domingo, 26 de junio de 2022

La fantasma.


 La fantasma.


Ella me mató. Mi mejor amiga. Con la que compartimos nuestra niñez. Ella, la que lo tenía todo. La que, siempre, disfrutaba en hacerme notar que yo no.


Pero no me daba cuenta de eso. La quería y, sus defectos, me divertían. A mí no me importaba la diferencia de clases sociales. Amaba tanto ir a su casa grande, bella, espaciosa, con muchos empleados que se encargaban de todo, como cuando ella venía a mi casa, humilde, con un solo cuarto que compartíamos con mis hermanas, en dónde todos colaborábamos en los quehaceres. Adoraba su enorme jardín lleno de rosas cuidadas tanto como ir a la laguna cercana, en dónde las plantas crecían a su antojo.


A medida que fuimos creciendo, ella se ocupaba de mantenerme siempre detrás, como si fuera su sombra. Yo no me daba cuenta de que si un chico me invitaba a bailar primero, su mirada me fulminaba llena de odio. Era solo un instante, porque luego se disfrazaba con una sonrisa enorme, me felicitaba por "el levante" y me llevaba a otro lado, lejos del galán de turno, al que luego veía en sus brazos.


"¿No te das cuenta de que son todos iguales? ¡Te hice un favor sacándote a ese aprovechado del medio!", eran las respuestas que me daba cuando,  al volver por la noche a nuestras casas, notaba mi cara de enojo o tristeza. Y yo, le creía. Creía que todo lo que hacía era para protegerme. Porque ella tenía "más mundo", porque había comenzado a vivir en la gran ciudad y yo continuaba aquí, en el tranquilo sitio que nos vio nacer.


Enfermé. De gravedad. Y tuvieron que trasladarme a esa enorme metrópoli en dónde todo se concentraba. Salud, educación, cultura, vida. La gente caminaba por las calles sin verse, sin saludarse, sin conocerse. Eran cientos, miles, corriendo hacia ninguna parte, pero el torbellino de esa ciudad los atravesaba hasta en sus más mínimas rutinas.


El cáncer me carcomía. Tenía una sola oportunidad de sobrevida y me aferraba con todas mis fuerzas a ella. La operación era larga y riesgosa. El tratamiento posterior, también. Tenía que volver a aprender a caminar, y a vivir. Todo el foco de atención estuvo sobre mi durante meses. Me tenían que dar de comer, limpiarme, ayudarme a hacer cada cosa. 


En ese momento, en el que más la necesité, ella se alejó. Cuando nadie nos escuchaba, me decía que no fuera tan manipuladora, que seguramente me estaba aprovechando de la situación, para no hacer nada y que todo el mundo estuviera pendiente de mí. Me dolieron más sus palabras que mi propia enfermedad. Intenté comenzar a hacer cosas, pese a que mis médicos me lo habían prohibido, solo para demostrarle que no era así, que yo solo quería estar bien, volver a mi vida, a mi casa, a mi gente.


Había comenzado a estudiar, para ocupar todo ese tiempo ocioso que estaba en la cama. Para ella, era perder mi tiempo, que nunca iba a llegar a nada, que con mi enfermedad quizás no culminara la carrera, que le estaba quitando el lugar a alguien que tuviera más condiciones que yo...que mejor viera tele. No comprendía por qué me trataba así. Por qué no me alentaba a crecer, a mejorar. No entendía por qué no me ayudaba a tener fé.


Poco a poco fui mejorando, comencé a dar mis primeros pasos, después salía con la ayuda de un andador. Mi vida volvía, poco a poco,  a la normalidad. Sin embargo, ella cada vez parecía odiarme más. Como si mis logros fueran casi un insulto para ella. 


Hasta que un día se descompuso. Me asusté, pero no podía hacer mucho más que esperar a qué decían los médicos. Cuando volvió, me acusó de haber intentado matarla. El mundo me daba vueltas, no entendía nada. Todas las miradas me señalaban como si fuera una desagradecida con ellos, que habían hecho tanto por mi.


Me fui. No sé cómo, puse mis pocas pertenencias en una maleta y salí lo más rápido que pude, en medio de gritos e insultos. Quería defenderme, pero no sabía cómo, más allá de decir que yo no había hecho nada. ¿Cómo podría haber querido asesinar a la que consideraba mi hermana?


Supe que nunca estuvo enferma. Supe que inventó todo eso porque no soportaba que yo fuera el centro de atención. Supe que me había odiado desde que alguien puso sus ojos en mí antes que en ella. Y, supe, que a todos les dice que me morí como resultado de mis maldades. 


Hoy soy su fantasma, porque sigue contando la historia de nuestra amistad, en dónde ella es la víctima, asegurando que el karma se ocupó de mí. 


Hoy estoy más viva que nunca, hoy puedo decir que logré superar mis miedos y mi condición. Hoy, que soy su fantasma, puedo decir que dejé de ser su sombra.


Imágen tomada de la web

© Cristina Vañecek-Escritora Derechos Reservados 2022.

jueves, 16 de junio de 2022

Ojos verdes


 Ojos verdes.


Deambulando por las calles entrecerrando los ojos, ella disfruta la tarde de verano. Camina por primera vez los mismos lugares que él alguna vez recorrió. Busca su huella, sigue su rastro, comparte el cielo que, seguramente, lo inspiró.


Ella juega con el aire, que le trae su aroma, que la envuelve con su perfume, que le hace sentir que le toma la mano y la guía por esas tierras nuevas, tan viejas.


Y busca olivares, albahacas y limas, verdes como sus ojos verdes, que la hipnotizaron una noche de verano. Tan verano como éste, en el que pisó por primera vez la tierra que lo vio nacer.


Extranjera en un nuevo mundo, se maravilla a casa paso, soñando que él la lleva a recorrer Granada, mientras se pierde entre las alas de aquella paloma que jamás voló.


Muchachita inquieta, ocurrente, que lo debe hacer reír allí, dónde él esté, mientras vuela,  como si fuera un ángel, a su lado, en su sombra, y se recuesta junto a ella para velar su sueño.


Ojos verdes, como el trigo verde, cómo la albahaca, cómo la esperanza de encontrarlo, a la vuelta de la esquina, con su sonrisa de niño eterno, con su mano extendida, con su gesto seductor hacia una bella desconocida, a la que quiere proteger.


Dedicado a María. 


Imágen tomada de la web

© Cristina Vañecek-Escritora Derechos Reservados 2022