martes, 12 de diciembre de 2017

Sorpresa.



Humberto bajo del ómnibus aún sin saber muy bien qué estaba haciendo. Había seguido un impulso, un deseo, una idea loca que lo hizo saltar como un resorte y salir hasta la terminal, comprar el boleto y subirse al micro sin analizar mucho los pro y los contra. Sabía que, si se ponía a pensar, nunca volvería a tener el coraje de conocerla.


Lila había llegado a su vida de una forma impensada. Ya había olvidado cuánto hacía que su ultima relación sentimental terminó y se había conformado con ser el "tío Huber" de los hijos de su hermano y de los niños de los pocos amigos íntimos que tenía. Podía realizar su trabajo desde su casa, sin necesidad de salir a la calle, y había descubierto que el delivery resolvía todos sus problemas. Un llamado telefónico y alguien se encargaba de sus impuestos, de llevar la ropa al lavadero, de traerle comida. Se había resignado a su claustrofobia y no le temía a la soledad.


Lila apareció de repente, respondiendo sus comentarios en las redes sociales de un amigo común.  Su sonrisa, la de la foto de  perfil, lo había hipnotizado. De pronto se vio contestando un mensaje privado, sorprendido por la frescura de ella,  que parecía siempre reír.  Y sin darse cuenta, pronto fueron amigos también, contándose mutuamente sus miedos, sus dudas, sus sueños.


Caminó hacia un pequeño puesto de flores que había en la terminal de esa ciudad que apenas conocía y compró el ramo más bonito y colorido que encontró.  Lila era así, bonita,  joven, una inspiración que llegaba cuando el creía que el amor era sólo una palabra más en los libros de poemas.


Buscó en su bolsillo un papel, se orientó con el GPS de su teléfono celular, y decidió caminar hasta allí, un poco para relajar sus nervios, otro poco para estirarse de tantas horas sentado en el colectivo y otro tanto para pensar muy bien qué le iba a decir.


Mientras caminaba, Humberto imaginaba el aroma de Lila, el brillo de su piel, el sonido de su risa. ¡Tantos meses escribiéndose y viéndose sólo por fotos, sin escucharse la voz, sólo leyéndose e imaginando ambos cómo sería ese momento en que sus ojos se cruzaran por primera vez!


El GPS indicaba que le faltaban pocas cuadras para llegar a su destino y él sentía que las rodillas le temblaban. ¿Qué estaba haciendo? ¿Y si ella no estaba en su casa? Humberto le había dicho que estaría desconectado porque debía realizar un viaje urgente, sin darle muchas explicaciones y Lila no sabía que él muy pronto estaría golpeando a su puerta.  Quería darle una sorpresa y no romper el hechizo que los unía.


Imaginaba a Lila alta, esbelta, con su cabello rubio oscuro flotando a su alrededor por culpa de la brisa, con su boca sonriente, e imaginaba que su voz era la más dulce de todas. No importaba la diferencia de edad, Lila lo amaba, y valoraba la timidez que él le demostraba, el tacto casi de cirujano con el que iba llevando los distintos temas de conversación,  su exquisita delicadeza para contarle sus deseos secretos y con los que quizás otra mujer habría estallado de risa. Eran dos almas gemelas, nacidas en tiempos diferentes. Pero estaba decidido a enfrentar a todos los que cuestionaran que Lila era muy joven para estar con un hombre como él, que casi podría ser su padre.


Se detuvo frente a un patio pequeño, que tenía un coqueto portoncito blanco, con un pasillo de mosaicos grises rodeado por dos parquecitos muy cuidados, que tenían unos arbustos de rosas. Tenía las manos transpiradas de los nervios, pero traspasó ese portoncito, caminó los pasos que lo separaban de la puerta marrón y golpeó varias veces.


Cuando se abrió el único escollo que los separaba, la vio. No podía ser más hermosa, su luz era mayor a la que él imaginaba, su sonrisa lo dejó mudo y estuvo a punto de desmayarse al verla ahí parada, tal cual la había imaginado. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para poder mantenerse de pie.


-¿Qué desea?- preguntó ella con su maravillosa voz, tantas veces imaginada.


Se sintió un poco confundido,  Lila le hablaba como si no lo conociera.


-Señor, ¿a quién busca?


Apenas pudo murmurar:


-Lila...


-Ah, espere- ella giró hacia un corredor y exclamó- Abuela, en la puerta hay un hombre que quiere verte!

Imágen tomada de la web

© Cristina Vañecek-Escritora Derechos Reservados 2017

jueves, 30 de noviembre de 2017

A veces.




A veces me invade una profunda tristeza, la sensación de estar sola en medio de tanta gente, tanto ruido. Como si todo fuera a una velocidad en la que yo no encuentro la sintonía y me siento inarmónica con el resto.

A veces me pregunto en donde puedo encontrar todos los defectos que te amé, cada lunar que te interrumpía, aquélla cicatriz que besé tantas veces.

A veces me pregunto si soy yo, que cada vez que te olvido, tu recuerdo se me presenta sin que lo convoque, sin que nadie lo llame, con la justa oportunidad para descubrir qué es lo que no quiero.

A veces mi memoria me juega malas pasadas, y pienso que te olvido y tu olvido desaparece, se transforma, muere como cada día por la noche y revive con cada amanecer.

A veces, como el sol y la luna, siento que estamos jugando a escondernos, a alejarnos, a separanos hasta donde el universo ponga la distancia más infinita y es ahí en donde volvemos a encontrarnos, a mirarnos a los ojos, a saber que sabemos, pero nos mentimos descaradamente nuestra indiferencia.

A veces, el aire me trae el rastro de tu fragancia, de no se dónde, y como un fantasma percibo tu energía, pero a veces, recuerdo que te fuiste, que cortamos el lazo que nos unía y que estás del otro lado de un abismo que ninguno va a cruzar jamás.

martes, 28 de noviembre de 2017

Antes de que me olvide, décimo segunda parte.



Las mujeres solteras que vivimos con nuestras madres tenemos la mala fama de no saber realizar tareas domésticas. La fantasía suele ser que mientras ellas se desviven por cumplir con todos los quehaceres, nosotras nos quedamos sentaditas en una especie de nube cósmica para que no se nos estropee el esmalte de uñas ni se nos arrugue la ropa, mientras vemos la vida pasar.


Y no, las mujeres solteras debemos aprender a hacer todo lo que cualquier ser humano necesita para subsistir y aprender a hacerlo sabiendo que, a futuro, probablemente no contemos con la ayuda de nadie para mantener nuestras casas y a nosotras mismas.

Pero confieso que sí, que tengo mi debilidad, el punto débil, la actividad que prefiero antes que otras, si puedo elegir realizarla, y es cocinar. De pequeña veía a mi madre,  con su metro cincuenta y cinco, multiplicarse y expandirse en ese universo de aromas y elementos mágicos con los que luego nos deleitaría en la comida.

Debo advertir que para mi madre la cocina es algo así como “su reino”, el espacio en donde no quiere ser invadida y, si bien fue enseñándome las distintas preparaciones, siempre fue muy celosa de ese territorio. Pero, poco a poco, fue cediéndome la posta, al  ver que yo estaba más o menos encaminada en lo que quería preparar.


Por cuestiones de salud familiares, tuve que aprender a cocinar sin utilizar sal y, por consiguiente, encontrarle “sabor” a la comida. Y el mundo se me abrió en los aromas de las especias y las hierbas, muchas de ellas existentes en mi propio jardín. Sin ir más lejos, siempre digo que mi cocina perfecta debería tener un espacio importante para una gran estantería llena de frasquitos con todos los condimentos existentes, para poder hacer mi propia “magia”.


Mi problema es que casi no sigo recetas. Abro los estantes y la heladera y busco qué usar y como combinarlos. Mezclo sabores y mi mejor ingrediente es alejarme del mundo escuchando música mientras cocino. Bailotear mientras deambulo entre la mesada y la alacena, al compás de alguna melodía y al ritmo de la cebolla que se va saltando.


Alguna vez leí lo que siempre supe, cocinar es nutrir al otro, alimentarlo, es la mejor forma de dar amor y, reconozco, los días en que usurpo ese territorio materno es porque necesito imperiosamente decirles a los míos que los quiero de una forma diferente.


Cocinar es como una manera de escaparme del mundo, de olvidarme de la tele, las redes, el ruido, los problemas, el mundo y cualquier cosa que exista “allá afuera”. Mi estilo es diferente, porque mientras ella pareciera ser un pulpo con mil brazos y realizar todo al mismo tiempo, yo preparo los ingredientes, los corto, los acomodo en platitos y fuentes, para luego cocinar tranquila y relajada, sin otra preocupación que ver como se amalgaman los distintos elementos para una comida diferente.



