tendrá.  Podés soñar cada noche con los cuentos que escuchabas de niña y ver en cada persona que te cruces al posible príncipe encantado.

Y mientras esperás a ese ser perfecto y lleno de virtudes,  quizás dejes pasar de largo al verdadero amor de tu vida, que no tiene nada de perfecto ni de principesco. Posiblemente sea la persona que menos imagines, que jamás hubieras pensado...

Y tal vez ya te lo cruzaste,  pero enceguecida por tu obsesión imaginaria no lo supiste ver. Quizás te sorprenda una mañana sin que puedas hacer nada para evitarlo. O, tal vez, descubras que construiste poco a poco algo indestructible con quien tenías a tu lado y no veías.

Cuando llega el amor, una no sabe que está llegando. Hay que  abrir los ojos y soñar al mismo tiempo.

Imagen tomada de la web.
©Cristina Vañecek- Derechos Reservados 2019

viernes, 21 de junio de 2019

Perdición.





Aquella tarde tus manos volvieron a recorrerme.  Fuiste quitándome la ropa despacio, lentamente, depositando besos en cada rincón de mi cuerpo.

Aquella tarde te desnudé sin decir una sola palabra. Mirándote a los ojos, aprendiendo de memoria tus cicatrices y tus lunares.

Aquella tarde no fue sólo el reencuentro de dos amantes perdidos, fue el descubrimiento de algo más profundo, de lo inexorable del destino, de la inevitable voluntad divina de cruzar nuestros rumbos.

Dormí sobre tu pecho, abrazada a tu alma y mecida por el sonido de tu voz que me repetía una y otra vez la misma frase que yo no quería escuchar, porque no quería perderme en el abismo que era tu amor.

Pero no puede evitarlo. Caí hasta lo más profundo de tu ser, me perdí en cada huella de tu cuerpo y sucumbí ante tu mirada que me suplicaba una vez más.

jueves, 20 de junio de 2019

El hijo que no tuve.




El hijo que no tuve hace malabares en una avenida, se acerca a los coches que esperan detenidos el cambio de semáforo y le hacen gestos a través de las ventanillas cerradas.

El hijo que no tuve los domingos se planta en una ruta a hacer acrobacias, con los pies descalzos y los chóferes de algún ómnibus le regalan una bandeja con golosinas, que les sobraron.

La hija que no tuve recorre los comercios con una mochila rota en la espalda, preguntando si les sobró algo para darle.

La hija que no tuve tiene los bracitos marcados por el cigarrillo y las huellas de los abusos.

Los hijos que no tuve están en las plazas, reunidos con otros hijos más grandes, aprendiendo que la calle es dura y la indiferencia duele más que un puñal.

Los hijos que no tuve perdieron la inocencia atrás de un expediente al que nadie apura para que siga siendo un niño, porque nadie piensa en sus derechos de jugar, de mirar al cielo y reir.

Los hijos que no tuvimos  los que no pudimos tener hijos, están ahí, tan cerca y tan lejos, tan imposibles de alcanzar y, sin embargo, con una firma, tan posibles de ser.

(Escrito hace dos años)

©Cristina Vañecek- Derechos Reservados 2019

sábado, 15 de junio de 2019

Cuando no escribo.





Cuando no escribo, me nutro. Vivo mil vidas ajenas, rondando en las páginas de otros autores. Sueño los sueños que nunca soñé, a través de mil personajes que nunca imaginé.

Me nutro recorriendo palabras, viajando en el tiempo, escuchando canciones y consejos en esas esquinas lejanas que jamás recorreré.

Me atrevo a enfrentar tiranías, a buscar libertades. A sentarme junto a pianistas, montar a caballo con generales y ser quien cura, mata y acompaña.

Cuando no escribo, me alimento de otros escritos, de más palabras, de vuelos y caidas, de insomnios y despertares.

Cuando no escribo, sigo escribiendo, como si una sobredosis de palabras no me bastaran para expandir el mundo, porque necesito más, llegar al final y volver a vivir mil vidas, recorrer cientos de caminos y andar por todas las emociones.

Cuando no escribo, lloro mientras leo, me sumerjo en un mundo lejano en donde todos los sueños son posibles.

sábado, 1 de junio de 2019

Confesión.





   Mi nombre es Ignacio, me llamo igual que mi abuelo, al que no conocí, ya que nací exactamente un año después de su muerte, ocurrida hace 30 años. Mi madre vio una señal en ese acontecimiento y me bautizó asíen su honor.

   Mi abuelo Ignacio era un comerciante próspero, respetado por todos. Con mi abuela Gena iban a cuánto acontecimiento social se les presentara y formaban una de las parejas más envidiadas de la ciudad.

