miércoles, 29 de mayo de 2019

Al borde.

 

 Dicen que antes de morir, la vida pasa por tu cabeza como en una película. El rostro de tus padres, el aroma de tu flor preferida, la voz de tu primera novia, la mirada cómplice de tu mejor amigo,  tu canción favorita, la sonrisa de la mujer que elegiste como compañera de vida, el nacimiento de tu primer hijo, sus primeras sonrisas, sus balbuceos, la noticia de que ibas a ser padre nuevamente, tus hijos jugando en el jardín de tu casa, tu esposa preparando la comida, llegar del trabajo y compartir juntos la mesa, irte a dormir y saber que todo eso que lograste, así sin cosas rimbombantes, es la felicidad.

   Sólo que no te das cuentas hasta que de repente te dan un golpe y comprendés que todo eso se te esfuma como si nada, que en un segundo las risas se pueden convertir en llantos, en gritos, que las luces se van apagando y te preguntás cuál es el sentido, por qué a vos, que sos nadie, que intentaste solamente vivir, sin hacerle mal a otros. ¿Por qué? ¿Por qué arrebatarte todo así,  sin darte tiempo a entender qué hiciste mal, en donde erraste para poder corregir el camino? ¿Tenía que haber cagado a otros para que el cuento no terminara? ¿La felicidad no es eterna y te la cobran?

   Ahora estaba ahí, al borde del acantilado. Abajo, rocas, y el agua que rompía tras cada ola con una brutalidad propia de una batalla. Arriba, el  cielo celeste, sin una sola nube, dejándome ver cuán irónica puede ser la vida, porque con un cielo así, le había propuesto a ella que se casara conmigo. Con un día perfecto como el de hoy mi primer hijo llegó a casa y con un día sin nubes, mi segundo hijo pronunció “papá”.

Me enfrentaba a mí mismo porque era mi único enemigo. No tenía más tiempo que perder y debía cumplir mi promesa. La que me hice un año atrás. Cuando todo comenzó o, mejor dicho, cuando todo empezaba a terminar. Me llamo Juan, tengo 40 años, una mujer maravillosa, dos hijos hermosos y una vida que más de uno podría haber envidiado. En este preciso momento me estoy arrojando desde el borde de un precipicio de 100 metros de alto para terminar con mi vida. En menos de lo que demore en parpadear, estaré muerto, allí abajo, destrozado por las piedras y mi cuerpo será llevado por el mar.

1

   Todo comenzó hace un año, cuando tras sufrir por algunos días de un fuerte dolor de cabeza, concurrí al médico para que me recetara algo, ya que los calmantes tradicionales no me hacían nada. Me había pedido unos estudios y tenía que llevárselos para que me dijera qué cosa podía tomar. No entendía por qué tanto lío por un simple dolor de cabeza.

   Llegué al departamento que hacía de consultorio, me presenté ante la secretaria que me miraba con la misma indiferencia como si yo no estuviera allí, mientras llenaba la planilla de la obra social, me hizo firmar un par de papeles y me dijo que me sentara a esperar, que el doctor no había llegado.  Había un par de personas más en la salita, así que tomé asiento y busqué algo para leer mientras llegaba el médico. Todas revistas de chimentos y entrevistas a personas que mostraban sus miserias rodeadas de lujosas mansiones, ropa cara, yates y compañías compradas.  Dejé todo en la mesita y busqué mi teléfono para entretenerme con algún juego o leyendo las novedades que mis amigos subían a sus redes sociales. 

    Nunca entendí la puta costumbre que tienen los médicos de citarte a un horario y aparecerse ellos horas después. Me ponen nervioso, porque me gusta la puntualidad, bah, mi trabajo me la exige  y me acostumbré a cumplir horarios, normas y respetar el tiempo del otro.  Llegó casi hora y media después que yo, que tenía el tercer turno, así que me atendió unas dos horas después de mi llegada. Reconozco que no tenía ya buen humor, porque además me quedaba poca batería en el teléfono y no tenía con qué entretenerme durante ese tiempo.

