martes, 30 de junio de 2015

El encuentro


"Ella caminó despacio. Entró, sabiendo que era su último destino, el lugar del que sólo saldría cuando ya no le quedara aire en los pulmones, cuando su cansado corazón diera su latido final. No era tan malo como había pensado. Su cuarto era luminoso, la dejaban realizar actividades, podía recibir las visitas de todos los amigos que había cosechado durante su vida, esas personas a las que ella había elegido que la acompañaran hasta ese momento, poca gente, pero de esas personas de las que una se siente orgullosa de haber conocido y de mantener en el tiempo.
No llegaba a ese sitio por enfermedad. Era consciente de que a su edad ya no podía estar sola en una casa grande, que necesitaba ayuda y cuidados. Nunca se creyó omnipotente. Conocía sus límites, sus debilidades y su audacia se limitaba a la velocidad de sus pensamientos, a la picardía en su mirada, a la risa repentina y estentorea que le provocaba alguna situación.
Se sentía en paz. Luego de acomodarse, decidió recorrer el lugar, conocer a los otros "inquilinos" que lo habitaban, como ella, sabiendo que sólo se irían "para siempre". Saludó a unos, se presentó con otros, caminó hacia el saloncito. En un cono de sombras descubrió a alguien, sentado en una silla de ruedas, solo y obstinado en permanecer alejado del resto.
En su cabeza sonó una frase, un recuerdo lejano que le dejó la piel de gallina, algo que le había dicho a alguien, hacía mucho tiempo. Él se había reído. Ese geriátrico había sido una vez un albergue transitorio, el lugar en donde él había tenido sexo por primera vez en su temprana adolescencia con una mujer mayor. Ella le propuso ir y el le dijo que se había convertido en un hogar para ancianos. "Seguramente coincidiremos ahí, y haremos carreras de sillas de ruedas!", le dijo divertida. El se sonrió. No entendía mucho sus chistes.
La profecía se había cumplido a medias. Si bien ambos tenían la misma edad, él parecía mucho más viejo, más desgastado, abandonado a su suerte, teniendo tanta gente alrededor. Ella seguía inquieta, más lenta que antes con el cuerpo, pero con la misma agilidad mental. Se le acercó. El siguió allí, quieto, oscuro, solo, alejado de todos. Hosco. No la miraba, porque no la veía. Nunca había visto nada que sobresaliera de su propia persona. Nunca le había importado nada que no fuera él mismo. Nunca había hecho otra cosa que conmiserarse de lo que a él le pasaba.
Ella lo llamó por su nombre. Él la miró, Le preguntó como sabía su nombre si él no la conocía. Ella sonrió, algo irónica, y dijo: "mejor así". Ella aún tenía sus piernas, dio media vuelta y salió al jardín, en donde el sol brillaba fuertemente. La vida cobraba todo. Y con ella había sido generosa.

viernes, 19 de junio de 2015

Aves del Paraíso.

Algunas mujeres somos aves del paraíso, raras, únicas, libres. Dueñas de una libertad absoluta, lejanas. Hemos escapado de los cánones sociales, de los mandatos. Logramos desoír las órdenes milenarias de cuál es nuestra misión en este mundo y logramos hacer eso que el corazón nos manda y las entrañas nos obligan.


Sin embargo, en alguna que otra oportunidad, los ciclos vitales nos empujan a olvidar nuestra naturaleza, las hormonas nos juegan una mala pasada y pensamos que, tal vez, nuestro destino era muy diferente al camino que veníamos transitando. Y dejamos nuestras alturas, nos sacamos nuestras brillantes alas, nos acomodamos al otro para estar en sintonía con él y buscamos aprender qué era eso que, según tantas personas, nos estábamos perdiendo de vivir.


Y sufrimos. Porque dejamos de ser nosotras mismas, olvidamos nuestra esencia para intentar transformarnos en alguien que no conocemos. Encerramos nuestro ser en un cajón, hacemos oídos sordos a sus gritos, encapsuladas en la fantasía de esa vida en común, embrujadas por una circunstancial debilidad emotiva.


Hasta que un día el ave del paraíso explota dentro nuestro, porque las alas no caben en ese cajón tan pequeño en donde las guardamos, se abren, se expanden y sólo piden volver a volar, recorrer cielos, brillar bajo la luz del sol, dejar esas sombras en donde olvidamos nuestra personalidad.


Y descubrimos que nunca vamos a dejar de ser aves del paraíso, que por más esfuerzos que hagamos, no somos otra cosa que parte de una especie rara, única, libre, dueña de una libertad absoluta, lejana y que tarde o temprano, por más que intentemos esconderla, sale a luz y reclama su identidad