  A medida que fui creciendo, descubrí  que nunca iba a conseguir que la abuela me hablara de mi abuelo.  Sólo supe de él a través de mi madre, para quien era un semidios y, como todos, lo tenía en un altar, como a un ser casi perfecto.

   Gena, Eugenia en realidad, bajaba la mirada cuando alguien lo recordaba.  Todos pensaban que nunca superó su muerte, ocurrida una noche, en su propia cama. Debe ser terrible despertar una mañana y encontrar al amor de tu vida frío, muerto a tu costado y no haberte dado cuenta, ni haber tenido la oportunidad de decirle adiós por última vez.

   Ahora Gena tiene 85 años. Hace un tiempo, tras mucho debatir, la ingresamos en una clínica especializada porque su estado mental se hacía difícil de manejar. Allí estaría atendida y controlada por personal especializado. Yo iba a visitarla todas las semanas, con la esperanza de que me reconociera, aunque sea una sola vez. Gena miraba fijo hacia la ventana, sin emitir palabra. Algunas veces emitía algún sonido inconexo, movía las manos en el aire, como si espantara moscas imaginarias.

   Esta mañana volví a la clínica. Todos estaban alterados.  Mi abuela había despertado de su sopor. Fui corriendo hasta su cuarto y la vi sentada sobre la cama, con la misma actitud de reina gobernante que había tenido cuando era joven.

   Me extendió las manos, con un gesto amoroso que no recordaba que jamás hubiera tenido conmigo.  Me invitó a sentarme sobre la cama, a su lado. Tenía la mirada lúcida, como nunca se la había visto.

  -Ignacio, mi querido.

  Su voz tenía una dulzura particular. Me acarició el rostro.

   -Perdón.

   -¿Por qué? No tengo nada que perdornarte.

   -Si, tu abuelo.

   No entendía qué tenía que ver yo con mi abuelo, excepto que llevaba el mismo nombre.

   -El abuelo murió, Gena, antes de que yo naciera...

   -¡No! Tu abuelo no murió.- me interrumpió nerviosa.

   Me entristeció pensar que su recuperación era una fantasía, que solo había tenido un arrebato, pero nada lúcido.

   -Tranquila, abuela, no te agites.

   -Pero tenés que saberlo, tu abuelo no murió.

  No sabía como tranquilizarla, iba a pedir que le dieran un sedante, no me gustaba verla así.

  -No te vayas, necesito contarte.

   Algo en su voz hizo que me quedara a su lado. No se qué fuera a decirme, pero quizás tener a alguien que la escuche podría ayudarla.

  -Cuando lo conocí a Ignacio me volví loca por él.  Era guapo, inteligente, altivo. Me propuse conquistarlo. Logré que se fijara en mí, nos casamos y fui feliz mucho tiempo. Pasaron los años. Un día alguien llamó a casa para decirme que Ignacio estaba en la casa de una mujer.  No le creí.  Poco a poco comencé a tener dudas, hasta que decidí seguirlo.  Ahí confirmé todas las dudas.  Me engañaba con una mujer más joven, bella. Yo me sentía abrumada, porque pensaba que tu abuelo me amaba. Me derrumbé.  No sabía qué hacer. Cuando volvió a casa fingí dormir, me dio un beso en la mejilla y sentí mucho asco. Con la misma boca con la que había besado a esa mujer, me besaba a mí.  Me debatí muchos días sobre qué hacer, qué decirle. Pensaba en esas noches en que sus manos me habían buscado, apasionado, cuando regresaba por las noches y quizás horas antes había estado con otra mujer.  Enloquecí.

   "Había un frasco de veneno para hormigas en un estante de la cocina, porque habíamos tenido una invasión.  Esa noche no pensé en nada más.  Tomé el frasco, volqué parte del contenido en la comida, lo revolví y se lo llevé. Tenía miedo de que se diera cuenta.  Quizás por la costumbre de fumar habanos que había tomado el último tiempo, no notó nada raro en el sabor. Comió como si fuera su última cena. Lo era. Se fue a dormir diciendo que estaba cansado. Me dio un último beso y se acostó.  Me quedé mirándolo, sentada en la silla de mi tocador, temblando de miedo, queriendo despertarlo y decirle algo. En un momento sentí que se sacudió un poco, como si tuviera espasmos, lo escuché jadear, buscar aire, hasta que solo se hizo silencio. Esperé, me quedé quieta y tratando de contener mi propia respiración para no  ningún ruido. Temía que alguien entrara , que me descubrieran. Me levanté despacio, me acosté a su lado y sólo dejé que pasaran las horas hasta que se hiciera la mañana. No pude dormir. Sentía el frío de su cuerpo, el sonido del reloj, los ladridos de un perro lejano. Todo parecía magnificado.