  Me hizo sentar, le di los resultados de los estudios y se puso a leerlos. Intenté adivinar qué decían, pero su cara era inescrutable.  De repente se levantó del asiento, me pidió que fuera hasta una camilla, me tomó la presión, me hizo algunas preguntas sobre cómo dormía, si había tenido algún otro malestar además del dolor de cabeza, como visión borrosa o mareos. Le comenté que sí, pero que lo asociaba a que había estado agachado y me había levantado de golpe. Y que la visión borrosa era generalmente por la noche, culpa de mucha tele o jueguitos en el teléfono.

   Me realizó un par de pruebas, como seguir su dedo, mirar hacia arriba, había abajo, caminar sobre la línea que formaban los mosaicos, pronunciar algunas palabras. Cumplí con cada requerimiento, sin hacer preguntas, con más ganas de preguntarle si me estaba tomando una prueba para hacer de payaso de circo o qué, fastidiado, cansado y con hambre.

   Finalmente, se sentó nuevamente de su lado del escritorio, me invitó a acomodarme en la que estaba preparada para los pacientes y comenzó a escribir en su recetario, con esa letra enigmática y aparatosa que tienen los médicos. Me extendió el papel y sólo me dijo que pidiera un turno para hacerme una tomografía cerebral.

Confieso que tuve un poco de miedo, ganas de reírme, de decirle que no me hiciera perder el tiempo con esas cosas, que me diera algo para el dolor de cabeza y listo. También que, al cubrir la obra social esos estudios, pensé que quería aprovechar para facturarle gastos innecesarios como forma de vengarse por la demora que tenía en los pagos de sus honorarios.  Llegué a la conclusión de que no estaba mal realizarme la tomografía y me fui con el sinsabor de no tener alguna pastilla que me quitara esa sensación de pequeños pinchazos que iban creciendo hasta hacerse intolerables, al punto de desear que mi cabeza explotara en algún momento para dejar de sentir ese espantoso malestar.

   Me fui a casa, los chicos ya habían comido y se habían quedado mirando dibujos en la tele. Mi mujer estaba limpiando la cocina, pero era la excusa para poder preguntarme a solas qué había ocurrido en la consulta médica. Me costó hacerle entender que salí con la misma incertidumbre que tenía al llegar, porque pensaba que le estaba ocultando algo, pero finalmente me creyó, sabiendo que tenía la misma incógnita que yo sobre esos dolores. Nos fuimos todos a dormir, un poco más tranquilos, pero un poco más nerviosos.

   2

   A mi jefe no le gustó nada que yo le pidiera el día para hacerme el estudio. Debía trasladarme a la otra punta de la ciudad, había mucho trabajo atrasado y generalmente yo me ocupaba de todo mientras él se  iba a hacer las compras, tratar con los proveedores, ir a los bancos y ocuparse de toda la parte administrativa. Depositaba en mí toda su confianza para la operativa cotidiana: cargar los camiones, distribuir el alimento de los animales, controlar los calendarios de vacunación y preparar las manadas que debían partir hacia otros destinos. Mi momento favorito era cuando, tras organizar corderos y gallinas, podía ir tranquilo a los establos y dedicarme por completo a los caballos. Eran animales hermosos, nobles, tranquilos, con los que podía estar horas limpiándolos y cepillándolos. Por eso los dejaba siempre para el final.

   Dejé las directivas con los demás peones, para que mi ausencia no se sintiera, y decidí que me merecía dedicarme un poco a mí. Hacerse una tomografía no es doloroso, pero cuando te meten en ese aparato sentís que  puede llegar a tragarte y no volver nunca más. Respiré profundo y traté de seguir todas las indicaciones que me daban mientras luces y sonidos me bombardeaban, provocando que los pinchazos se sintieran tan insoportables como siempre.

