Algunas
situaciones forman parte casi obligada de nuestras vidas. Son aquéllas en las que
no podemos evitar bajo ningún pretexto asistir y debemos cumplir con el
compromiso de la forma en que sea. Los nacimientos, los casamientos y los
velatorios son esas situaciones que busco evitar de cualquier forma posible y
sólo voy cuando existen razones poderosas, sobre todo internas mías, para ir.
El
primer velatorio al que asistí fue al de don José Valenti, precursor en la
cuadra en donde mis padres se instalaron y albañil casi forzado de varias
propiedades, ya que era el único en la zona cercana. Era un hombre ya
mayor, recuerdo que era de contextura
pequeña, italiano y, creo, alegre. Mamá me llevó a una casa que no era la suya
y ahí lo estaban velando. Recuerdo las paredes pintadas de verde, con las lamparitas
iluminando la habitación que se había destinado la capilla ardiente, el cajón
en el medio y unas sillas alrededor.
Doña
María, su esposa, estaba sentada en una de ellas, llorando ruidosamente.
Siempre me impresionó cuán blanco era su pelo y sus ojos transparentes. Hablaba
en cocoliche, y no sé por qué razón yo casi que le entendía lo que decía,
siempre tenía cara de enojada, pero recuerdo que tenía alguna sonrisa y sus
ojos impresionantemente celestes se perdían entre las arrugas. Tenía unos tres o cuatro años, pero si cierro
los ojos, recuerdo exactamente todo como si lo estuviera viendo en este
momento.
Y
confieso que no me había causado una gran impresión la muerte del hombre porque
sabía que los animales del campo de otro vecino se morían (de hecho, había
estado alimentado a mamadera a unas corderitas mellizas, propiedad de este
vecino, cuya madre falleció en el parto). Tampoco comprendía el alcance de mis
preguntas a mamá, cuyas respuestas conducían a más preguntas casi sin
respuestas, por ejemplo...
Yo: ¿por
qué todos lloran?
Mamá:
porque don José murió.
Yo: pero
me dijiste que cuando alguien muere, se va con Dios.
Mamá:
si, la gente cuando muere, se va al cielo con Dios.
Yo: y si
se van al cielo, con Dios, eso es bueno, están bien, ¿por qué están tristes y
lloran?
Mamá:
porque no lo van a ver más.
Yo: pero
él va a estar bien, ¡Va a estar con Dios! ¿Por qué lloran? Tendrían que estar
contentos!
Mamá:…
Esa era
la parte en que me compraba un chupetín o me dejaba tocar al perro o gato
familiar que aparecía de repente y conseguía distraerme de esas preguntas que
la ponían nerviosa. (Y aquí es cuando me doy cuenta de que mamá no se acuerda
de estas preguntas cuando dice que yo no tuve la famosa “edad de los por qué”,
que suele ser a eso de los seis o siete años y, se ve, que a mí me surgió mucho
antes!).
La muerte
se me hacía algo natural, quizás porque veía que los animales morían o eran
sacrificados. Carlos, otro vecino, tenía corrales y cada tanto carneaba una
vaca, regalándonos parte de la faena y de la cual todos disfrutábamos en algún
asado. Lo mismo con los pollos, los cerdos, los corderos y otros animalitos que
daban vueltas por el lugar. Perros y caballos
morían de vejez, porque los atropellaba un vehículo o porque alguien los
sacrificaba debido a alguna enfermedad. Quizas por eso me costaba mucho
demostrar dolor o tristeza, más con la explicación religiosa que mamá le daba a
la muerte, en donde si Dios era bueno y maravilloso, irse con él debería ser
algo genial. Seguía sin entender por qué todos lloraban.
El
segundo velatorio al que asistí fue a los ocho años y fue al de mi propio
abuelo Enrique, momento gracias al cual descubrí que también se llamaba Elías y
no sé por qué, me gustaba mucho más ese nombre que el que usaba normalmente.
Recuerdo que mi tía Chicha apareció una tarde en casa. Había venido en un tráiler
blanco, propiedad de un vecino y me preguntó muy seria si estaba mi mamá. Le
dije que sí, que estaba adentro y ella ingresó a casa, le dijo a mamá que tenía
que hablar con ella a solas. Al cabo de varios minutos, salieron las dos, se
despidieron y mi tía Chicha se fue.