  "Llegó la mañana. No sé cómo hice, pero llamé a tu madre, le dije que Ignacio amaneció muerto. Tu madre se comunicó con la policía, los médicos, algunos conocidos, se ocupó de todo. Nadie dudó de que tu abuelo había fallecido de muerte natural.  Nadie hizo ninguna pregunta. Jamás supo alguien esto que te estoy contando."

   Me quedé de piedra. No entendía nada, pero comprendía que Gena me estaba confesando un delito cuyo secreto guardó por treinta años. Y, al mismo tiempo, pensaba si todo no era un divague de su mente enferma.

  ¿Qué debía hacer? ¿Denunciar a mi abuela, después de treinta años, por haber asesinado a mi abuelo? La miré.  Su rostro se había apagado, sus ojos estaban fijos en la ventana, sus manos ya no sostenían las mías con la fuerza que habían tenido hasta pocos minutos antes. La llamé un par de veces, sin que me prestara atención.  Había vuelto a su mundo. Me fui, sin saber si guardar el secreto, contarle a mi madre o desestimar el relato que Gena acababa  de contar.

miércoles, 29 de mayo de 2019

Al borde.

 

 Dicen que antes de morir, la vida pasa por tu cabeza como en una película. El rostro de tus padres, el aroma de tu flor preferida, la voz de tu primera novia, la mirada cómplice de tu mejor amigo,  tu canción favorita, la sonrisa de la mujer que elegiste como compañera de vida, el nacimiento de tu primer hijo, sus primeras sonrisas, sus balbuceos, la noticia de que ibas a ser padre nuevamente, tus hijos jugando en el jardín de tu casa, tu esposa preparando la comida, llegar del trabajo y compartir juntos la mesa, irte a dormir y saber que todo eso que lograste, así sin cosas rimbombantes, es la felicidad.

   Sólo que no te das cuentas hasta que de repente te dan un golpe y comprendés que todo eso se te esfuma como si nada, que en un segundo las risas se pueden convertir en llantos, en gritos, que las luces se van apagando y te preguntás cuál es el sentido, por qué a vos, que sos nadie, que intentaste solamente vivir, sin hacerle mal a otros. ¿Por qué? ¿Por qué arrebatarte todo así,  sin darte tiempo a entender qué hiciste mal, en donde erraste para poder corregir el camino? ¿Tenía que haber cagado a otros para que el cuento no terminara? ¿La felicidad no es eterna y te la cobran?

   Ahora estaba ahí, al borde del acantilado. Abajo, rocas, y el agua que rompía tras cada ola con una brutalidad propia de una batalla. Arriba, el  cielo celeste, sin una sola nube, dejándome ver cuán irónica puede ser la vida, porque con un cielo así, le había propuesto a ella que se casara conmigo. Con un día perfecto como el de hoy mi primer hijo llegó a casa y con un día sin nubes, mi segundo hijo pronunció “papá”.

Me enfrentaba a mí mismo porque era mi único enemigo. No tenía más tiempo que perder y debía cumplir mi promesa. La que me hice un año atrás. Cuando todo comenzó o, mejor dicho, cuando todo empezaba a terminar. Me llamo Juan, tengo 40 años, una mujer maravillosa, dos hijos hermosos y una vida que más de uno podría haber envidiado. En este preciso momento me estoy arrojando desde el borde de un precipicio de 100 metros de alto para terminar con mi vida. En menos de lo que demore en parpadear, estaré muerto, allí abajo, destrozado por las piedras y mi cuerpo será llevado por el mar.

1

   Todo comenzó hace un año, cuando tras sufrir por algunos días de un fuerte dolor de cabeza, concurrí al médico para que me recetara algo, ya que los calmantes tradicionales no me hacían nada. Me había pedido unos estudios y tenía que llevárselos para que me dijera qué cosa podía tomar. No entendía por qué tanto lío por un simple dolor de cabeza.

   Llegué al departamento que hacía de consultorio, me presenté ante la secretaria que me miraba con la misma indiferencia como si yo no estuviera allí, mientras llenaba la planilla de la obra social, me hizo firmar un par de papeles y me dijo que me sentara a esperar, que el doctor no había llegado.  Había un par de personas más en la salita, así que tomé asiento y busqué algo para leer mientras llegaba el médico. Todas revistas de chimentos y entrevistas a personas que mostraban sus miserias rodeadas de lujosas mansiones, ropa cara, yates y compañías compradas.  Dejé todo en la mesita y busqué mi teléfono para entretenerme con algún juego o leyendo las novedades que mis amigos subían a sus redes sociales. 