En lo personal, cocinar es dar amor, es el acto más íntimo y supremo que podemos realizar para  expresarle al otro que lo cuidamos, que lo nutrimos y, además, una de las formas más sublimes de placer.

lunes, 9 de octubre de 2017

Dolor.


Hoy puedo confesar que me dolió. Que quise romper todo, desatar mi furia, volverme loca, gritar con todas las fuerzas de mi alma. Hoy puedo decir que pensé en todas las posibles venganzas, para que puedas sentir sólo un poco de todo ese dolor que yo sentí.

Que todos veían un cubo de hielo, incluso vos mismo, pero por dentro me quemaban las tripas, el corazón, el infierno mismo desatado por todo mi ser, esperando encontrar una salida y cobrarse una a una cada lágrima.

Hoy puedo asumir que sentí que me moría con cada respiración en la que no sentía tu aroma, con cada paso que se alejaban de mi tus caricias, con cada segundo que me perdía de perderme en tu mirada.

Hoy lo puedo decir, que te odié con la misma intensidad con la que te amé, que de tanto amarte me convertí en un monstruo, lleno de furia alimentada por tu ausencia.

Pocos supieron que por dentro me moría, como si me clavaran mil puñaladas con cada respiración, como si el deseo me hubiera congelado las articulaciones. Me dolía abrir los ojos y no verte, me mataba despertar y no escucharte, moría por extender la mano y no poder tocarte.

Pero hoy puedo decirlo. Dominé a las fieras que me empujaban a dañarte, calmé a los demonios que me susurraban en el oído que tenía las herramientas para hundirte en el abismo más profundo, acallé al monstruo que buscaba hacerte sentir, uno a uno, mis dolores. Les gané, te gané, me gané.

Fue un trabajo cada mañana despertar y salir de las sombras en las que yo misma me había escondido, fue lamer mis heridas, fue sacarles la infección que me enfermaba el alma. Fue mirarme a los ojos y darme cuenta de que había perdido a la mujer que había sido y a la que había reemplazado ese monstruo triste y amargado.

Y quise salir, necesité respirar aire puro, porque me rodeaba un olor putrefacto a tu olvido, y quise que el sol me iluminara y que la tierra me devolviera a mí misma, a la que construí de a poco, con esfuerzo, a la que convencí, allá lejos y hace tiempo, que merece ser feliz.
Hoy, que no me importa nada, te lo puedo decir.

jueves, 5 de octubre de 2017

Ellos se miran.

Ellos se miran. Nunca se han dado un beso, apenas un roce entre sus dedos, discretamente, para que nadie adivine el fuego que los quema por dentro.

Ellos se miran y el universo se detiene solo para brindarles unos instantes de intimidad. Para que puedan vibrar en una especie de burbuja única, en donde no los lastime nada ni nadie.

Ellos se miran. El día termina y el paréntesis que pudieron abrir para compartirse comienza a cerrarse, deben volver a su realidad. ¡Y se sienten tan libres y plenos! ¿Por qué tuvieron que conocerse en esas circunstancias? ¿Por qué tuvieron que tomar esas decisiones tan dolorosas que tambien fueron por amor?

Ellos se miran. Y de repente se abrazan, como si quisieran fundirse en un solo ser, como si no quisieran abandonar ese pequeño paraíso en donde nadie los juzga, nadie murmura, en el que no tienen que cuidarse de lo que digan, porque nadie los conoce.

Ellos se miran y querrían poder escapar, fugarse a esa isla de paz en la que no tienen que dar explicaciones, ni pedir permisos para reír, para amar, para correr, para cantar.

Ellos se miran. Y en sus ojos pueden verse todas las palabras que no pueden decirse. Y en sus miradas pueden leerse todos los sentimientos que no se atreven a confesarse. Y cuando alejan sus dedos para dejar de rozarse, se rompe el conjuro y vuelven a ser dos personas que tienen que ignorarse, que deben evitarse y que jamás podrán amarse libremente.

Ellos se miran sin saber si habrá otra oportunidad de huir, de quitarse las armaduras, de sonreír y pensar que quizás si tengan una oportunidad, que quizás el destino les hizo una broma para comprobar si realmente estaban dispuestos a sacrificarse, que quizás el amor, más allá de todo, siempre es más fuerte.

viernes, 29 de septiembre de 2017

Antes de que me olvide, undécima parte.


Amores perros.

Me pasó con Frenesí. Era la primera vez que no quería tener un perro, porque en ese momento sentía que se había derrumbado. Había cortado definitivamente con el primer hombre al que había amado profundamente y m madre había caído en un pozo depresivo a causa de una enfermedad que le impedía trabajar.

Era la primera vez que la veía abatida, durmiendo todo el tiempo, triste. Sentía que le habían cortado los brazos y las piernas. La perra de una familia amiga había tenido cría y, en una visita que les habíamos hecho, mamá dijo "quiero a la marroncita". Nunca supe bien como hizo para verla, puesto que ese día estaban adentro de la cucha, Maggie, la madre de los cachorros, no dejaba que nos acerquemos mucho y los bebés debían tenes el tamaño de una laucha .

Por esos días mamá apenas caminaba, se le habi an hinchado tanto las piernas, que para hacer esas cinco cuadras nos tomamos un remisse. Le dije que sí, como a los locos, mientras la ayudaba a subirse a coche de Rosana, una de las dueñas de la casa , que se había ofrecido a llevarnos de vuelta. Ya adentro del vehículo repitió y agregó "quiero a la marroncita y se va a llamar Frenesí". Volví a decirle que sí, como a los locos, y no mencioné más el tema de la perra. Su salud estaba mal y no podía pensar en tener mascotas, menos una bebé .

Pasaron unos días y me mandó a la casa de Lucía y Rosana a saludarla y llevarles un ramo con las últimas flores que abril nos regalaba. Lucía me preguntó si quería a la perra, porque nos estaban esperando que nosotras eligiéramos al primer cachorro para dar al resto en adopción .

Estuve a punto de decirles que no, que mamá no estaba en condiciones de tener y atender a la cachorrita. Dudé y les pedí el teléfono. Llamé a casa y le pregunté a mamá si la quería . Me dijo que sí, que le llevara a la marroncita y que le íbamos a poner Frenesí .

Salimos al patio, fuimos al lugar en donde estaban los cachorros y Rosana trajo una bandeja con comida porque se habían desbandado por todo el parque. Había tres perritas que tenían marrón en el pelaje. ¿Cuál era la que mamá había visto? Una manchadita y las otras dos más uniformes. Tomé a dos y las miraba pensando en cual sería . La tercera se había subido sobre la bandeja y, cual pac-man , devoraba ansiosa lo que quedaba de comida, lamiendo la loza como si buscara un tesoro con su lengua diminuta.

No se por qué , pero solté a las que tenía en las manos y decidí que esa era la "marroncita". Me la llevé pensando en como haría para cuidarla y si Barbie, mi otra perra, la aceptaría . Frenesí fue la mejor decisión que tomé en mi vida, mamá salió de su depresión y yo de mi enorme tristeza. Las travesuras de "la gorda" son una anécdota aparte. Sus siete años de vida nos marcaron para siempre.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

La viuda.



   En el salón principal del Congreso velaban los restos de quien había gobernado el país por muchos años. Un sinnúmero de personas se agolpaban para pasar delante del ataúd para presentar sus respetos algunos, para mirar con rabia otros, para corroborar por sus propios ojos que el deceso fuera real muchos, para tener algo que contar a sus hijos o nietos varios y para pasar delante de las cámaras y que los vean todos sus conocidos la gran mayoría.

   Si bien era una persona de cierta edad, que había tenido problemas de salud durante su mandato que había podido sortear, el repentino anuncio de su muerte despertó cientos de sospechas. Había ocurrido lo mismo con su marido, cuyo cuerpo fue velado a cajón cerrado, se dijo que por pedido en vida por él mismo, pero jamás faltaron los suspicaces que no creyeron que allí adentro hubiera un cuerpo.

   Realizaban medidas con las fotos aéreas, sacaban conclusiones sobre si realmente estaba muerto y, si había muerto, muchos no creyeron que había sido por causas naturales. Mil leyendas se generaron a raíz de esa decisión: si su esposa lo había asesinado durante una discusión, si fue su hijo al defenderla, si fue uno de sus socios, si el cajón cerrado obedecía para ocultar un disparo que le había desfigurado el rostro, que si estaba irreconocible. Pocos sabían la verdad y  la última persona que lo había visto con vida ahora estaba en un féretro, llevándose todos los secretos a la tumba.

   En medio de la multitud, dos mujeres se acercaban al enorme salón en donde las cámaras de todos los canales de televisión mostraban al mundo las honras presidenciales. Periodistas de todo el planeta fotografiaban a los familiares, a los amigos, a gobernantes, socios políticos, empresarios, personalidades del espectáculo, la cultura,  la ciencia, que querían estar ahí por las mismas razones que la gente común: para decir que estuvieron, para hablar ante una cámara de televisión y así saciar su sed de protagonismo.