Mamá
estaba muy triste y no sabía cómo decirme algo que, no me pregunten por qué, yo
ya sabía. Creo que había visto en alguna película que cuando un familiar adulto
llegaba de improviso a una casa y pedía hablar con otro adulto, haciendo quedar
a los niños afuera, era porque alguien había muerto y pensaban que así evitaban
el dolor a los niños. Y mientras escribo me pregunto cómo negarles la
posibilidad de la muerte a chicos criados bajo el concepto de que un hombre fue
torturado y crucificado para salvar al mundo, con la consiguiente resurrección
y subida a los cielos ¿para estar con quién? ¡Sí! ¡Con Dios! (si pudiera, a
este pasaje le pondría fanfarrias y coros celestiales cantando el “Aleluya”).
De modo
que fui al primer funeral completo, con
ida al cementerio incluida, y faltazo al
primer día de clases, ya que a mi abuelo se le ocurrió morirse justo el domingo
anterior. Recuerdo que iba y venía por la sala velatoria, bajo la mirada de
reproche de mi tía Porota que pensaba que una niña debía estar triste y
llorando y no correteando por todos lados. El problema fue cuando me acercaron
al cajón y me propusieron “darle un besito” al muerto. Lo hice, pero tuve la
sensación de que las manos que se cruzaban sobre el pecho del viejo se elevaban
y descendían. Sabía por las pelis que los muertos no respiran y, ante la duda,
llamé a mi mamá y le pedí el espejito que sabía siempre llevaba en la cartera.
Mamá:
¿para qué?
Yo: para
ponérselo en la nariz al abuelo.
Mamá:
(con expresión de no entender nada) ¿Para qué?
Yo:
mirá, los muertos no respiran y el abuelo está respirando, si le ponemos un
espejo, vemos si lo deja empañado y les avisamos a todos que no está muerto.
No
recuerdo qué hizo mi mamá para convencerme de que no íbamos a hacer eso. Pero
sé que no me dejó hacerlo. Si recuerdo que le dije a alguien más que el abuelo
respiraba y ahora entiendo esas miradas de “pobrecita, no lo acepta” de varios
familiares.
Tras el
entierro, que me pareció un paseo más, fuimos a lo de mi abuela. Siempre me
llamó la atención como la gente se consuela tras los funerales con terribles
comilonas. En la casa de mis abuelos
había comida y por demás. Allí conocí a varios tíos, entre ellos a mi padrino,
mi tío Luis, que por lo visto cayó como padrino de casualidad porque luego de
esa ocasión, tampoco volví a verlo.
El
tercer velatorio fue el de mi otro abuelo, Mateo. Ya tenía 12 años. Convengamos
que a Mateo lo había visto una sola vez en mi vida (y en la suya) y la
concurrencia era más una cuestión de honor familiar que otra cosa. Allí también
conocí a varios tíos que no sabía que existían, y sobre todo en la cocina
participé del show del chiste que mis tíos Juan y Francisco se ocuparon de
brindar…para enojo de mis tías que miraban feo desde la otra sala, en donde
estaban reunidas.
La
situación de “dale un besito” al muerto se repitió. Y confieso que con las
historias que siempre me contaron de don Mateo, aún muerto imponía su
presencia. A los 77 años tenía casi todo el cabello negro y por alguna razón
tuve la misma impresión que con mi otro abuelo, que sus pechos se levantaban y
bajaban rítmicamente y parecía ser la única que lo notaba. Me negué al “besito”,
para enojo de mamá y de mi tía Francisca. Pero la razón era bien clara. Tenía
la idea de que si lo hacía, podía llegar a despertarlo y se levantaría furioso
y saldría dando latigazos a diestra y siniestra. Mejor dejarlo como estaba, no?
Cuarto
velatorio, 13 años, creo que fue la primera vez que lloré. Fue el de mi tío
Quico, quien me abrió las puertas al mundo de los libros y realmente lo sentí.
Se había golpeado la cabeza haciendo un trabajo en su casa y no despertó más.
Mi tía Lala estaba destruía y me parece que ahí comprendí la tristeza de perder
a un compañero. O, quizás, yo ya comprendía qué era tener una ausencia, debido
a que mi padre un par de años antes se había ido de casa. Quizás porque ellos.
Quico y Lala, fueron dos puntales importantes en esos momentos y, en lo
personal, me había aferrado mucho a esos afectos reales que quedaron. Si
recuerdo que me prometí no llorar frente a nadie, sobre todo frente a mamá,
porque ella estaba muy triste y yo quería que sintiera que podía apoyarse en
mí. Por la noche, cuando nadie me podía escuchar, mi almohada supo de la enorme
tristeza que la partida de Quico me produjo. También tomo consciencia de que
desde esa vez, no volví a llorar frente a otra persona, incluyendo a mamá,
salvo honrosas excepciones.