    Nunca entendí la puta costumbre que tienen los médicos de citarte a un horario y aparecerse ellos horas después. Me ponen nervioso, porque me gusta la puntualidad, bah, mi trabajo me la exige  y me acostumbré a cumplir horarios, normas y respetar el tiempo del otro.  Llegó casi hora y media después que yo, que tenía el tercer turno, así que me atendió unas dos horas después de mi llegada. Reconozco que no tenía ya buen humor, porque además me quedaba poca batería en el teléfono y no tenía con qué entretenerme durante ese tiempo.

  Me hizo sentar, le di los resultados de los estudios y se puso a leerlos. Intenté adivinar qué decían, pero su cara era inescrutable.  De repente se levantó del asiento, me pidió que fuera hasta una camilla, me tomó la presión, me hizo algunas preguntas sobre cómo dormía, si había tenido algún otro malestar además del dolor de cabeza, como visión borrosa o mareos. Le comenté que sí, pero que lo asociaba a que había estado agachado y me había levantado de golpe. Y que la visión borrosa era generalmente por la noche, culpa de mucha tele o jueguitos en el teléfono.

   Me realizó un par de pruebas, como seguir su dedo, mirar hacia arriba, había abajo, caminar sobre la línea que formaban los mosaicos, pronunciar algunas palabras. Cumplí con cada requerimiento, sin hacer preguntas, con más ganas de preguntarle si me estaba tomando una prueba para hacer de payaso de circo o qué, fastidiado, cansado y con hambre.

   Finalmente, se sentó nuevamente de su lado del escritorio, me invitó a acomodarme en la que estaba preparada para los pacientes y comenzó a escribir en su recetario, con esa letra enigmática y aparatosa que tienen los médicos. Me extendió el papel y sólo me dijo que pidiera un turno para hacerme una tomografía cerebral.

Confieso que tuve un poco de miedo, ganas de reírme, de decirle que no me hiciera perder el tiempo con esas cosas, que me diera algo para el dolor de cabeza y listo. También que, al cubrir la obra social esos estudios, pensé que quería aprovechar para facturarle gastos innecesarios como forma de vengarse por la demora que tenía en los pagos de sus honorarios.  Llegué a la conclusión de que no estaba mal realizarme la tomografía y me fui con el sinsabor de no tener alguna pastilla que me quitara esa sensación de pequeños pinchazos que iban creciendo hasta hacerse intolerables, al punto de desear que mi cabeza explotara en algún momento para dejar de sentir ese espantoso malestar.

   Me fui a casa, los chicos ya habían comido y se habían quedado mirando dibujos en la tele. Mi mujer estaba limpiando la cocina, pero era la excusa para poder preguntarme a solas qué había ocurrido en la consulta médica. Me costó hacerle entender que salí con la misma incertidumbre que tenía al llegar, porque pensaba que le estaba ocultando algo, pero finalmente me creyó, sabiendo que tenía la misma incógnita que yo sobre esos dolores. Nos fuimos todos a dormir, un poco más tranquilos, pero un poco más nerviosos.

   2

   A mi jefe no le gustó nada que yo le pidiera el día para hacerme el estudio. Debía trasladarme a la otra punta de la ciudad, había mucho trabajo atrasado y generalmente yo me ocupaba de todo mientras él se  iba a hacer las compras, tratar con los proveedores, ir a los bancos y ocuparse de toda la parte administrativa. Depositaba en mí toda su confianza para la operativa cotidiana: cargar los camiones, distribuir el alimento de los animales, controlar los calendarios de vacunación y preparar las manadas que debían partir hacia otros destinos. Mi momento favorito era cuando, tras organizar corderos y gallinas, podía ir tranquilo a los establos y dedicarme por completo a los caballos. Eran animales hermosos, nobles, tranquilos, con los que podía estar horas limpiándolos y cepillándolos. Por eso los dejaba siempre para el final.

   Dejé las directivas con los demás peones, para que mi ausencia no se sintiera, y decidí que me merecía dedicarme un poco a mí. Hacerse una tomografía no es doloroso, pero cuando te meten en ese aparato sentís que  puede llegar a tragarte y no volver nunca más. Respiré profundo y traté de seguir todas las indicaciones que me daban mientras luces y sonidos me bombardeaban, provocando que los pinchazos se sintieran tan insoportables como siempre.

   Dejé pasar el par de días que me separaban del próximo turno con el médico intentando no pensar en nada relacionado a mi salud y organizando mi trabajo para poder pasar más tiempo con los caballos y que los demás se ocuparan de  los otros animales. Sólo quería estar en paz, en silencio, en soledad y contestar la menor cantidad posible de preguntas. Quería reservarme para mi familia, ver a mis hijos jugar y abrazar todo el tiempo que pudiera a mi mujer. Sí, tenía miedo. No, ni loco lo iba a reconocer.