   Las dos mujeres avanzaban lentamente, escuchando murmullos, risas ahogadas, críticas, insultos dichos en voz baja, llantos. Un hombre que había llegado al centro de la escena llevaba una rosa roja en las manos.  Se persignó, dio un beso a la flor y la arrojó hacia el cajón. Si hubiera ensayado ese movimiento jamás le habría salido tan perfecto. Se retiró enjugándose los ojos, mientras buscaba un pañuelo en sus bolsillos y se limpiaba la nariz.
   Poco a poco ambas mujeres se iban aproximando y las voces iban bajando el volumen. A pesar del odio que había generado en muchos de sus compatriotas, un velatorio siempre era un lugar en donde se imponía el respeto, aunque más no fuera haciendo algo de silencio. Los pasos resonaban en la cúpula del salón a medida que se acercaban.

   Una de las mujeres iba apoyada del brazo de la otra, estaba vestida toda de negro, incluso llevaba un velo que le ocultaba el rostro. Un hombre que caminaba cerca de ellas le preguntó si sentía mucho dolor por la muerte de la gobernante como para ir vestida de esa manera. Ella movió la cabeza en señal afirmativa y siguió caminando girando el rostro hacia su compañera. El hombre sintió una enorme congoja ante el dolor de aquella desconocida, a la que, tal vez, las decisiones tomadas durante los años de gobierno habían ayudado a vivir. Se quedó detrás de ellas, emocionado y eligió el silencio, el mismo silencio que la gran mayoría estaba haciendo al acercarse al cuerpo.

   Pese a todas las opiniones en contrario, se había decidido darle los honores que le correspondían por el cargo que había ocupado, ya que la justicia aún no había decidido nada sobre las causas que se le habían iniciado por diversos hechos dudosos y a pesar de miles de testimonios y pruebas que nunca llevaban a algo concluyente. Los vericuetos legales hicieron que, pocos meses antes de dar el veredicto, el destino tomara una decisión terminante. La muerte fue el juez más imparcial y esa misma muerte nos vuelve a todos más buenos de lo que fuimos.

   Los guardias hacían entrar a grupos de a 10 personas al salón principal, para que los visitantes se detuvieran un par de minutos ante el féretro y luego siguieran el camino hacia otra salida. Habían hecho pasar a quienes iban delante de ellas, de modo que, seguramente, podrían llegar al ataúd en el próximo grupo. La mujer de negro se sentía ansiosa, sostenía fuertemente la mano de su acompañante, se apoyaba en ella, caminando con dificultad.

   Nadie sabía que no se conocían, que la mujer de negro estaba parada afuera, sola, tratando de meterse en medio de la marea humana que se agolpaba frente a las puertas del palacio legislativo. Que de repente esa otra mujer se le acercó, le ofreció ayuda para ingresar y que la de negro le dijo que sí, que por favor, que no se sentía con fuerzas para enfrentar a tanta gente, que temía caerse y que la golpearan. Charlaron poco, pero la mujer se compadeció de esa pobre señora, vestida de negro, tan frágil, cuyo temblor le trasmitía su mano sudorosa. Le propuso quitarle el velo, pero se negó férreamente, dijo que estaba acostumbrada a llevarlo, que no le molestaba. Le pasó una mano cariñosamente por la espalda y adivinó una sonrisa suave detrás de la gasa.

   Los del grupo anterior se estaban retirando. Uno de los guardias se aproximó y levantó el cordón que oficiaba de valla para que el acceso fuera ordenado y prolijo. Además de un velatorio, era un espectáculo hábilmente montado que se le ofrecía a los más de seis mil millones de habitantes de la Tierra. El oficial le extendió la mano para ayudarla a caminar, pese a que aún se sostenía de la otra mujer, iba a quedar muy bien visto la gentileza ante una señora mayor. La de negro soltó a su acompañante y se afirmó sobre el brazo que le ofrecía el guardia. Caminaron juntos hasta el centro del salón. Allí estaba, cubierta por una tela blanca, rodeada de flores, sus hijos a los costados; él con los ojos hinchados, ella con grandes anteojos oscuros;  algunos de los que habían sido los asistentes tenían cara de cansados o de estar hartos de montar ese circo…pero debían cumplir con el partido y con la “jefa” por última vez.

   Vio el rostro de la mujer que estaba dentro del féretro, si, claramente era ella, la que había mandado sobre una nación entera tantos años, la que no había escuchado a nadie más que a su propia ambición o egolatría. Nadie podía negarlo, su rostro estaba siendo visto por millones de personas que jamás podrían poner en duda su muerte, tal como habían hecho con él, con su esposo.

   El guardia tironeo del brazo de la mujer,  que salió de su ensimismamiento. Caminaron juntos hasta el otro lado del salón, mientras miraba por última vez ese salón, a las personas que rodeaban el cajón y esperó que la otra mujer la alcanzara. Salieron juntas por otra vereda, mientras su acompañante hablaba y hablaba sin que la mujer de negro escuchara ni una sola palabra, aunque hacía gestos con la cabeza afirmando o negando no sabía bien qué. Se despidieron y la mujer intentó darle un beso en la mejilla, sin que la de negro hiciera un solo gesto por quitarse el velo. Decidió frotarle el brazo y saludarla con unas lágrimas en los ojos.

   La vio caminar insegura hacia otra calle, pensando en que debía haberla acompañado a pesar de la negativa de la viuda. Pero giró sobre sus pasos y volvió a la calle por donde había entrado al Congreso, debía regresar a su casa y encontrarse con sus nietos.

      Al llegar a la esquina, la viuda dobló siguiendo la vereda y se aseguró de que la mujer que había encontrado no la siguiera, ni fuera a ayudarla a llegar a su casa. Un auto con los vidrios oscuros estaba estacionado a mitad de cuadra. Caminó despacio hasta el vehículo, un hombre vestido de traje bajó, le abrió la puerta de atrás y la ayudó a subir, cerrando la puerta tras ella. Se subió en el asiento de adelante, arrancó el motor y mirando el espejo retrovisor pudo observar el rostro de la mujer que había gobernado el país tantos años, que se había quitado el velo y le daba la orden de dirigirse al aeroparque de una localidad cercana, mientras quitaba de un sobre que había en el asiento un pasaporte nuevo, con otra identidad.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Antes de que me olvide, décima parte.



Junto con los recuerdos, muchas veces, vienen las preguntas. Sobre todo cuando no tuviste respuestas en su momento. Porque no sabías cómo formular las preguntas, o porque nadie a tu alrededor tenía las respuestas. Tal vez, porque esas respuestas solo las traía el tiempo.

Mi padre se fue de casa un 3 de enero, cuando faltaban 25 días para mi cumpleaños número 11. Sabíamos que, desde hacía un tiempo, andaba con una mujer, en donde pasaba algunos días a la semana, para volver a casa, darse un baño, cambiarse la ropa e irse otra vez, sin dar ninguna explicación ni dejarnos dinero para los menesteres básicos. Mamá salía a trabajar, para cubrir los gastos, algo que él consideraba “callejear”, entre otros vocablos mucho más desagradables.

Los vi peleando más veces de las que recuerdo haberlos visto en buenos términos y, los últimos años de esa convivencia, mamá dormía en la habitación que compartíamos mi hermano y yo. Confieso que de pequeña era lo suficientemente bruja como para oponerme a una de sus escasas reconciliaciones (no sé si saber que mi padre no cumpliría ninguna de sus promesas o el cordón umbilical invisible de concreto indestructible que me une a ella, hacía que me enojara con ella “por creerle” los cuentos que él le decía y que duraban el exacto lapso que yo predecía, más que la hija, era la suegra reencarnada de mi propio padre!).

Confieso, además, que nunca tuve una buena relación con él. Quizás porque no era un padre cariñoso, porque nunca iba a vernos a los festejos de la escuela, o porque parecía que siempre le estábamos molestando, pero su presencia se me hacía irritante. O tal vez fueron las escenas de violencia que tanto mi hermano como yo tuvimos que ver, fue lo que nos alejó de él, no lo sé. Sí sé que durante muchos años me preguntaba por qué , si el problema lo tenía con mamá, nos hizo a un lado como hijos, ya que jamás volvió a vernos y, de hecho, alguien nos contó que, al preguntarle sobre nosotros, simplemente encogió los hombros y dijo “que se arreglen”.

