viernes, 29 de septiembre de 2017

Antes de que me olvide, undécima parte.


Amores perros.

Me pasó con Frenesí. Era la primera vez que no quería tener un perro, porque en ese momento sentía que se había derrumbado. Había cortado definitivamente con el primer hombre al que había amado profundamente y m madre había caído en un pozo depresivo a causa de una enfermedad que le impedía trabajar.

Era la primera vez que la veía abatida, durmiendo todo el tiempo, triste. Sentía que le habían cortado los brazos y las piernas. La perra de una familia amiga había tenido cría y, en una visita que les habíamos hecho, mamá dijo "quiero a la marroncita". Nunca supe bien como hizo para verla, puesto que ese día estaban adentro de la cucha, Maggie, la madre de los cachorros, no dejaba que nos acerquemos mucho y los bebés debían tenes el tamaño de una laucha .

Por esos días mamá apenas caminaba, se le habi an hinchado tanto las piernas, que para hacer esas cinco cuadras nos tomamos un remisse. Le dije que sí, como a los locos, mientras la ayudaba a subirse a coche de Rosana, una de las dueñas de la casa , que se había ofrecido a llevarnos de vuelta. Ya adentro del vehículo repitió y agregó "quiero a la marroncita y se va a llamar Frenesí". Volví a decirle que sí, como a los locos, y no mencioné más el tema de la perra. Su salud estaba mal y no podía pensar en tener mascotas, menos una bebé .

Pasaron unos días y me mandó a la casa de Lucía y Rosana a saludarla y llevarles un ramo con las últimas flores que abril nos regalaba. Lucía me preguntó si quería a la perra, porque nos estaban esperando que nosotras eligiéramos al primer cachorro para dar al resto en adopción .

Estuve a punto de decirles que no, que mamá no estaba en condiciones de tener y atender a la cachorrita. Dudé y les pedí el teléfono. Llamé a casa y le pregunté a mamá si la quería . Me dijo que sí, que le llevara a la marroncita y que le íbamos a poner Frenesí .

Salimos al patio, fuimos al lugar en donde estaban los cachorros y Rosana trajo una bandeja con comida porque se habían desbandado por todo el parque. Había tres perritas que tenían marrón en el pelaje. ¿Cuál era la que mamá había visto? Una manchadita y las otras dos más uniformes. Tomé a dos y las miraba pensando en cual sería . La tercera se había subido sobre la bandeja y, cual pac-man , devoraba ansiosa lo que quedaba de comida, lamiendo la loza como si buscara un tesoro con su lengua diminuta.

No se por qué , pero solté a las que tenía en las manos y decidí que esa era la "marroncita". Me la llevé pensando en como haría para cuidarla y si Barbie, mi otra perra, la aceptaría . Frenesí fue la mejor decisión que tomé en mi vida, mamá salió de su depresión y yo de mi enorme tristeza. Las travesuras de "la gorda" son una anécdota aparte. Sus siete años de vida nos marcaron para siempre.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

La viuda.



   En el salón principal del Congreso velaban los restos de quien había gobernado el país por muchos años. Un sinnúmero de personas se agolpaban para pasar delante del ataúd para presentar sus respetos algunos, para mirar con rabia otros, para corroborar por sus propios ojos que el deceso fuera real muchos, para tener algo que contar a sus hijos o nietos varios y para pasar delante de las cámaras y que los vean todos sus conocidos la gran mayoría.

   Si bien era una persona de cierta edad, que había tenido problemas de salud durante su mandato que había podido sortear, el repentino anuncio de su muerte despertó cientos de sospechas. Había ocurrido lo mismo con su marido, cuyo cuerpo fue velado a cajón cerrado, se dijo que por pedido en vida por él mismo, pero jamás faltaron los suspicaces que no creyeron que allí adentro hubiera un cuerpo.

   Realizaban medidas con las fotos aéreas, sacaban conclusiones sobre si realmente estaba muerto y, si había muerto, muchos no creyeron que había sido por causas naturales. Mil leyendas se generaron a raíz de esa decisión: si su esposa lo había asesinado durante una discusión, si fue su hijo al defenderla, si fue uno de sus socios, si el cajón cerrado obedecía para ocultar un disparo que le había desfigurado el rostro, que si estaba irreconocible. Pocos sabían la verdad y  la última persona que lo había visto con vida ahora estaba en un féretro, llevándose todos los secretos a la tumba.

   En medio de la multitud, dos mujeres se acercaban al enorme salón en donde las cámaras de todos los canales de televisión mostraban al mundo las honras presidenciales. Periodistas de todo el planeta fotografiaban a los familiares, a los amigos, a gobernantes, socios políticos, empresarios, personalidades del espectáculo, la cultura,  la ciencia, que querían estar ahí por las mismas razones que la gente común: para decir que estuvieron, para hablar ante una cámara de televisión y así saciar su sed de protagonismo.

