lunes, 9 de octubre de 2017

Dolor.


Hoy puedo confesar que me dolió. Que quise romper todo, desatar mi furia, volverme loca, gritar con todas las fuerzas de mi alma. Hoy puedo decir que pensé en todas las posibles venganzas, para que puedas sentir sólo un poco de todo ese dolor que yo sentí.

Que todos veían un cubo de hielo, incluso vos mismo, pero por dentro me quemaban las tripas, el corazón, el infierno mismo desatado por todo mi ser, esperando encontrar una salida y cobrarse una a una cada lágrima.

Hoy puedo asumir que sentí que me moría con cada respiración en la que no sentía tu aroma, con cada paso que se alejaban de mi tus caricias, con cada segundo que me perdía de perderme en tu mirada.

Hoy lo puedo decir, que te odié con la misma intensidad con la que te amé, que de tanto amarte me convertí en un monstruo, lleno de furia alimentada por tu ausencia.

Pocos supieron que por dentro me moría, como si me clavaran mil puñaladas con cada respiración, como si el deseo me hubiera congelado las articulaciones. Me dolía abrir los ojos y no verte, me mataba despertar y no escucharte, moría por extender la mano y no poder tocarte.

Pero hoy puedo decirlo. Dominé a las fieras que me empujaban a dañarte, calmé a los demonios que me susurraban en el oído que tenía las herramientas para hundirte en el abismo más profundo, acallé al monstruo que buscaba hacerte sentir, uno a uno, mis dolores. Les gané, te gané, me gané.

Fue un trabajo cada mañana despertar y salir de las sombras en las que yo misma me había escondido, fue lamer mis heridas, fue sacarles la infección que me enfermaba el alma. Fue mirarme a los ojos y darme cuenta de que había perdido a la mujer que había sido y a la que había reemplazado ese monstruo triste y amargado.

Y quise salir, necesité respirar aire puro, porque me rodeaba un olor putrefacto a tu olvido, y quise que el sol me iluminara y que la tierra me devolviera a mí misma, a la que construí de a poco, con esfuerzo, a la que convencí, allá lejos y hace tiempo, que merece ser feliz.
Hoy, que no me importa nada, te lo puedo decir.

jueves, 5 de octubre de 2017

Ellos se miran.

Ellos se miran. Nunca se han dado un beso, apenas un roce entre sus dedos, discretamente, para que nadie adivine el fuego que los quema por dentro.

Ellos se miran y el universo se detiene solo para brindarles unos instantes de intimidad. Para que puedan vibrar en una especie de burbuja única, en donde no los lastime nada ni nadie.

Ellos se miran. El día termina y el paréntesis que pudieron abrir para compartirse comienza a cerrarse, deben volver a su realidad. ¡Y se sienten tan libres y plenos! ¿Por qué tuvieron que conocerse en esas circunstancias? ¿Por qué tuvieron que tomar esas decisiones tan dolorosas que tambien fueron por amor?

Ellos se miran. Y de repente se abrazan, como si quisieran fundirse en un solo ser, como si no quisieran abandonar ese pequeño paraíso en donde nadie los juzga, nadie murmura, en el que no tienen que cuidarse de lo que digan, porque nadie los conoce.

Ellos se miran y querrían poder escapar, fugarse a esa isla de paz en la que no tienen que dar explicaciones, ni pedir permisos para reír, para amar, para correr, para cantar.

Ellos se miran. Y en sus ojos pueden verse todas las palabras que no pueden decirse. Y en sus miradas pueden leerse todos los sentimientos que no se atreven a confesarse. Y cuando alejan sus dedos para dejar de rozarse, se rompe el conjuro y vuelven a ser dos personas que tienen que ignorarse, que deben evitarse y que jamás podrán amarse libremente.

Ellos se miran sin saber si habrá otra oportunidad de huir, de quitarse las armaduras, de sonreír y pensar que quizás si tengan una oportunidad, que quizás el destino les hizo una broma para comprobar si realmente estaban dispuestos a sacrificarse, que quizás el amor, más allá de todo, siempre es más fuerte.