Por otro lado, le tenía miedo. Cuando se fue, me invadió un miedo terrible a que volviera, a que el principio de paz que habíamos logrado se esfumara, a que me separara de mi madre porque me negaba a verlo. Afortunadamente, en el juicio de separación (en esos tiempos no existía el divorcio) a la audiencia de régimen de visitas y custodia no se presentó, solo envió una carta por medio de su abogado, diciendo que si “los menores hasta la fecha estaban bien, no era necesario perturbar la armonía de sus vidas” y rechazaba cualquier tipo de relación con sus propios hijos.  Debo decir que fue un combo de sensaciones, todas mezcladas: tranquilidad porque no iba a verlo, no nos iba a molestar ni veríamos más peleas, pero por otro lado surgía la pregunta sobre por qué nos rechazaba.

Asumo que durante muchos años viví con la culpa de que se había ido  solo porque yo lo había deseado. Y lo había deseado mucho, sí, quería que se fuera, quería profundamente que en mi casa no hubiera más peleas ni discusiones, quería tener una familia “normal”, en donde todos nos tratásemos con respeto. Y durante muchos años pensé que fue mi culpa, porque mi madre tuvo que trabajar el doble para mantenernos y construir la casa que hoy tenemos, ya que él se fue dejándonos una pocilga insegura y mal hecha. (Adjunto que, además de rechazar las visitas, jamás pagó la cuota alimentaria impuesta por el juez). A esa culpa se sumó un enorme miedo: que mi madre se quedara con nosotros solo porque no le quedaba otra opción, por lástima o porque asumía esa responsabilidad y crecí con el enorme miedo a que se fuera. Muchas veces los adultos no saben el torbellino de cosas que pasan por la cabeza de un chico, que no tiene palabras para expresar tantos miedos juntos.

Los años me enseñaron a que yo no tuve nada que ver con las decisiones de los adultos y que tal vez, mi padre, no era un tipo feliz. Y descubrí con los años que terminé agradeciéndole la decisión de no volver a vernos, de dejarnos en paz, y evitándonos el tira y afloja que veo en algunas parejas que usan a los hijos de botín de guerra.  Aunque, reconozco, que siempre fue raro que junto con mi padre, mi abuela paterna, sus hermanas y hermanos, primos de su parte, desaparecieran como por arte de magia, siendo que hasta un par de meses antes venían casi todos los fines de semana a comer a casa y siendo que mi abuela y mis tías vivían a 15 cuadras de casa.

Fue raro crecer sabiendo que en algún lugar estaban todos ellos, que te los podías cruzar en cualquier momento, y, sin embargo, nunca nadie movió un pelo para saber si estábamos bien, o si necesitábamos algo. Fue raro y un trabajo muy duro despojarme de miedos y culpas,  aprender a quererme desde otro aspecto y conseguir convertirme en una hija digna para esa leona de madre que me había tocado en suerte.

Habían pasado casi 30 años cuando una noche de septiembre, un sábado, llamaron por teléfono a casa. Mi hermano atendió y me avisó que pedían por mí (el fijo está a mi nombre). Respondí y del otro lado de la línea, una mujer preguntaba si éramos los hijos de “Fulano de tal”. Me salió decirle que no, así, sin pensarlo, mientras me explicaba que él estaba internado y que los médicos le daban pocas horas de vida y que estaba buscando a la familia, también me preguntó si sabía en dónde vivía “la señora”. Casi se me escapa decirle que “la señora” era la persona con quien había convivido esos últimos 30 años, pero solo le dije que no sabía quién era, que se trataba de una coincidencia de apellido y que lamentaba mucho lo ocurrido pero que no podía ayudarla.

Corté. En casa discutimos bastante. Mamá quería ir a verlo, para preguntarle por qué se olvidó de sus hijos. Me negué rotundamente. No quería que, cuando ella entrara a la habitación, a él le diera un ataque, se muriera y con el ruido de los aparatos y el susto, ella se muriera detrás de él. Fue una etapa dura, porque además surgía el tema de la “herencia”, cosa que a mí no me interesaba. Si había vivido todo ese tiempo sin su dinero, podía seguir haciéndolo tranquilamente.

En soledad me preguntaba si había actuado igual que él, nunca se lo dije a nadie, jamás lo manifesté, pero estuve un buen tiempo cuestionando mi decisión. Hasta que una frase me retumbó en la memoria, algo que le había dicho a esa mujer que llamó a casa: “mi padre murió hace treinta años”. Era verdad, ese que estaba en el hospital era un desconocido, alguien que yo no sabía quién era, porque jamás supe quién había sido mi papá. Solo un nombre, un apellido y los primeros 10 años de mi vida.

Hice un ejercicio espiritual, me imaginé hablando con él y le pedí perdón, también  lo perdoné, quizás porque a veces seguimos modelos que nos imponen y yo conocía la historia familiar en la que se le reprochaba tener 26 años y “no sentar cabeza” (si, hace casi 60 años, si no te estabas casado para esa edad, eras un tiro al aire, un tarambana, etc, etc). Tal vez porque mi madre no tuvo carácter para dejarlo cuando tuvieron algunos problemas en su noviazgo, porque ella soñaba con tener su familia y no supo elegir a quien iba a ser su compañero de vida. Todas malas decisiones, tomadas por razones que no tenían nada que ver con el amor.

No es fácil escribir o hablar de todo esto, no es fácil escarbar en las cosas feas de la vida y contarlas, exponiendo nuestros sentimientos más profundos. Pero todo esto, también, forma parte de nuestra historia y, como tal, debe ser contada, para liberarnos de lo que nos pueda llegar a pesar.

domingo, 27 de agosto de 2017

Desaparecido.



Prólogo

Mientras escribo esto, la búsqueda de Santiago Maldonado está en pleno apogeo. Las peleas entre el gobierno y los grupos militantes de la oposición kirchnerista, junto con los grupos de la RAM (Resistencia Ancestral Mapuche) crece con cada marcha.

La violencia crece y la “grieta” se sostiene con quienes creen que Maldonado está escondido en algún lugar, sólo para culpar a Cambiemos de una desaparición en plena democracia (olvidando las más de 5.000 que ocurrieron desde el año 2003) y quienes acusan al actual poder de “chupar” mediante Gendarmería a un miembro de un grupo disidente, que reclama territorios ancestrales como propios para crear una “nación mapuche”.

Mientras escribo esto no sé qué pasó en realidad. Sólo sé que Santiago Maldonado está desaparecido y no hay un cuerpo para determinar su muerte (decretada por muchos que quieren “tirarle un muerto” al nuevo poder) o para saber en qué forma murió, si es que está muerto.

La incertidumbre es el peor estado en el que podemos tener a un familiar, a un ser querido, a alguien que se ha llevado su secreto y no nos puede decir dónde está ni qué le pasó.

Este texto sólo toma una teoría leída por ahí, y desarrolla una historia de absoluta ficción, basada en un hecho real y puntual: la desaparición de Santiago Maldonado. No  busca crear animosidad hacia un lado ni hacia otro, simplemente usar un hilo narrativo “posible” y llevarlo a la literatura.

Como Santiago, hay miles de personas desaparecidas en Argentina, gracias a la poca infraestructura y a la ninguna inversión que hubieron durante años en las fronteras de nuestro territorio, gracias a la corrupción policial y política que inundó al país y permitió la trata de personas. Como Santiago, por cuestiones políticas desapareció Julio López y, pese a todos los rastrillajes y búsquedas, jamás se supo que ocurrió con uno de los testigos en el juicio que se le seguía a Miguel Etchecolatz, uno de los torturadores de la dictadura militar que azotó a nuestro país durante el período 1976/1983, convirtiéndose así en la única persona que desapareció dos veces.

Sin más que decirles, y esperando que dejen su mente libre de prejuicios, les ofrezco mi obra y ojalá puedan atravesarla sin enojos, sino como una manera de abrir el debate y esperando que, en el momento en que la lean, sepamos qué pasó con este joven y por su propia voz.

Cristina Vañecek

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Juan echó la última palada de tierra. Dio dos o tres golpes para aplanar con la herramienta el montículo, que sobresalía varios centímetros del nivel del terreno. A su lado estaba Tobías, un niño de unos 10 años, hijo de Juan, que miraba casi hipnotizado los dos metros de tierra fresca, recién removida, con ese aroma particular que tiene cuando llueve en verano.

-¿Qué pasa, chango? ¿Estás asustado?

El niño negó con la cabeza, pero sí, estaba asustado. Nunca había visto un cadáver, jamás había visto un entierro, no al menos, uno así, sin ceremonia, flores, cajón, cortejo, cánticos, lamentos. Nunca había visto manipular un cuerpo sin vida.

-¿Y por qué no vino nadie,tata?

-El hombre no tenía familia, era solo, ¿a quién le vamos a avisar, chango? Tampoco lo podíamos dejar a la intemperie, para que los buitres o las alimañas se lo coman. Mejor enterrarlo, aunque sea así, ¿no?