   Las dos mujeres avanzaban lentamente, escuchando murmullos, risas ahogadas, críticas, insultos dichos en voz baja, llantos. Un hombre que había llegado al centro de la escena llevaba una rosa roja en las manos.  Se persignó, dio un beso a la flor y la arrojó hacia el cajón. Si hubiera ensayado ese movimiento jamás le habría salido tan perfecto. Se retiró enjugándose los ojos, mientras buscaba un pañuelo en sus bolsillos y se limpiaba la nariz.
   Poco a poco ambas mujeres se iban aproximando y las voces iban bajando el volumen. A pesar del odio que había generado en muchos de sus compatriotas, un velatorio siempre era un lugar en donde se imponía el respeto, aunque más no fuera haciendo algo de silencio. Los pasos resonaban en la cúpula del salón a medida que se acercaban.

   Una de las mujeres iba apoyada del brazo de la otra, estaba vestida toda de negro, incluso llevaba un velo que le ocultaba el rostro. Un hombre que caminaba cerca de ellas le preguntó si sentía mucho dolor por la muerte de la gobernante como para ir vestida de esa manera. Ella movió la cabeza en señal afirmativa y siguió caminando girando el rostro hacia su compañera. El hombre sintió una enorme congoja ante el dolor de aquella desconocida, a la que, tal vez, las decisiones tomadas durante los años de gobierno habían ayudado a vivir. Se quedó detrás de ellas, emocionado y eligió el silencio, el mismo silencio que la gran mayoría estaba haciendo al acercarse al cuerpo.

   Pese a todas las opiniones en contrario, se había decidido darle los honores que le correspondían por el cargo que había ocupado, ya que la justicia aún no había decidido nada sobre las causas que se le habían iniciado por diversos hechos dudosos y a pesar de miles de testimonios y pruebas que nunca llevaban a algo concluyente. Los vericuetos legales hicieron que, pocos meses antes de dar el veredicto, el destino tomara una decisión terminante. La muerte fue el juez más imparcial y esa misma muerte nos vuelve a todos más buenos de lo que fuimos.

   Los guardias hacían entrar a grupos de a 10 personas al salón principal, para que los visitantes se detuvieran un par de minutos ante el féretro y luego siguieran el camino hacia otra salida. Habían hecho pasar a quienes iban delante de ellas, de modo que, seguramente, podrían llegar al ataúd en el próximo grupo. La mujer de negro se sentía ansiosa, sostenía fuertemente la mano de su acompañante, se apoyaba en ella, caminando con dificultad.

   Nadie sabía que no se conocían, que la mujer de negro estaba parada afuera, sola, tratando de meterse en medio de la marea humana que se agolpaba frente a las puertas del palacio legislativo. Que de repente esa otra mujer se le acercó, le ofreció ayuda para ingresar y que la de negro le dijo que sí, que por favor, que no se sentía con fuerzas para enfrentar a tanta gente, que temía caerse y que la golpearan. Charlaron poco, pero la mujer se compadeció de esa pobre señora, vestida de negro, tan frágil, cuyo temblor le trasmitía su mano sudorosa. Le propuso quitarle el velo, pero se negó férreamente, dijo que estaba acostumbrada a llevarlo, que no le molestaba. Le pasó una mano cariñosamente por la espalda y adivinó una sonrisa suave detrás de la gasa.

   Los del grupo anterior se estaban retirando. Uno de los guardias se aproximó y levantó el cordón que oficiaba de valla para que el acceso fuera ordenado y prolijo. Además de un velatorio, era un espectáculo hábilmente montado que se le ofrecía a los más de seis mil millones de habitantes de la Tierra. El oficial le extendió la mano para ayudarla a caminar, pese a que aún se sostenía de la otra mujer, iba a quedar muy bien visto la gentileza ante una señora mayor. La de negro soltó a su acompañante y se afirmó sobre el brazo que le ofrecía el guardia. Caminaron juntos hasta el centro del salón. Allí estaba, cubierta por una tela blanca, rodeada de flores, sus hijos a los costados; él con los ojos hinchados, ella con grandes anteojos oscuros;  algunos de los que habían sido los asistentes tenían cara de cansados o de estar hartos de montar ese circo…pero debían cumplir con el partido y con la “jefa” por última vez.

   Vio el rostro de la mujer que estaba dentro del féretro, si, claramente era ella, la que había mandado sobre una nación entera tantos años, la que no había escuchado a nadie más que a su propia ambición o egolatría. Nadie podía negarlo, su rostro estaba siendo visto por millones de personas que jamás podrían poner en duda su muerte, tal como habían hecho con él, con su esposo.