   Dejé pasar el par de días que me separaban del próximo turno con el médico intentando no pensar en nada relacionado a mi salud y organizando mi trabajo para poder pasar más tiempo con los caballos y que los demás se ocuparan de  los otros animales. Sólo quería estar en paz, en silencio, en soledad y contestar la menor cantidad posible de preguntas. Quería reservarme para mi familia, ver a mis hijos jugar y abrazar todo el tiempo que pudiera a mi mujer. Sí, tenía miedo. No, ni loco lo iba a reconocer.

3

   Me senté en el café de la esquina, me pedí un café bien cargado y miré a la nada. No podía pensar. No quería pensar. Ni siquiera escuchaba el ruido propio del bar, no veía a los mozos, no sabía qué pasaba a mi alrededor.  En ese momento, éramos el universo y yo.

   ¿Cómo se podía procesar semejante noticia? ¿Cómo digerir la información? ¿Cómo traducir a una forma aceptable esa carga? Siempre fui un tipo sano, nunca fumé, tomé poco alcohol, algún vaso de vino en los asados, una cerveza con la pizza de los sábados, poca sal, mucha verdura. Nunca fui un deportista, pero mi trabajo me procuraba el ejercicio necesario, el campo era un lugar suficientemente saludable y, más allá de algún que otro tema, mi vida era tranquila y ordenada. ¿Por qué un tumor cerebral? ¿Por qué algo que casi no tenía solución? ¿Por qué yo?

   Los chicos en este momento estarían tomando la leche mientras miraban su programa favorito. Mi mujer les prepararía unas tostadas que ellos untarían con dulce de leche. Al más chico le gustaba agregarle café a su merienda, el más grande cacao. Ambos discutirían sobre su personaje favorito, luego jugarían con los muñecos que les habíamos comprado, en una batalla interminable de risas. Ella, con una sonrisa, levantaría los platos, acomodaría todo y luego se tiraría junto a los nenes en el sillón, para rescatar al que fuera perdiendo.

   Ella, la de los ojos grandes y negros. La que ríe con la mirada, aun estando enojada. La que con una caricia te saca el cansancio y te da la energía necesaria para enfrentar al universo. Ella, a la que juré que nunca iba a llorar por mí. La mujer que un día comenzó a caminar junto a mí y me hizo un hombre mejor. No iba a poder cumplir mi promesa. Ni iba a poder cuidarla. De nuestro juramento, sólo se cumpliría la parte de “hasta que la muerte los separe”.

   Me estoy muriendo. Y estoy sentado en este café porque soy cobarde y tengo miedo de enfrentar sus ojos,  de escuchar llorar a los chicos, de que cuando llegue a casa no exista nada. Ni casa, ni chicos, ni ella. Quizás todo sea una mentira, un sueño demasiado hermoso para ser cierto, una burbuja que me dio la vida para hacerme creer que la gente puede ser feliz. Suena el teléfono con una vibración que me devuelve al bar, al ruido, a los mozos y su nombre en la pantalla me dice que está preocupada, que es tarde, que presiente algo, que también tiene miedo. No quiero atender. No puedo atender. Tengo un nudo en la garganta que no me deja hablar. El café se enfrió. Pago sin haber consumido lo que pedí, me levanto como si dos piedras enormes me hubieran tomado los pies y me voy hasta la parada del colectivo, para que el ruido de la calle me dé una excusa cuando tenga que responder por qué no respondí su llamada.

4

   Ella me abraza. Entiende que algo no está bien. No soy capaz de decirle nada. No puedo, no porque no quiero, porque todavía no lo comprendo yo, no lo acepto. Me niego a creer que en algún tiempo seré algo parecido a una planta, que poco a poco iré transformándome en una cosa sin voluntad, a la que habrá que alimentar, vestir, limpiar.

    Me niego a no volver a tenerla entre mis brazos. A no acariciar a mis hijos nunca más. A no darles un beso cuando pase a acomodarles las frazadas mientras duermen. A no llevarlos a pescar nunca más. A no realizar nunca el viaje ese que postergamos tantas veces porque había que arreglar el cuarto, ampliar la cocina, agregar otra pieza, comprar el techo, mejorar esto o lo otro, porque también queríamos vivir un poco mejor.