3

   Me senté en el café de la esquina, me pedí un café bien cargado y miré a la nada. No podía pensar. No quería pensar. Ni siquiera escuchaba el ruido propio del bar, no veía a los mozos, no sabía qué pasaba a mi alrededor.  En ese momento, éramos el universo y yo.

   ¿Cómo se podía procesar semejante noticia? ¿Cómo digerir la información? ¿Cómo traducir a una forma aceptable esa carga? Siempre fui un tipo sano, nunca fumé, tomé poco alcohol, algún vaso de vino en los asados, una cerveza con la pizza de los sábados, poca sal, mucha verdura. Nunca fui un deportista, pero mi trabajo me procuraba el ejercicio necesario, el campo era un lugar suficientemente saludable y, más allá de algún que otro tema, mi vida era tranquila y ordenada. ¿Por qué un tumor cerebral? ¿Por qué algo que casi no tenía solución? ¿Por qué yo?

   Los chicos en este momento estarían tomando la leche mientras miraban su programa favorito. Mi mujer les prepararía unas tostadas que ellos untarían con dulce de leche. Al más chico le gustaba agregarle café a su merienda, el más grande cacao. Ambos discutirían sobre su personaje favorito, luego jugarían con los muñecos que les habíamos comprado, en una batalla interminable de risas. Ella, con una sonrisa, levantaría los platos, acomodaría todo y luego se tiraría junto a los nenes en el sillón, para rescatar al que fuera perdiendo.

   Ella, la de los ojos grandes y negros. La que ríe con la mirada, aun estando enojada. La que con una caricia te saca el cansancio y te da la energía necesaria para enfrentar al universo. Ella, a la que juré que nunca iba a llorar por mí. La mujer que un día comenzó a caminar junto a mí y me hizo un hombre mejor. No iba a poder cumplir mi promesa. Ni iba a poder cuidarla. De nuestro juramento, sólo se cumpliría la parte de “hasta que la muerte los separe”.

   Me estoy muriendo. Y estoy sentado en este café porque soy cobarde y tengo miedo de enfrentar sus ojos,  de escuchar llorar a los chicos, de que cuando llegue a casa no exista nada. Ni casa, ni chicos, ni ella. Quizás todo sea una mentira, un sueño demasiado hermoso para ser cierto, una burbuja que me dio la vida para hacerme creer que la gente puede ser feliz. Suena el teléfono con una vibración que me devuelve al bar, al ruido, a los mozos y su nombre en la pantalla me dice que está preocupada, que es tarde, que presiente algo, que también tiene miedo. No quiero atender. No puedo atender. Tengo un nudo en la garganta que no me deja hablar. El café se enfrió. Pago sin haber consumido lo que pedí, me levanto como si dos piedras enormes me hubieran tomado los pies y me voy hasta la parada del colectivo, para que el ruido de la calle me dé una excusa cuando tenga que responder por qué no respondí su llamada.

4

   Ella me abraza. Entiende que algo no está bien. No soy capaz de decirle nada. No puedo, no porque no quiero, porque todavía no lo comprendo yo, no lo acepto. Me niego a creer que en algún tiempo seré algo parecido a una planta, que poco a poco iré transformándome en una cosa sin voluntad, a la que habrá que alimentar, vestir, limpiar.

    Me niego a no volver a tenerla entre mis brazos. A no acariciar a mis hijos nunca más. A no darles un beso cuando pase a acomodarles las frazadas mientras duermen. A no llevarlos a pescar nunca más. A no realizar nunca el viaje ese que postergamos tantas veces porque había que arreglar el cuarto, ampliar la cocina, agregar otra pieza, comprar el techo, mejorar esto o lo otro, porque también queríamos vivir un poco mejor.

   Rechazo la idea de no volver a oler las flores que plantamos durante tantos domingos, de que llegue un punto que no sepa que lo que tengo enfrente son las personas que más amé en la vida. Que me vean reducirme a algo inerte, hasta no ser más que un estorbo.


   Quizás un año, dijo el doctor. La obra social cubre sólo una parte del tratamiento, del resto debo hacerme cargo yo. ¿Yo? ¿Cómo? ¡Si voy a convertirme en algo menos atractivo que el helecho que decora el rincón favorito de ella, donde se sienta a tejer, coser, leer o entretenerse con cualquier cosa que pueda hacer con sus manos! ¿Cómo, si en poco tiempo más me van a dejar de responder las manos, las piernas, la lengua, el cuerpo entero? ¿Cómo,  con qué?