   El guardia tironeo del brazo de la mujer,  que salió de su ensimismamiento. Caminaron juntos hasta el otro lado del salón, mientras miraba por última vez ese salón, a las personas que rodeaban el cajón y esperó que la otra mujer la alcanzara. Salieron juntas por otra vereda, mientras su acompañante hablaba y hablaba sin que la mujer de negro escuchara ni una sola palabra, aunque hacía gestos con la cabeza afirmando o negando no sabía bien qué. Se despidieron y la mujer intentó darle un beso en la mejilla, sin que la de negro hiciera un solo gesto por quitarse el velo. Decidió frotarle el brazo y saludarla con unas lágrimas en los ojos.

   La vio caminar insegura hacia otra calle, pensando en que debía haberla acompañado a pesar de la negativa de la viuda. Pero giró sobre sus pasos y volvió a la calle por donde había entrado al Congreso, debía regresar a su casa y encontrarse con sus nietos.

      Al llegar a la esquina, la viuda dobló siguiendo la vereda y se aseguró de que la mujer que había encontrado no la siguiera, ni fuera a ayudarla a llegar a su casa. Un auto con los vidrios oscuros estaba estacionado a mitad de cuadra. Caminó despacio hasta el vehículo, un hombre vestido de traje bajó, le abrió la puerta de atrás y la ayudó a subir, cerrando la puerta tras ella. Se subió en el asiento de adelante, arrancó el motor y mirando el espejo retrovisor pudo observar el rostro de la mujer que había gobernado el país tantos años, que se había quitado el velo y le daba la orden de dirigirse al aeroparque de una localidad cercana, mientras quitaba de un sobre que había en el asiento un pasaporte nuevo, con otra identidad.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Antes de que me olvide, décima parte.



Junto con los recuerdos, muchas veces, vienen las preguntas. Sobre todo cuando no tuviste respuestas en su momento. Porque no sabías cómo formular las preguntas, o porque nadie a tu alrededor tenía las respuestas. Tal vez, porque esas respuestas solo las traía el tiempo.

Mi padre se fue de casa un 3 de enero, cuando faltaban 25 días para mi cumpleaños número 11. Sabíamos que, desde hacía un tiempo, andaba con una mujer, en donde pasaba algunos días a la semana, para volver a casa, darse un baño, cambiarse la ropa e irse otra vez, sin dar ninguna explicación ni dejarnos dinero para los menesteres básicos. Mamá salía a trabajar, para cubrir los gastos, algo que él consideraba “callejear”, entre otros vocablos mucho más desagradables.

Los vi peleando más veces de las que recuerdo haberlos visto en buenos términos y, los últimos años de esa convivencia, mamá dormía en la habitación que compartíamos mi hermano y yo. Confieso que de pequeña era lo suficientemente bruja como para oponerme a una de sus escasas reconciliaciones (no sé si saber que mi padre no cumpliría ninguna de sus promesas o el cordón umbilical invisible de concreto indestructible que me une a ella, hacía que me enojara con ella “por creerle” los cuentos que él le decía y que duraban el exacto lapso que yo predecía, más que la hija, era la suegra reencarnada de mi propio padre!).

Confieso, además, que nunca tuve una buena relación con él. Quizás porque no era un padre cariñoso, porque nunca iba a vernos a los festejos de la escuela, o porque parecía que siempre le estábamos molestando, pero su presencia se me hacía irritante. O tal vez fueron las escenas de violencia que tanto mi hermano como yo tuvimos que ver, fue lo que nos alejó de él, no lo sé. Sí sé que durante muchos años me preguntaba por qué , si el problema lo tenía con mamá, nos hizo a un lado como hijos, ya que jamás volvió a vernos y, de hecho, alguien nos contó que, al preguntarle sobre nosotros, simplemente encogió los hombros y dijo “que se arreglen”.

Por otro lado, le tenía miedo. Cuando se fue, me invadió un miedo terrible a que volviera, a que el principio de paz que habíamos logrado se esfumara, a que me separara de mi madre porque me negaba a verlo. Afortunadamente, en el juicio de separación (en esos tiempos no existía el divorcio) a la audiencia de régimen de visitas y custodia no se presentó, solo envió una carta por medio de su abogado, diciendo que si “los menores hasta la fecha estaban bien, no era necesario perturbar la armonía de sus vidas” y rechazaba cualquier tipo de relación con sus propios hijos.  Debo decir que fue un combo de sensaciones, todas mezcladas: tranquilidad porque no iba a verlo, no nos iba a molestar ni veríamos más peleas, pero por otro lado surgía la pregunta sobre por qué nos rechazaba.