Tobías afirmó con la cabeza. Juan le hizo un gesto para que se levantara y lo acompañara otra vez a su casa. Mientras caminaban, varias veces miró hacia atrás, viendo cómo el montículo se hacía cada vez más pequeño.

2

La idea era hacer un corte de ruta y reclamar por los derechos de sangre de los miembros de la tribu. El chico blanco, un mochilero que había pasado por el lugar y escuchó los planes de los miembros de la comunidad, decidió acompañarlos. Le parecía legítimo el reclamo que ellos pensaban hacer.

Al rato de comenzar con el piquete, llegaron varios grupos de Gendarmería. Los miembros de la comunidad se habían preparado con piedras, se tapaban la cara con pañuelos para poder respirar en caso de que tiraran bombas de gas o lacrimógenas. Santiago se quitó un pañuelo que llevaba al cuello y lo usó de la misma forma. De repente se preguntó qué estaba haciendo ahí, si él solo estaba de paso. Pero ya no podía arrepentirse.

Ante el intento de desalojo de la ruta, los gendarmes forcejearon con los hombres, comenzaron los tiros. Los miembros de la comunidad comenzaron a retroceder. Corrieron, buscaron refugiarse en donde pudieran, detrás de arbustos, yendo hacia el río. El chico blanco corría al lado de otro joven, que lo tomó del brazo y lo llevó hacia una zona rocosa que podía servirles de escondite.

Esperaron un momento. Cuando sintieron que el ruido se había comenzado a disipar, el joven mapuche preguntó a Santiago:

-¿Qué tenés ahí?

-¿Dónde?-preguntó Santiago a su vez, mirándose el cuerpo.

-Ahí- repitió el mapuche, mientras sacaba un revolver de su cintura y daba un disparo sobre el hombro del chico blanco.

Santiago sintió un dolor punzante y un leve sangrado comenzó a surgir de su piel lastimada.

-¿Qué hacés?  Estoy de tu lado!

-Lo sé, pero ahora vamos a decir que Gendarmería te hizo desaparecer. Vamos a usar tu rastro de sangre para despistar a los rastreadores. ¿Sabés de dónde salió esta pistola?

Santiago negó con la cabeza.

-Del regimiento. Es un revolver oficial, que robamos hace un tiempo, en una incursión que hicimos de noche, cuando estaban los otros y podíamos hacer lo que se nos antojara.

Los otros era el anterior gobierno, que pactaba con los líderes de diferentes movimientos, para poder mantener el poder de algunos sectores, bajo amenazas y presiones al borde de la delincuencia. Protegidos por la corrupción, algunos miembros de la comunidad sentían que tenían el poder de hacer cualquier cosa, bajo la excusa de la lucha por sus derechos.

3

La herida había sido tratada con unos emplastos de hierbas que olían horribles. Siempre había un  miembro de la comunidad que lo vigilaba, no lo dejaban salir ni moverse de la casucha a donde lo habían llevado después de aquella trifulca. Al muchacho que le dio el tiro no volvió a verlo, le dijeron que estaba realizando reclamos en la Capital y dirigiendo la protesta por su búsqueda.

Los hombres le estaban agradecidos, porque a partir de su “desaparición”, ellos estaban en las planas de todos los diarios. Ahora, todo el país y el mundo sabían de su existencia y de sus reclamos para ocupar una porción del territorio que, decían, les pertenecían por derecho propio. Gracias a él, ahora los más famosos periodistas de los grandes medios nacionales, se preocupaban por conocer sus nombres, por contar sus historias, cada uno a su propia conveniencia.

Algunos decían que eran usurpadores, otros legítimos herederos, y el rostro de Santiago se reproducía en cada diario, revista, noticiero y programa de actualidad, reclamando su aparición y amplificando la historia que la comunidad quería dar a conocer. El proyecto de ocupación estaba en marcha y de una forma en que ellos jamás imaginaron.

Se lanzaban acusaciones al gobierno en reclamo por su desaparición, cosa que Santiago ignoraba ya que desde que había ocurrido el piquete no había tenido más contacto con sus objetos personales. No tenía celular, ni forma de contacto con el mundo fuera de las pocas personas que podían entrar a la casucha. Y debido a su carácter independiente y a su vida errante, no era extraño que sus familiares no tuvieran noticias suyas por varios días, incluso semanas, ya que muchas veces  estaba en sitios que no tenían señal telefónica, mucho menos de internet, o a veces el poco dinero que disponía no podía malgastarlo en  llamadas telefónicas.

4

Luego de un par de semanas, Santiago estaba totalmente recuperado de su herida, de la que solo quedaba una pequeña cicatriz. Quería salir de allí, volver al camino y continuar con su plan original de recorrer el sur del país. Comenzaba a ponerse nervioso y no veía la manera de poder cruzar la puerta, considerando a los dos guardianes que tenía en forma permanente, custodiando sus movimientos. Jamás lo dejaban solo, no tenía manera de huir.

Notó a través de una ventana que a varios metros de la casa, un grupo de hombres discutían airadamente. Hablaban en su idioma, de manera que Santiago no lograba comprender nada de lo que decían. Sólo una palabra se repetía, huinca, que significaba blanco, hombre blanco.

La discusión duró un rato. Luego algunos hombres se dispersaron, mientras un grupo pequeño iba hacia la casucha en donde Santiago aguardaba desde hacía 15 días una resolución. Las caras de los hombres no tenían buena señal, pero trató de pensar que siempre estaban con gesto serio.

Del grupo, entraron dos o tres. Uno le hizo una señal con la cabeza de que saliera. Santiago se puso un abrigo que encontró. Antes de salir, otro de los que habían entrado a la casa, sacó una bolsa de arpillera del bolsillo y le dijo que se la pusiera en la cabeza. No podía ver a donde irían, ni debía saber con exactitud en donde estaban. Una precaución por si, más adelante, era interrogado por alguna fuerza de seguridad. Nadie tenía que saber en dónde había estado esos días.

Santiago obedeció y salió por primera vez de esa casa guiado por los hombres de la comunidad. Caminaron un largo rato, hasta llegar a un arroyuelo. Pensó que debían estar bastante lejos del pequeño poblado conformado por varias casas, todas del mismo humilde formato que donde había estado alojado él.

Le quitaron la bolsa y vio que había otros integrantes de la comunidad. Entre ellos, el joven que le había disparado.  Cruzaron algunos saludos y comenzaron a charlar. El chico le explicaba a Santiago cuál era la situación. Que no lo podían dejar ir, ya que era buscado en territorio nacional. Que no se preocupara por su familia, porque habían hablado con ellos y les habían explicado lo ocurrido y que él se encontraba bien. Que debía seguir escondido por un tiempo, hasta que lograran su objetivo.

El joven no le explicó a Santiago que a su familia le dijeron que lo había secuestrado Gendarmería y que ellos no sabían nada de él. Y que si les pedían alguna pertenencia del joven, no se las dieran, porque seguramente las usarían para acusarlos a ellos de la desaparición. No le dijo que, durante las marchas en reclamo por su aparición con vida, cometían desmanes violentos contra distintas instituciones de seguridad que estuvieran bajo el control del gobierno. No le dijo nada que a él no le conviniera que Santiago supiera.

Algunos de los hombres se retiraron y quedaron Santiago, el joven que parecía ser el líder y un par más, que permanecían en silencio. Charlaban de cosas distintas, un poco de la situación de la comunidad, de política, de arte. Ya comenzaba a oscurecer, cuando el joven metió la mano dentro de su campera y sacó algo que brilló en la casi noche.

-Me caés bien, pibe, pero no me queda otra que hacer esto.

Le disparó a quemarropa en el pecho. Santiago cayó en el suelo, sin vida, pesadamente. El líder de la comunidad hizo un gesto y se lo llevaron, levantándolo de las axilas uno y de los pies otro, hasta una camioneta que habían dejado en un camino cercano. El joven miró la pistola, la limpio con un pañuelo y la tiró al arroyuelo. Era la misma arma que había usado para lastimar a Santiago la primera vez. La que había robado del regimiento de Gendarmería.

5

Juan salió de la casa al sentir los bocinazos. Eran dos de los custodios de Pablo, uno de los mandamases de la comunidad, a la que él había dejado de pertenecer hace tiempo.

Pero él le debía un favor a Pablo, cuando su hermano estuvo preso por robar en el almacén, para darle de comer a los pibes. Pablo lo hizo salir, aludiendo discriminación por origen y todo un palabrerío que Juan no entendía. Los hombres lo llamaron aparte. Tenían que deshacerse de un paquete y Pablo necesitaba que le pagara el favor. Bajaron algo envuelto en unas mantas, era un cuerpo. Juan no quería tener problemas, se negó, pero los hombres lo amenazaron con matarle a los chicos y a la mujer si no cumplía.