   La miré con todo el amor que tenía. Quise que tuviera en su memoria el recuerdo de esta mirada aún lúcida, todavía consciente, para que la guardara en su corazón. Me abrazó como si supiera, con sus ojos inundados de lágrimas, en silencio, porque aún teníamos que descubrir la forma de decirles a los chicos que papá se iba a morir.

5

   Tomé la decisión un domingo, un par de semanas después de tener el diagnóstico que me confirmaba que esos dolores de cabeza eran un tumor imposible de curar, que me demoré en ver al médico, que quizás si hubiera ido al principio…

   Habíamos ido a que los chicos jugaran con los barriletes, salir de paseo, mirar el sol, el mar, la vida. Habíamos llevado una  heladerita con unas bebidas, unos sándwiches, una manta para tirar en algún lado y no pensar en nada, mientras en realidad pensábamos en todo. Disfrutábamos, pero con el alma hecha un puño que apretaba el pecho y nos aguantábamos las ganas de llorar. Por ahora, a los chicos les dijimos que, quizás, papá iba a tener que hacer un viaje por un tiempo. ¿A dónde? A un campo nuevo que había comprado el patrón y tenía que ayudarle a organizar. ¿Por qué? Porque el jefe me tenía mucha confianza y papá iba a ganar mucha plata, para poder comprarles ropa, juguetes, una pelota nueva. ¿Cuándo? Todavía no lo sabíamos, porque no dependía de nosotros.

   Les mentía, a ellos les mentía con ganas, porque llegado el caso que cuando me convirtiera en un cuerpo inerte y mi mente funcionara, quería recordarlos así, riendo, cantando, saltando como conejos por todos lados, peleándose por su héroe favorito, con sus ojitos brillantes y llenos de vida. Les mentía porque quizás, cuando yo ya no fuera consciente de nada, ellos iban a llorar mucho, a estar tristes, a quedarse en un rincón preguntando por qué papá no jugaba más con ellos.

   Ella nunca supo que ese día tomé la decisión de que nunca me iban a ver vencido. No por orgullo, no por sentirme un héroe, simplemente porque no toleraba la idea de que ella sufriera un tiempo indecible con un marido a rastras que no servía para abrazarla, para amarla, para contenerla, para acompañarla en la vida como le había jurado el día que nos casamos.

   Ahí, en ese lugar, juré que ni mis hijos ni mi mujer iban a verme caer como un castillo de naipes. Que ninguno iba a darme de comer en la boca, ni limpiarme pañales, ni ver como me derrumbaba día a día hasta solo desear que muera. Decidí que, cuando mi cuerpo dejara de responder a mis órdenes, cuando sintiera que yo no iba a poder manejarme solo, cuando eso comenzara a dominar mi vida, yo le ganaría de mano. No le iba a permitir que me venciera.

6

   Y aquí estoy, frente al mar, al borde del acantilado en donde hace poco tiempo pasé el último mejor día de mi vida. Recordando esos momentos en donde pensé que era el rey del universo, que no había nada imposible para mí y desconociendo que la muerte, a veces, se pone celosa de la felicidad de los humanos y nos arrebata de los que amamos, porque quiere saber cuál es el secreto que tenemos los vivos cada vez que sonreímos.

   Estoy aquí, tomando aire por última vez, sabiendo que ella y los chicos no van a llegar a casa hasta tarde, porque los convencí de que fueran al cine, para poder escribirles una carta de despedida, diciéndoles todo lo que los amo y que no soy capaz de hacerlos sufrir. Si, ya sé, ahora van a llorar, y mucho, pero tendrán de mí el mejor de los recuerdos, la fuerza de estos tiempos en que podía hacer cosas, el amor que les pude demostrar mientras esto que tengo en la cabeza me dejó.

  Y les digo adiós. O hasta pronto. O no sé hasta cuándo. Soñando que pueda convertirme en energía y acompañarlos en sus pasos, como una sombra que los siga a todas partes. Deseando que me recuerden y, sobre todo que me perdonen. El viento está frío, tengo miedo, el mar ruge y lo último que escucho es un silbido mientras vuelo hacia mi tumba.

(cuento basado en una historia real).

jueves, 23 de mayo de 2019

¿Te acordás, hermano?

(Parodia del tango " Tiempos viejos").


¿Te acordás, hermano?

¿Te acordás, hermano? ¡Qué tiempos aquéllos!
De la joda, la farra y la libertad,
de los sueños que un día rajaron pa'l cielo,
porque una mina que vos no querías
te abrochó en el zaguán.