La vida,
o la poca familia que me quedó, me hizo sortear esas situaciones por muchos
años, hasta que una noche, más o menos a mis 43, nos avisaron de la muerte de
Raúl, un ex compañero de trabajo de mamá, cuya esposa Nelly, también ex
compañera de trabajo de mamá, había fallecido un año antes. Tal vez porque
Nelly tenía muchos problemas de salud y su muerte era algo casi un hecho, no me
impresionó mucho, pero la de Raúl sí.
Raúl
había muerto de un infarto y nadie se había enterado hasta que una nieta
adoptiva, que vivía en Bariloche, comenzó a preocuparse porque no respondía los
llamados telefónicos. Se comunicó con sus tías, y los esposos de estas
rompieron la puerta de ingreso para comprobar que el hombre ya tenía un par de
días muerto. Lo velaron a cajón cerrado y fuimos casi a medianoche a la sala
funeraria, porque iban a llevarlo al cementerio muy temprano. Recuerdo que
entramos al lugar y la capilla ardiente era la última de un largo pasillo. Nos
explicaron que no estaba en condiciones
de ser velado a cajón abierto y yo venía bien hasta que se me ocurrió
ingresar a la famosa capilla ardiente. Sin ninguna vergüenza salí corriendo
haciendo arcadas hasta el baño, que tenía un apestoso olor a desodorante de
pisos, pero mucho más tolerable que el olor que salía del cajón.
Recuerdo
que respiré varias veces para ventilar mis pulmones y parecía que salir de ese
baño era algo así como enfrentarme a una jauría de dragones incendiarios,
porque la sola idea de volver a ese corredor me volvía a descomponer. Pensaba
que era una vergüenza para mi mamá el espectáculo que estaba dando, más cuando
alguien golpeó la puerta del baño y me preguntó si estaba bien. Respondí que
sí, que ya estaba por salir y creo que demoré unos quince minutos más, hasta
que aspiré todo el aire que pude, para llenarlos del perfume que inundaba el baño
y tomé coraje para salir al pasillo largo en donde estaban todos reunidos.
Intenté
acompañar a mi madre junto a las sobrinas de Raúl, pero como respirar es algo
imposible de evitar, debía soltar el aire acumulado en mis pulmones y aspirar el
aroma que me provocó otra arcada impresionante y no me quedó otra más que salir
corriendo hasta la vereda, en donde tuve que quedarme un buen rato
hiperventilando, porque sentía que ese olor se me había impregnado hasta en la
ropa. Mi hermano se me acercó para preguntarme qué me pasaba…un poco burlándose
de mi débil estómago o mi sensible olfato y le dije que le dijera a mi madre
que se quedaran todo el tiempo que quisieran, que yo los iba a esperar en al
auto, así, sin despedirme ni saludar a los deudos ni nada.
Al salir
ellos, les hice bajar las ventanillas del coche (eran casi las dos de la
madrugada, en invierno) y viajamos por toda la avenida Champagnat desde
Libertad hasta mi casa, unas 40 cuadras, con el coche abierto, para que se
ventilara del olor que mi madre y mi hermano traían impregnados en sus ropas,
mientras se quejaban de que yo era una exagerada y que ellos tenían frío. Les
plantee que no era un buen lugar ni una buena hora para que la única conductora
con registro habilitante del vehículo se detuviera a vomitar y así fue como
llegamos a mi casa.
Y hoy
fui a otro velatorio. Al de alguien con quien
tuve algunas discrepancias, pero siempre respeté. Una persona a la que
prefiero recordar como era en vida, alegre, vivaz, siempre con un chiste a mano,
inquieto. Supongo que fue un tipo feliz, porque creo que lo era y logró ganarse
el cariño de muchas personas. Y ojalá que ahora descanse y ya no sufra, porque
peleó con una enfermedad de mierda. Si, esa.
Sigo
creyendo que la muerte forma parte de la vida. Que lloramos porque no vamos a
tener la voz, el contacto, la mirada de quien nos acompañó en vida. O que tal
vez aún no estamos preparados para vivir sin sus consejos y guía. Pero también
creo que eso que queda en el cajón ya no es la persona que conocimos. No sé si
hay algo más allá, si hay un paraíso, o sólo un limbo en donde esperamos que el
espíritu encuentre otro envase para volver a este plano y seguir aprendiendo.
Sólo sé que si seguimos viviendo en el corazón de quienes nos amaron y en el
recuerdo de esos ojos que nos dicen que sigamos adelante, que todo va a estar
bien y que ellos, desde algún lugar, van a estar cuidándonos, o que, en algún
momento, nos los volveremos a cruzar, con otro envase.
Que en
paz descansen todos.