   Rechazo la idea de no volver a oler las flores que plantamos durante tantos domingos, de que llegue un punto que no sepa que lo que tengo enfrente son las personas que más amé en la vida. Que me vean reducirme a algo inerte, hasta no ser más que un estorbo.


   Quizás un año, dijo el doctor. La obra social cubre sólo una parte del tratamiento, del resto debo hacerme cargo yo. ¿Yo? ¿Cómo? ¡Si voy a convertirme en algo menos atractivo que el helecho que decora el rincón favorito de ella, donde se sienta a tejer, coser, leer o entretenerse con cualquier cosa que pueda hacer con sus manos! ¿Cómo, si en poco tiempo más me van a dejar de responder las manos, las piernas, la lengua, el cuerpo entero? ¿Cómo,  con qué?

   La miré con todo el amor que tenía. Quise que tuviera en su memoria el recuerdo de esta mirada aún lúcida, todavía consciente, para que la guardara en su corazón. Me abrazó como si supiera, con sus ojos inundados de lágrimas, en silencio, porque aún teníamos que descubrir la forma de decirles a los chicos que papá se iba a morir.

5

   Tomé la decisión un domingo, un par de semanas después de tener el diagnóstico que me confirmaba que esos dolores de cabeza eran un tumor imposible de curar, que me demoré en ver al médico, que quizás si hubiera ido al principio…

   Habíamos ido a que los chicos jugaran con los barriletes, salir de paseo, mirar el sol, el mar, la vida. Habíamos llevado una  heladerita con unas bebidas, unos sándwiches, una manta para tirar en algún lado y no pensar en nada, mientras en realidad pensábamos en todo. Disfrutábamos, pero con el alma hecha un puño que apretaba el pecho y nos aguantábamos las ganas de llorar. Por ahora, a los chicos les dijimos que, quizás, papá iba a tener que hacer un viaje por un tiempo. ¿A dónde? A un campo nuevo que había comprado el patrón y tenía que ayudarle a organizar. ¿Por qué? Porque el jefe me tenía mucha confianza y papá iba a ganar mucha plata, para poder comprarles ropa, juguetes, una pelota nueva. ¿Cuándo? Todavía no lo sabíamos, porque no dependía de nosotros.

   Les mentía, a ellos les mentía con ganas, porque llegado el caso que cuando me convirtiera en un cuerpo inerte y mi mente funcionara, quería recordarlos así, riendo, cantando, saltando como conejos por todos lados, peleándose por su héroe favorito, con sus ojitos brillantes y llenos de vida. Les mentía porque quizás, cuando yo ya no fuera consciente de nada, ellos iban a llorar mucho, a estar tristes, a quedarse en un rincón preguntando por qué papá no jugaba más con ellos.

   Ella nunca supo que ese día tomé la decisión de que nunca me iban a ver vencido. No por orgullo, no por sentirme un héroe, simplemente porque no toleraba la idea de que ella sufriera un tiempo indecible con un marido a rastras que no servía para abrazarla, para amarla, para contenerla, para acompañarla en la vida como le había jurado el día que nos casamos.

   Ahí, en ese lugar, juré que ni mis hijos ni mi mujer iban a verme caer como un castillo de naipes. Que ninguno iba a darme de comer en la boca, ni limpiarme pañales, ni ver como me derrumbaba día a día hasta solo desear que muera. Decidí que, cuando mi cuerpo dejara de responder a mis órdenes, cuando sintiera que yo no iba a poder manejarme solo, cuando eso comenzara a dominar mi vida, yo le ganaría de mano. No le iba a permitir que me venciera.