¿Te acordás, hermano? ¡Qué tiempos aquéllos!
Tus veinte abriles, nunca más volverán,
cuando la vida era una amante sin dueño,
y vos, tan nabo, te la dabas de gallo,
mientras una gallina te cerraba el corral.

¿Dónde está tu vidurria de ayer?
No dormir tres noches seguidas, ¿dónde está?
Hoy laburás por dos mangos y pico,
y a la noche te esperan tu mujer y los chicos,
las trifulcas y los gritos, que no te dejan en paz.

¿A dónde se fueron las ilusiones aquéllas?
Tus anhelos de llegar bien alto, ¿dónde están?
Hoy sos un pobre diablo que al treinta no llega,
le debés a Dios, a la Patria y a tu abuela,
y el bolichero de enfrente no te fía ni el gas!

¿Te acordás, hermano? ¡Qué tiempos aquéllos!
Cuando en el marote no tenías nada más que jolgorio
y la vida parecía no terminarse jamás;
apareció la mina, y con cara de velorio,
tuviste que elegir entre el casorio
o el rifle de su papá.

¿Te acordás, hermano? ¡Qué tiempos aquéllos!
Lo lindo que era vivir sin pensar!
Hoy, que ya no sos libre, ni de tu vida sos dueño,
vos marchás ficha pa' poder recordar,
hoy, que tus sueños volaron, con un vaso de vino
te encerrás en el baño, y te largás a llorar!

Muchacho.

Dedicado a Miguel Gallardo 

Muchacho

Muchacho de mirada serena,
de alma perdida en silencio de pena
que busca en el aire lo que ya no existe;
muchacho tranquilo, de bellos ojos tristes,
que sigues un camino truncado,
hace ya tiempo vacío y helado;
que tienes las manos colmadas de llanto,
que conociste la alegría...y luego el quebranto,
¿qué quiere tu alma perdida en la noche?
Ya tienen tus labios sabor a reproche,
sabor a vacío de besos y amor.
Y hasta tu piel ha perdido el moreno color.
Ahora, mustia y triste, tu piel está pálida,
y no recuerdas el verano ni la noche tan cálida
que tus brazos hicieron un poema al amor,
tesoro de versos, caricias y  pasión.
Muchacho tan triste de bella mirada,
que aún buscas, perdida en la almohada,
esa caricia completa de vida y de paz;
una caricia marchitada que nunca más sentirás.
Muchacho perdido en silencio de noche,
amargado y vacío, haciendo reproches,
buscando la mirada que nunca más te verá,
repitiendo un "te amo" que ya nadie responderá.
Muchacho que esperas la muerte
deseando en silencio poderla encontrar,
y le gritas "ven, yo quiero vencerte"...
pero, cobarte la muerte, no te viene a buscar!!

domingo, 19 de mayo de 2019

Tiempos.





Llega un tiempo en que sólo querés sentarte al sol, cerrar los ojos y saber que, al abrirlos, todo seguirá igual.

Tener entre tus manos la de quien te demostró que jamás te falló, quien siempre estuvo y retenerla, que nunca tenga que alejarse.  Pero sabés que la vida es así, y comenzás a atesorar esos pequeños momentos de paz.

Llega un tiempo en que ya no querés discusiones, ni enfrentar demonios, dragones o molinos. En que deponés las armas, porque sabés que siempre va a haber algún Quijote por ahí que las tome y te reemplace.

Llega un tiempo en que saborear una taza de café, tomándote todo el tiempo del mundo, oyendo la brisa que alborota a tu alrededor y ver la sonrisa de quien dio todo por vos. Eso no tiene precio.

Llega un tiempo en que madurás, y te vas a dormir sabiendo que jamás lastimaste a nadie, que nunca traicionaste ni siquiera a quien te clavó puñales en tu espalda, que la vida, a su tiempo, sin apurarse, cobra a cada cual los errores que cometió. 

Y en ese tiempo sonreís en paz, con el alma plena y habiendo aprendido que la felicidad aparece cuando llega ese tiempo de calma, luego de haber atravesado tantas tormentas.

(Imagen propia, hoy domingo en Parque Camet).

jueves, 16 de mayo de 2019

Jueves.





Otra vez jueves.  Eternamente jueves. Malditamente jueves. En que el teléfono permanece en silencio. En que la noche se alarga hasta el infinito. En que me revuelvo sola, sin dormir, sabiendo que nada hará que este jueves vuelva a ser como aquéllos en donde tenía tu calor.

Otra vez jueves. Otra vez el frío que me cala hasta loa huesos y las lágrimas se resisten a salir. Porque no debo llorar. Porque no debo mirar atrás.  Porque, aunque quisiera, nunca los jueves serán como esos que compartimos.