Metieron el cuerpo en un galponcito y dejaron a Juan solo. El mayorcito había visto todo, pero no entendía mucho qué pasaba. Vio a su papá colocar algo sobre una carretilla, tomar una pala y ponerla encima. Lo vio irse y decidió seguirlo. Al rato, el hombre supo que era seguido, se detuvo y esperó a que el chico lo alcanzara.

-¿Me querés ayudar, chango?

-¿Qué hay que hacer?

-Devolver a la tierra a uno de sus hijos.

Llegaron a un monte, lejos de la casa, y Juan comenzó a cavar. Cada tanto le pedía a su hijo que le alcanzara un poco de agua de un pozo cercano, o se sentaba a su lado a descansar. Cuando terminó de cavar, sacó el cuerpo de las mantas, lo colocó dentro de la tumba y lo cubrió hasta tener un pequeño montículo de tierra, apenas algo más elevado, por si alguien quería encontrarlo. Dio dos o tres golpes con la pala para aplanar un poco la tierra, que tenía ese aroma a cuando llueve en verano. Miró a su hijo, le hizo una caricia en el pelo y volvieron a la casa, pensando en quién sería ese pobre diablo que acababa de enterrar.

Fin.



viernes, 25 de agosto de 2017

Cita a ciegas.



Subió por la escalera despacio. No quería hacer ruido con los tacones de sus zapatos, pero no pudo evitarlo. Sus manos rozaron la fría madera de la baranda, sin embargo las sentía humedas por los nervios.

No quería parecer tensa. pero lo estaba. Aún no comprendía cómo había aceptado encontrarse con él en estas circunstancias. Un desconocido absoluto, una sombra en un perfil, un nombre de fantasía, una irrealidad que cada vez que se comunicaban parecía mas tangible que cualquier otra persona.

Llegó al piso y se detuvo en el corredor. Miraba cada una de las puertas, preguntándose qué estaba haciendo ahí. Tuvo el impulso de dar media vuelta sobre sí misma e irse, ¿quién podría hacerle algún reclamo? ¿Alguien tan incógnito como ella?

Una voz interior le reprochaba su incipiente cobardía. ¿Entonces para qué había perdido tantas horas indagando sobre él? ¿Confesándole sus más profundos deseos? ¿Para retirarse sin saber si eran posibles?

Caminó los pocos metros que la separaban de la puerta B y golpeó suavemente, dos veces, una vez, tres veces. Todo el camino hasta ese edificio se repetía mentalmente la clave acordada para que él supiera que era ella y no otra persona. Una duda la asaltó. ¿Cuántas más conocían ese departamento? ¿Quién más había dado esos golpes secuenciados, en clave?

Sacudió su cabeza para espantar todas esas ideas. ¡No era momento de sentir celos por el pasado de un desconocido! Repitió la secuencia de golpes dos veces. La luz del corredor se apagó tal y como habían acordado.

La puerta B se abrio com apenas un suave chirrido de sus cerrajes. Una mano extraña, fuerte, cálida, tomó la suya y sin pronunciar palabra, la invitó a entrar. Ella dio unos pasos hasta que volvió a sentir el ligero ruido de las bisagras y el pequeño golpe de la madera al cerrarse la puerta detrás suyo.

Ya estaba ahí, no podía huir, aunque le había dicho que no ocurriría nada que ella no quisiera. Volvió a sentir la mano, esta vez sobre su espalda, invitándola a dar unos pasos más. Todo permanecía en sombras, solo sabía de esa mano que la llevaba a algun sector de ese departamento.

Trastabillaba un poco, sin saber qué tenía adelante suyo. Y se preguntaba para qué se había preocupado tanto por ponerse aquél vestido rojo, los aros haciendo juego y peinado de una manera especial, si realmente aquella cita era a ciegas. Eso habían pactado.

Notó que las cortinas estaban corridas y poco a poco su vista se acomodó a esa penumbra profunda. Vio su sombra, caminando en círculos a su alrededor. Él tomo su bolso, lo arrojó sobre algún sofá cercano y se detuvo enfrente de ella. Podía sentir el sonido de su respiración.

Pasó sus manos por los antebrazos de ella y siguió el recorrido hasta llegar a los hombros. Suavemente quitó los breteles, acarició con la yema de sus dedos la piel de aquella mujer desconocida.

Quedaron desnudos, frente a frente, oliendo sus mutuos miedos. Las manos de ella rodearon la cintura de él, buscando reconocer algún rasgo en particular de aquélla piel desconocida y, sin embargo, tan deseada.

Sus bocas se encontraron en un remolino de besos. La de él bajó por el cuello, tocando los puntos más sensibles, despertando en ella un fuego escondido y provocando en un espasmo que las uñas de ella se hundieran en la piel de su espalda.

Caminaron como si bailasen, con la música que les dictaba esa pasión desconocida y sin control. Caminaron estudiándose  cada parte de sus cuerpos con las manos, recorriéndose centímetro a centímetro hasta caer sobre la alfombra. O el sillón. O la cama. ¿Importaba el lugar en donde estaban cayendo, si en realidad caían uno en el otro?

Ella explotó de placer, pidiendo a gritos saber su nombre. El estalló con un gemido ahogado mientras una lágrima corría por su mejilla. Por un momento sus ojos se cruzaron. Ella suplicaba más. Él la besó de una forma infinita, delicada, sublime. La noche los envolvió para dar rienda libre al deseo.

Por la mañana el sol la desperto. Estaba desnuda. Por unos instantes se sintió confundida, hasta que recordó ese encuentro mágico e inesperado. De repente miró a su alrededor , sorprendida. Reconoció su cuarto, sus sábanas. Su ropa estaba doblada sobre una silla,  sus zapatos de tacón al lado de la mesita de luz. Su computadora estaba encendida. Un mensaje titilaba en esa red de encuentros con una pregunta:  ¿por qué no viniste?

domingo, 20 de agosto de 2017

Viajeros.



    Mauricio llegó a la terminal de omnibus con los minutos contados. Un desperfecto mecánico en su auto lo demoró e hizo que casi perdiera la salida del micro. Lo dejó en el garage que estaba en la otra cuadra de la estación y corrio lo mas rápido que le daban las piernas para poder alcanzar al colectivo en horario. Tenía un compromiso laboral importante en Mar del Plata y, en caso de perder el bus, perdería una excelente oportunidad con una revista para la temporada de verano. Iba a ser el fotógrafo que acompañaría al cronista enviado y era una oportunidad única, no solo de ganar dinero, sino de comenzar a difundir su trabajo.

     Subió al colectivo, mostró el pasaje y buscó su asiento. Había pedido estar solo, pero lo habían ubicado en el lado de los asientos dobles y un hombre estaba acomodado del lado de la ventanilla. Un repeentino acceso de malhumor se apoderó de él, no podría fotografiar el paisaje como le gustaba hacer siempre. Casi sin querer golpeo a su compañero de asiento con el bolso que llevaba. El muchacho, que aparentemente dormía, se movió en su butaca y se quitó los anteojos oscuros que lo protegían del sol.

-Uy, flaco, disculpá.-dijo Mauricio sin ninguna culpa.

-Todo bien- murmuró el otro, mientras se acomodaba y estiraba en el reducido espacio que tenía disponible.

-¿Te lastimé?

-No, ni siquiera me despertaste- mintió.

Mauricio se acomodó en su asiento y, arrepentido por el golpe intentó trabar un dialogo con esa persona con quien compartiría varias horas de su vida. Extendió su mano abierta y ,con una leve sonrisa, se presentó:

-Mauricio, soy fotógrafo, estaba un poco nervioso porque creía que iba a perder el micro.

El otro lo miró de soslayo, extendió su mano y se presentó a su vez:

-Marco, soy mecánico y sí, dormía.

Se estrecharon las manos y ambos rieron. Mientras Mauricio terminaba de acomodarse, Marco buscó tema de conversación.

-¿Viajás por negocio o por placer?

Mauricio sonrío.

-Digamos que un poco de ambos.

-¿El trabajo es placentero o es un placer trabajoso? ¡Jajaja!

Mauricio rio fuertemente.

-¡No! Tengo una entrevista con gente
de una revista de Capital para cubrir la temporada y, si da, encontrarme con mi chica! ¿Y vos, a qué vas?

-Hace poco compré un departamento por el centro, chico, para alquilarlo en las vacaciones y los fines de semana largos, por ahí usarlo yo cuando quiero ver algún espectáculo. Y también voy  a ver a mi chica!

Se miraron como si el destino los hubiera unido se repente. Marco guardó el libro que tenía sobre sus piernas en un bolso que había dejado en el piso y sacó un paquete de galletas. Lo abrió y le ofreció a Mauricio.

-¿Hace mucho que salen?- preguntó Marco.