6

   Y aquí estoy, frente al mar, al borde del acantilado en donde hace poco tiempo pasé el último mejor día de mi vida. Recordando esos momentos en donde pensé que era el rey del universo, que no había nada imposible para mí y desconociendo que la muerte, a veces, se pone celosa de la felicidad de los humanos y nos arrebata de los que amamos, porque quiere saber cuál es el secreto que tenemos los vivos cada vez que sonreímos.

   Estoy aquí, tomando aire por última vez, sabiendo que ella y los chicos no van a llegar a casa hasta tarde, porque los convencí de que fueran al cine, para poder escribirles una carta de despedida, diciéndoles todo lo que los amo y que no soy capaz de hacerlos sufrir. Si, ya sé, ahora van a llorar, y mucho, pero tendrán de mí el mejor de los recuerdos, la fuerza de estos tiempos en que podía hacer cosas, el amor que les pude demostrar mientras esto que tengo en la cabeza me dejó.

  Y les digo adiós. O hasta pronto. O no sé hasta cuándo. Soñando que pueda convertirme en energía y acompañarlos en sus pasos, como una sombra que los siga a todas partes. Deseando que me recuerden y, sobre todo que me perdonen. El viento está frío, tengo miedo, el mar ruge y lo último que escucho es un silbido mientras vuelo hacia mi tumba.

(cuento basado en una historia real).

jueves, 23 de mayo de 2019

¿Te acordás, hermano?

(Parodia del tango " Tiempos viejos").


¿Te acordás, hermano?

¿Te acordás, hermano? ¡Qué tiempos aquéllos!
De la joda, la farra y la libertad,
de los sueños que un día rajaron pa'l cielo,
porque una mina que vos no querías
te abrochó en el zaguán.

¿Te acordás, hermano? ¡Qué tiempos aquéllos!
Tus veinte abriles, nunca más volverán,
cuando la vida era una amante sin dueño,
y vos, tan nabo, te la dabas de gallo,
mientras una gallina te cerraba el corral.

¿Dónde está tu vidurria de ayer?
No dormir tres noches seguidas, ¿dónde está?
Hoy laburás por dos mangos y pico,
y a la noche te esperan tu mujer y los chicos,
las trifulcas y los gritos, que no te dejan en paz.

¿A dónde se fueron las ilusiones aquéllas?
Tus anhelos de llegar bien alto, ¿dónde están?
Hoy sos un pobre diablo que al treinta no llega,
le debés a Dios, a la Patria y a tu abuela,
y el bolichero de enfrente no te fía ni el gas!

¿Te acordás, hermano? ¡Qué tiempos aquéllos!
Cuando en el marote no tenías nada más que jolgorio
y la vida parecía no terminarse jamás;
apareció la mina, y con cara de velorio,
tuviste que elegir entre el casorio
o el rifle de su papá.

¿Te acordás, hermano? ¡Qué tiempos aquéllos!
Lo lindo que era vivir sin pensar!
Hoy, que ya no sos libre, ni de tu vida sos dueño,
vos marchás ficha pa' poder recordar,
hoy, que tus sueños volaron, con un vaso de vino
te encerrás en el baño, y te largás a llorar!

Muchacho.

Dedicado a Miguel Gallardo 

Muchacho

Muchacho de mirada serena,
de alma perdida en silencio de pena
que busca en el aire lo que ya no existe;
muchacho tranquilo, de bellos ojos tristes,
que sigues un camino truncado,
hace ya tiempo vacío y helado;
que tienes las manos colmadas de llanto,
que conociste la alegría...y luego el quebranto,
¿qué quiere tu alma perdida en la noche?
Ya tienen tus labios sabor a reproche,
sabor a vacío de besos y amor.
Y hasta tu piel ha perdido el moreno color.
Ahora, mustia y triste, tu piel está pálida,
y no recuerdas el verano ni la noche tan cálida
que tus brazos hicieron un poema al amor,
tesoro de versos, caricias y  pasión.
Muchacho tan triste de bella mirada,
que aún buscas, perdida en la almohada,
esa caricia completa de vida y de paz;
una caricia marchitada que nunca más sentirás.
Muchacho perdido en silencio de noche,
amargado y vacío, haciendo reproches,
buscando la mirada que nunca más te verá,
repitiendo un "te amo" que ya nadie responderá.
Muchacho que esperas la muerte
deseando en silencio poderla encontrar,
y le gritas "ven, yo quiero vencerte"...
pero, cobarte la muerte, no te viene a buscar!!

domingo, 19 de mayo de 2019

Tiempos.