Nuevamente jueves. Y sin darme cuenta te busco, te espero, deseando que el tiempo vuelva atrás y, al mismo tiempo, que nunca hubiera ocurrido nuestro encuentro.

Malditamente jueves en que todo se empeña en recordarte, en hacerme saber que seguís ahí, a la vuelta de la esquina, pero del otro lado del abismo que pusimos.

Jueves. Nada más que jueves. Repetidamente jueves. Esperando que se termine el día, para salir del fantasma de lo que nunca debió ser.

domingo, 5 de mayo de 2019

Fiesta.





Ellos anduvieron buscándose, a través del tiempo. Se perdieron por caminos distintos, se mezclaron en multitudes, se dejaron llevar por rumbos equivocados.

Se siguieron buscando en las calles, caminando del brazo de alguien más, con la extraña certeza de estar en el lugar equivocado. Recorrieron laberintos y encrucijadas, sin saber hacia donde iban.

Hasta que un día se encontraron. Se miraron frente a frente y supieron que esta vez sí, que ahora habían llegado al destino, que eran su punto final y la respuesta a todas las preguntad que se habían estado haciendo.

Se acercaron poco a poco, porque ambos tenían heridas, cansancio, dolores, miedos imperceptibles causados por todo lo que habían vivido.

Pero no se rindieron. No se permitieron no vivir eso que los unía con la fuerza de un imán.

Sabían que eran ellos los protagonistas de un baile eterno, con la sonrisa en la mirada y la paz que les provocaba caminar juntos por la vida.  Al fin supieron que todo tenía sentido.  Al fin se habían encontrado.

sábado, 27 de abril de 2019

Cansada.





Hay días en que estoy particularmente cansada. En los que siento que las piernas no me sostienen. Días en los que cualquier movimiento que haga podría desarmarme como una brisa al castillo de naipes.

Hay días en que ya no tengo más fuerzas, en los que me siento sola, como si todas las fuerzas del universo me hubieran abandonado. Como si ya nada tuviera sentido y girara en círculos sobre mí misma sin ningún sentido.

Hay días que no veo, no escucho, no puedo pensar. En los que un miedo terrible de apodera de mi y me inmoviliza. Días en que ninguna palabra consigue hacerme comprender que debo continuar, en los que ninguna razón logra convencerme de que más allá hay algo.

Y es en esos días cuando más necesito un abrazo, una sonrisa, una mirada que me diga que todo va a estar bien; un espacio para derrumbarme, para tomarme mi tiempo y rearmarme, cargarme de energía, de fuerzas para volver al camino.   Es en esos días cuando todo lo que me rodea se conjura para mostrarme cuán fuerte he tenido que ser, cuantas batallas tuve que librar, cuántos miedos tuve que vencer.

A veces no somos conscientes de la fuerza inconmensurable que hemos tenido para enfrentarnos a cada dificultad, que pudimos llegar a metas exigentes, que estuvimos solos y pocos comprendieron el camino que elegimos.

Y es en esos días, sobre todo en esos días en que queremos  abandonar todo y olvidarnos hasta de nosotros mismos, en que debemos mirar para atrás y recordar todo lo que logramos.

viernes, 19 de abril de 2019

Compromiso.





Yo me comprometo a serme fiel, a cuidarme y a quererme. Me comprometo a aprender a alejar de todo aquéllo que me haga daño, que me lastime.

Me comprometo a buscar lo mejor para mi, a ser feliz, a vivir sin pensar en conformar a los demás.  A mirarme al espejo cada mañana y decirme toda la verdad, por más cruda que sea.

Me comprometo a ser honesta conmigo misma, a convivir con mis sombras, mis demonios, mis precipicios. Me comprometo a vencerlos, a superarlos, a dominar mis miedos.

Me comprometo a aceptar que soy la única persona que va a acompañarme hasta mi último suspiro, a respetar mis tiempos, a tenerme piedad.

Yo me comprometo con mi vida.

viernes, 12 de abril de 2019

Palabras.





Las palabras son como las aves, vuelan, toman vida propia, llegan a donde una no podría imaginarse. Caen en caminos que quien las escribe desconoce, marcan senderos, señalan decisiones y a veces, solo a veces, se logra saber que a alguien le sirvieron como huella.

Las palabras se te clavan en el alma, te lastiman y hasta pueden matarte...O pueden revivirte como aire fresco. Las palabras no se escriben solo en papel, o en rocas, se escriben en el aire, vuelan con el viento, traspasan fronteras, y conquistan el tiempo, más allá de todo idioma y época.

 Sólo espero que mis palabras sean eso...aire fresco, agua pura, consuelo, pensamiento, reflexión y vida.