Asumo que durante muchos años viví con la culpa de que se había ido  solo porque yo lo había deseado. Y lo había deseado mucho, sí, quería que se fuera, quería profundamente que en mi casa no hubiera más peleas ni discusiones, quería tener una familia “normal”, en donde todos nos tratásemos con respeto. Y durante muchos años pensé que fue mi culpa, porque mi madre tuvo que trabajar el doble para mantenernos y construir la casa que hoy tenemos, ya que él se fue dejándonos una pocilga insegura y mal hecha. (Adjunto que, además de rechazar las visitas, jamás pagó la cuota alimentaria impuesta por el juez). A esa culpa se sumó un enorme miedo: que mi madre se quedara con nosotros solo porque no le quedaba otra opción, por lástima o porque asumía esa responsabilidad y crecí con el enorme miedo a que se fuera. Muchas veces los adultos no saben el torbellino de cosas que pasan por la cabeza de un chico, que no tiene palabras para expresar tantos miedos juntos.

Los años me enseñaron a que yo no tuve nada que ver con las decisiones de los adultos y que tal vez, mi padre, no era un tipo feliz. Y descubrí con los años que terminé agradeciéndole la decisión de no volver a vernos, de dejarnos en paz, y evitándonos el tira y afloja que veo en algunas parejas que usan a los hijos de botín de guerra.  Aunque, reconozco, que siempre fue raro que junto con mi padre, mi abuela paterna, sus hermanas y hermanos, primos de su parte, desaparecieran como por arte de magia, siendo que hasta un par de meses antes venían casi todos los fines de semana a comer a casa y siendo que mi abuela y mis tías vivían a 15 cuadras de casa.

Fue raro crecer sabiendo que en algún lugar estaban todos ellos, que te los podías cruzar en cualquier momento, y, sin embargo, nunca nadie movió un pelo para saber si estábamos bien, o si necesitábamos algo. Fue raro y un trabajo muy duro despojarme de miedos y culpas,  aprender a quererme desde otro aspecto y conseguir convertirme en una hija digna para esa leona de madre que me había tocado en suerte.

Habían pasado casi 30 años cuando una noche de septiembre, un sábado, llamaron por teléfono a casa. Mi hermano atendió y me avisó que pedían por mí (el fijo está a mi nombre). Respondí y del otro lado de la línea, una mujer preguntaba si éramos los hijos de “Fulano de tal”. Me salió decirle que no, así, sin pensarlo, mientras me explicaba que él estaba internado y que los médicos le daban pocas horas de vida y que estaba buscando a la familia, también me preguntó si sabía en dónde vivía “la señora”. Casi se me escapa decirle que “la señora” era la persona con quien había convivido esos últimos 30 años, pero solo le dije que no sabía quién era, que se trataba de una coincidencia de apellido y que lamentaba mucho lo ocurrido pero que no podía ayudarla.

Corté. En casa discutimos bastante. Mamá quería ir a verlo, para preguntarle por qué se olvidó de sus hijos. Me negué rotundamente. No quería que, cuando ella entrara a la habitación, a él le diera un ataque, se muriera y con el ruido de los aparatos y el susto, ella se muriera detrás de él. Fue una etapa dura, porque además surgía el tema de la “herencia”, cosa que a mí no me interesaba. Si había vivido todo ese tiempo sin su dinero, podía seguir haciéndolo tranquilamente.

En soledad me preguntaba si había actuado igual que él, nunca se lo dije a nadie, jamás lo manifesté, pero estuve un buen tiempo cuestionando mi decisión. Hasta que una frase me retumbó en la memoria, algo que le había dicho a esa mujer que llamó a casa: “mi padre murió hace treinta años”. Era verdad, ese que estaba en el hospital era un desconocido, alguien que yo no sabía quién era, porque jamás supe quién había sido mi papá. Solo un nombre, un apellido y los primeros 10 años de mi vida.

Hice un ejercicio espiritual, me imaginé hablando con él y le pedí perdón, también  lo perdoné, quizás porque a veces seguimos modelos que nos imponen y yo conocía la historia familiar en la que se le reprochaba tener 26 años y “no sentar cabeza” (si, hace casi 60 años, si no te estabas casado para esa edad, eras un tiro al aire, un tarambana, etc, etc). Tal vez porque mi madre no tuvo carácter para dejarlo cuando tuvieron algunos problemas en su noviazgo, porque ella soñaba con tener su familia y no supo elegir a quien iba a ser su compañero de vida. Todas malas decisiones, tomadas por razones que no tenían nada que ver con el amor.

No es fácil escribir o hablar de todo esto, no es fácil escarbar en las cosas feas de la vida y contarlas, exponiendo nuestros sentimientos más profundos. Pero todo esto, también, forma parte de nuestra historia y, como tal, debe ser contada, para liberarnos de lo que nos pueda llegar a pesar.