-No- respondió Mauricio, tomando una galleta- Gracias, tenía hambre. Nos conocemos hace bastante, pero estuvimos desencontrados. Después nos perdimos el rastro, yo me casé, tuve a mis hijas, me separé y hace unos meses me la crucé de casualidad en Facebook. Tenía dudas si era ella o no, así que le mandé un mensaje, un poco para ver qué onda, me respondió y justo ella había terminado con un tipo con el que salía...así que me dije que esta vez no se me iba a escapar!- contó Mauricio.

-El universo está conspirando a tu favor!-dijo Marco.

-¡Exacto! ¿Y vos? ¿Hace mucho que salís con ella?- preguntó Mauricio a su vez.

Marco suspiró.

-Me da un poco de vergüenza...

-Eh, amigo, yo te conté mi historia! ¿Me vas a dejar pagando?- reprochó Mauricio.

-No, no, es que en realidad todavía no la conozco personalmente.

-¿Cómo es eso?- preguntó Mauricio con curiosidad.

-Por mi taller no tengo mucho tiempo de conocer gente, bah, mujeres, así que me abrí un perfil en una de esas páginas de citas, y por las noches iba viendo qué había. Al principio medio me asusté, porque te encontrás con cada loca que quiere casarse a los cinco minutos que le pones que te gusta alguna foto!

Mauricio soltó una carcajada.

-Si, es verdad ¿Entonces, qué pasó?

-Estaba a punto de cerrar el perfil y vi una foto que me llamó la atención, me atrajo su sonrisa, su frescura, no sé, y le mandé un mensaje. Me respondió, hablamos de cosas normales, y poquito a poco me empezó a picar la idea de conocerla un poco más. Después yo tuve unos problemas familiares y la verdad es que me colgué, dejé de escribirle. Y hace unos diez o quince días me encontré con su contacto en WhatsApp, me animé a mandarle un saludo. Te confieso que pensaba que no iba a responderme o que me había bloqueado, incluso que me iba a mandar al diablo, pero es tan dulce, tan buena mina, que me respondió y me habló como si no hubiera pasado tanto tiempo. Y como dijiste vos, no iba a dejar que se me escape.

-¿Así que ustedes no se conocen?

-No, bueno, no personalmente. Si todo sale bien, nos vamos a ver en este viaje.

Mauricio miró a Marco.

-Me hiciste recordar a mi chica, ella es tan dulce, siempre tiene buen humor, una palabra de aliento, te dan ganas de hacer cualquier cosa porque todo parece más fácil cuando lo hablamos!-dijo Mauricio.

-Si, mi chica es así tambien|, tiene garra, buena energía, es postiva, yo a veces me bajoneo y ella me levanta el ánimo!- respondió Marco.

Hicieron silencio unos instantes. Mauricio fue hasta el baño del colectivo y Marco cerró los ojos, intentando recuperar esa siesta interrumpida. El regreso de Mauricio se lo impidió.

-¿Sabés qué estaba pensando?- preguntó Mauricio mientras se acomodaba nuevamente en su asiento.

-No, ¿en qué?

-Tendríamos que organizar una salida entre los cuatro.

Marco se revolvió en su butaca. Le gustó la idea que su nuevo amigo le estaba proponiendo.

-Me gusta la idea. Pero dejame conocerla primero!-contestó Marco

-¡Jajaja! Seguro, hombre, yo tambien quiero ver a la mía antes de mostrártela!- respondió Mauricio riendo.

-Hablando de mostrar, ¿tenés una foto de ella?- preguntó Marco.

-Si, ¿y vos de la tuya?

-En mi teléfono, esperá que lo busco y te la muestro.

Ambos hurguetearon en sus bolsos y sacaron los celulares, buscando cada uno la foto de las mujeres que estaban conociendo para mostrarle al otro.

-Tomá-dijo Mauricio primero- esta es Mariana.

-Qué casualidad, se llama igual que la mía. Tomá-le dijo Marco dándole su teléfono y tomando el que Mauricio le alcanzaba.

Ambos miraron la foto que mostraba el teléfono del otro. Ambos hombres se miraron, al principio con sorpresa, luego con desconcierto. Volvieron a mirar la foto sonriente de la mujer y exclamaron al unisono:

-¡Mariana!

Fin

martes, 8 de agosto de 2017

Antes de que me olvide, octava parte, porque la muerte forma parte de la vida y viceversa.



Algunas situaciones forman parte casi obligada de nuestras vidas. Son aquéllas en las que no podemos evitar bajo ningún pretexto asistir y debemos cumplir con el compromiso de la forma en que sea. Los nacimientos, los casamientos y los velatorios son esas situaciones que busco evitar de cualquier forma posible y sólo voy cuando existen razones poderosas, sobre todo internas mías, para ir.

El primer velatorio al que asistí fue al de don José Valenti, precursor en la cuadra en donde mis padres se instalaron y albañil casi forzado de varias propiedades, ya que era el único en la zona cercana. Era un hombre ya mayor,  recuerdo que era de contextura pequeña, italiano y, creo, alegre. Mamá me llevó a una casa que no era la suya y ahí lo estaban velando. Recuerdo las paredes pintadas de verde, con las lamparitas iluminando la habitación que se había destinado la capilla ardiente, el cajón en el medio y unas sillas alrededor.

Doña María, su esposa, estaba sentada en una de ellas, llorando ruidosamente. Siempre me impresionó cuán blanco era su pelo y sus ojos transparentes. Hablaba en cocoliche, y no sé por qué razón yo casi que le entendía lo que decía, siempre tenía cara de enojada, pero recuerdo que tenía alguna sonrisa y sus ojos impresionantemente celestes se perdían entre las arrugas.  Tenía unos tres o cuatro años, pero si cierro los ojos, recuerdo exactamente todo como si lo estuviera viendo en este momento.

Y confieso que no me había causado una gran impresión la muerte del hombre porque sabía que los animales del campo de otro vecino se morían (de hecho, había estado alimentado a mamadera a unas corderitas mellizas, propiedad de este vecino, cuya madre falleció en el parto). Tampoco comprendía el alcance de mis preguntas a mamá, cuyas respuestas conducían a más preguntas casi sin respuestas, por ejemplo...

Yo: ¿por qué todos lloran?
Mamá: porque don José murió.
Yo: pero me dijiste que cuando alguien muere, se va con Dios.
Mamá: si, la gente cuando muere, se va al cielo con Dios.
Yo: y si se van al cielo, con Dios, eso es bueno, están bien, ¿por qué están tristes y lloran?
Mamá: porque no lo van a ver más.
Yo: pero él va a estar bien, ¡Va a estar con Dios! ¿Por qué lloran? Tendrían que estar contentos!
Mamá:…

Esa era la parte en que me compraba un chupetín o me dejaba tocar al perro o gato familiar que aparecía de repente y conseguía distraerme de esas preguntas que la ponían nerviosa. (Y aquí es cuando me doy cuenta de que mamá no se acuerda de estas preguntas cuando dice que yo no tuve la famosa “edad de los por qué”, que suele ser a eso de los seis o siete años y, se ve, que a mí me surgió mucho antes!).

La muerte se me hacía algo natural, quizás porque veía que los animales morían o eran sacrificados. Carlos, otro vecino, tenía corrales y cada tanto carneaba una vaca, regalándonos parte de la faena y de la cual todos disfrutábamos en algún asado. Lo mismo con los pollos, los cerdos, los corderos y otros animalitos que daban vueltas por el lugar. Perros y caballos  morían de vejez, porque los atropellaba un vehículo o porque alguien los sacrificaba debido a alguna enfermedad. Quizas por eso me costaba mucho demostrar dolor o tristeza, más con la explicación religiosa que mamá le daba a la muerte, en donde si Dios era bueno y maravilloso, irse con él debería ser algo genial. Seguía sin entender por qué todos lloraban.

El segundo velatorio al que asistí fue a los ocho años y fue al de mi propio abuelo Enrique, momento gracias al cual descubrí que también se llamaba Elías y no sé por qué, me gustaba mucho más ese nombre que el que usaba normalmente. Recuerdo que mi tía Chicha apareció una tarde en casa. Había venido en un tráiler blanco, propiedad de un vecino y me preguntó muy seria si estaba mi mamá. Le dije que sí, que estaba adentro y ella ingresó a casa, le dijo a mamá que tenía que hablar con ella a solas. Al cabo de varios minutos, salieron las dos, se despidieron y mi tía Chicha se fue.