Llega un tiempo en que sólo querés sentarte al sol, cerrar los ojos y saber que, al abrirlos, todo seguirá igual.

Tener entre tus manos la de quien te demostró que jamás te falló, quien siempre estuvo y retenerla, que nunca tenga que alejarse.  Pero sabés que la vida es así, y comenzás a atesorar esos pequeños momentos de paz.

Llega un tiempo en que ya no querés discusiones, ni enfrentar demonios, dragones o molinos. En que deponés las armas, porque sabés que siempre va a haber algún Quijote por ahí que las tome y te reemplace.

Llega un tiempo en que saborear una taza de café, tomándote todo el tiempo del mundo, oyendo la brisa que alborota a tu alrededor y ver la sonrisa de quien dio todo por vos. Eso no tiene precio.

Llega un tiempo en que madurás, y te vas a dormir sabiendo que jamás lastimaste a nadie, que nunca traicionaste ni siquiera a quien te clavó puñales en tu espalda, que la vida, a su tiempo, sin apurarse, cobra a cada cual los errores que cometió. 

Y en ese tiempo sonreís en paz, con el alma plena y habiendo aprendido que la felicidad aparece cuando llega ese tiempo de calma, luego de haber atravesado tantas tormentas.

(Imagen propia, hoy domingo en Parque Camet).

jueves, 16 de mayo de 2019

Jueves.





Otra vez jueves.  Eternamente jueves. Malditamente jueves. En que el teléfono permanece en silencio. En que la noche se alarga hasta el infinito. En que me revuelvo sola, sin dormir, sabiendo que nada hará que este jueves vuelva a ser como aquéllos en donde tenía tu calor.

Otra vez jueves. Otra vez el frío que me cala hasta loa huesos y las lágrimas se resisten a salir. Porque no debo llorar. Porque no debo mirar atrás.  Porque, aunque quisiera, nunca los jueves serán como esos que compartimos.

Nuevamente jueves. Y sin darme cuenta te busco, te espero, deseando que el tiempo vuelva atrás y, al mismo tiempo, que nunca hubiera ocurrido nuestro encuentro.

Malditamente jueves en que todo se empeña en recordarte, en hacerme saber que seguís ahí, a la vuelta de la esquina, pero del otro lado del abismo que pusimos.

Jueves. Nada más que jueves. Repetidamente jueves. Esperando que se termine el día, para salir del fantasma de lo que nunca debió ser.

domingo, 5 de mayo de 2019

Fiesta.





Ellos anduvieron buscándose, a través del tiempo. Se perdieron por caminos distintos, se mezclaron en multitudes, se dejaron llevar por rumbos equivocados.

Se siguieron buscando en las calles, caminando del brazo de alguien más, con la extraña certeza de estar en el lugar equivocado. Recorrieron laberintos y encrucijadas, sin saber hacia donde iban.

Hasta que un día se encontraron. Se miraron frente a frente y supieron que esta vez sí, que ahora habían llegado al destino, que eran su punto final y la respuesta a todas las preguntad que se habían estado haciendo.

Se acercaron poco a poco, porque ambos tenían heridas, cansancio, dolores, miedos imperceptibles causados por todo lo que habían vivido.

Pero no se rindieron. No se permitieron no vivir eso que los unía con la fuerza de un imán.

Sabían que eran ellos los protagonistas de un baile eterno, con la sonrisa en la mirada y la paz que les provocaba caminar juntos por la vida.  Al fin supieron que todo tenía sentido.  Al fin se habían encontrado.