Mamá estaba muy triste y no sabía cómo decirme algo que, no me pregunten por qué, yo ya sabía. Creo que había visto en alguna película que cuando un familiar adulto llegaba de improviso a una casa y pedía hablar con otro adulto, haciendo quedar a los niños afuera, era porque alguien había muerto y pensaban que así evitaban el dolor a los niños. Y mientras escribo me pregunto cómo negarles la posibilidad de la muerte a chicos criados bajo el concepto de que un hombre fue torturado y crucificado para salvar al mundo, con la consiguiente resurrección y subida a los cielos ¿para estar con quién? ¡Sí! ¡Con Dios! (si pudiera, a este pasaje le pondría fanfarrias y coros celestiales cantando el “Aleluya”).

De modo que fui al primer funeral completo,  con ida al cementerio incluida,  y faltazo al primer día de clases, ya que a mi abuelo se le ocurrió morirse justo el domingo anterior. Recuerdo que iba y venía por la sala velatoria, bajo la mirada de reproche de mi tía Porota que pensaba que una niña debía estar triste y llorando y no correteando por todos lados. El problema fue cuando me acercaron al cajón y me propusieron “darle un besito” al muerto. Lo hice, pero tuve la sensación de que las manos que se cruzaban sobre el pecho del viejo se elevaban y descendían. Sabía por las pelis que los muertos no respiran y, ante la duda, llamé a mi mamá y le pedí el espejito que sabía siempre llevaba en la cartera.

Mamá: ¿para qué?
Yo: para ponérselo en la nariz al abuelo.
Mamá: (con expresión de no entender nada) ¿Para qué?
Yo: mirá, los muertos no respiran y el abuelo está respirando, si le ponemos un espejo, vemos si lo deja empañado y les avisamos a todos que no está muerto.

No recuerdo qué hizo mi mamá para convencerme de que no íbamos a hacer eso. Pero sé que no me dejó hacerlo. Si recuerdo que le dije a alguien más que el abuelo respiraba y ahora entiendo esas miradas de “pobrecita, no lo acepta” de varios familiares.

Tras el entierro, que me pareció un paseo más, fuimos a lo de mi abuela. Siempre me llamó la atención como la gente se consuela tras los funerales con terribles comilonas.  En la casa de mis abuelos había comida y por demás. Allí conocí a varios tíos, entre ellos a mi padrino, mi tío Luis, que por lo visto cayó como padrino de casualidad porque luego de esa ocasión, tampoco volví a verlo.

El tercer velatorio fue el de mi otro abuelo, Mateo. Ya tenía 12 años. Convengamos que a Mateo lo había visto una sola vez en mi vida (y en la suya) y la concurrencia era más una cuestión de honor familiar que otra cosa. Allí también conocí a varios tíos que no sabía que existían, y sobre todo en la cocina participé del show del chiste que mis tíos Juan y Francisco se ocuparon de brindar…para enojo de mis tías que miraban feo desde la otra sala, en donde estaban reunidas.

La situación de “dale un besito” al muerto se repitió. Y confieso que con las historias que siempre me contaron de don Mateo, aún muerto imponía su presencia. A los 77 años tenía casi todo el cabello negro y por alguna razón tuve la misma impresión que con mi otro abuelo, que sus pechos se levantaban y bajaban rítmicamente y parecía ser la única que lo notaba. Me negué al “besito”, para enojo de mamá y de mi tía Francisca. Pero la razón era bien clara. Tenía la idea de que si lo hacía, podía llegar a despertarlo y se levantaría furioso y saldría dando latigazos a diestra y siniestra. Mejor dejarlo como estaba, no?

Cuarto velatorio, 13 años, creo que fue la primera vez que lloré. Fue el de mi tío Quico, quien me abrió las puertas al mundo de los libros y realmente lo sentí. Se había golpeado la cabeza haciendo un trabajo en su casa y no despertó más. Mi tía Lala estaba destruía y me parece que ahí comprendí la tristeza de perder a un compañero. O, quizás, yo ya comprendía qué era tener una ausencia, debido a que mi padre un par de años antes se había ido de casa. Quizás porque ellos. Quico y Lala, fueron dos puntales importantes en esos momentos y, en lo personal, me había aferrado mucho a esos afectos reales que quedaron. Si recuerdo que me prometí no llorar frente a nadie, sobre todo frente a mamá, porque ella estaba muy triste y yo quería que sintiera que podía apoyarse en mí. Por la noche, cuando nadie me podía escuchar, mi almohada supo de la enorme tristeza que la partida de Quico me produjo. También tomo consciencia de que desde esa vez, no volví a llorar frente a otra persona, incluyendo a mamá, salvo honrosas excepciones.

La vida, o la poca familia que me quedó, me hizo sortear esas situaciones por muchos años, hasta que una noche, más o menos a mis 43, nos avisaron de la muerte de Raúl, un ex compañero de trabajo de mamá, cuya esposa Nelly, también ex compañera de trabajo de mamá, había fallecido un año antes. Tal vez porque Nelly tenía muchos problemas de salud y su muerte era algo casi un hecho, no me impresionó mucho, pero la de Raúl sí.

Raúl había muerto de un infarto y nadie se había enterado hasta que una nieta adoptiva, que vivía en Bariloche, comenzó a preocuparse porque no respondía los llamados telefónicos. Se comunicó con sus tías, y los esposos de estas rompieron la puerta de ingreso para comprobar que el hombre ya tenía un par de días muerto. Lo velaron a cajón cerrado y fuimos casi a medianoche a la sala funeraria, porque iban a llevarlo al cementerio muy temprano. Recuerdo que entramos al lugar y la capilla ardiente era la última de un largo pasillo. Nos explicaron que no estaba en condiciones  de ser velado a cajón abierto y yo venía bien hasta que se me ocurrió ingresar a la famosa capilla ardiente. Sin ninguna vergüenza salí corriendo haciendo arcadas hasta el baño, que tenía un apestoso olor a desodorante de pisos, pero mucho más tolerable que el olor que salía del cajón.

Recuerdo que respiré varias veces para ventilar mis pulmones y parecía que salir de ese baño era algo así como enfrentarme a una jauría de dragones incendiarios, porque la sola idea de volver a ese corredor me volvía a descomponer. Pensaba que era una vergüenza para mi mamá el espectáculo que estaba dando, más cuando alguien golpeó la puerta del baño y me preguntó si estaba bien. Respondí que sí, que ya estaba por salir y creo que demoré unos quince minutos más, hasta que aspiré todo el aire que pude, para llenarlos del perfume que inundaba el baño y tomé coraje para salir al pasillo largo en donde estaban todos reunidos.

Intenté acompañar a mi madre junto a las sobrinas de Raúl, pero como respirar es algo imposible de evitar, debía soltar el aire acumulado en mis pulmones y aspirar el aroma que me provocó otra arcada impresionante y no me quedó otra más que salir corriendo hasta la vereda, en donde tuve que quedarme un buen rato hiperventilando, porque sentía que ese olor se me había impregnado hasta en la ropa. Mi hermano se me acercó para preguntarme qué me pasaba…un poco burlándose de mi débil estómago o mi sensible olfato y le dije que le dijera a mi madre que se quedaran todo el tiempo que quisieran, que yo los iba a esperar en al auto, así, sin despedirme ni saludar a los deudos ni nada.

Al salir ellos, les hice bajar las ventanillas del coche (eran casi las dos de la madrugada, en invierno) y viajamos por toda la avenida Champagnat desde Libertad hasta mi casa, unas 40 cuadras, con el coche abierto, para que se ventilara del olor que mi madre y mi hermano traían impregnados en sus ropas, mientras se quejaban de que yo era una exagerada y que ellos tenían frío. Les plantee que no era un buen lugar ni una buena hora para que la única conductora con registro habilitante del vehículo se detuviera a vomitar y así fue como llegamos a mi casa.


Y hoy fui a otro velatorio. Al de alguien con quien  tuve algunas discrepancias, pero siempre respeté. Una persona a la que prefiero recordar como era en vida, alegre, vivaz, siempre con un chiste a mano, inquieto. Supongo que fue un tipo feliz, porque creo que lo era y logró ganarse el cariño de muchas personas. Y ojalá que ahora descanse y ya no sufra, porque peleó con una enfermedad de mierda. Si, esa.

Sigo creyendo que la muerte forma parte de la vida. Que lloramos porque no vamos a tener la voz, el contacto, la mirada de quien nos acompañó en vida. O que tal vez aún no estamos preparados para vivir sin sus consejos y guía. Pero también creo que eso que queda en el cajón ya no es la persona que conocimos. No sé si hay algo más allá, si hay un paraíso, o sólo un limbo en donde esperamos que el espíritu encuentre otro envase para volver a este plano y seguir aprendiendo. Sólo sé que si seguimos viviendo en el corazón de quienes nos amaron y en el recuerdo de esos ojos que nos dicen que sigamos adelante, que todo va a estar bien y que ellos, desde algún lugar, van a estar cuidándonos, o que, en algún momento, nos los volveremos a cruzar, con otro envase.

Que en paz descansen todos.