domingo, 30 de junio de 2019

Escribir.





"Escribir me da placer. Porque me deja desarrollar lo que quiero decir. Porque estamos en una sociedad que no deja hablar al otro. Porque no nos escuchamos. Porque no sabemos reflexionar. Porque nos interrumpen con llamadas, mensajes y cosas en esos momentos en los que queremos desagotar nuestra alma. Porque aparecen los egos y siempre sufren, lloran, padecen, o les pasan peores cosas, que nos hacen callar eso que necesitamos decir porque nos quema el alma.

Escribir me da placer porque me calma. Me sosiega. Puedo estar días sin poner una sola palabra. Y de repente salen a borbotones, atropelladas, unas contra otras buscando cómo ordenarse, como explicarse entre sí para tener un sentido.

Escribir es lo que mas me identifica. Es lo que recuerdo haber querido hacer desde que era muy pequeñita, desde que descubrí el verdadero placer de la palabra escrita y leída. Escribir soy yo, es lo que me transforma y es lo que me hace sentir viva."

Imagen tomada de la web a título ilustrativo.

©Cristina Vañecek- Derechos Reservados 2019

martes, 25 de junio de 2019

Antes de que me olvide, novena parte.



No sé a partir de cuándo tuve imaginación. Quizás después de escuchar las explicaciones de mamá sobre el tema religioso, o las imágenes que me iban apareciendo en la mente cada vez que me contaba cosas de su infancia. La cuestión es que siempre tuve mucha, pero mucha imaginación y era muy difícil explicar lo que mi  mente “veía” ante determinadas ocasiones.

Uno de mis recuerdos más fuertes es verme en el asiento del colectivo, mirando por la ventanilla y pasar por el frente de una casa de venta de materiales para la construcción. Sobre una especie de tanque enorme de forma rectangular blanco, estaba un rombo negro con el nombre de la casa en letras blancas y, arriba del rombo, escrito con letras negras la frase “hormigón armado”. Por no preguntar qué era eso, durante años pensé que en ese tanque se criaban hormigas gigantes que saldrían vestidas de algo parecido a  los miembros de la Legión Extranjera, con la cara pintada con rayas negras y dispuestos a salir al combate… años después descubriría que en mi mente ese “hormigón armado” era en realidad Rambo, con vincha roja incluida. Luego sabría que era simple y vulgar cemento.

Ni qué hablar cuando, un tiempo después, por la tele hablaban de una película que hacía furor, “La Naranja Mecánica”. La imaginación se me disparaba a algo así como un lavarropas redondo y gigante de color naranja, al que le salían patitas, y que perseguía gente o realizaba alguna maldad. Tal vez hasta lanzaba rayos fulminantes (si, ya lo sé, el exceso de series estilo UFO, Los Invasores y demás hicieron más estragos en mí que si hubiera tomado ácido lisérgico).

Otra cosa que me llamaba la atención era el tema de la heladera. Luego descubrí que el misterio de la luz interior del artefacto no era algo que me quitaba el sueño sólo a mí. La teoría del enano (de origen esquimal, supongo, para tolerar el frío) que tenía la amabilidad de encender la luz para que los humanos viéramos donde estaba lo que buscábamos y que tras cerrar la puerta la apagaba, hizo que permaneciera horas (de esas en que los padres dejan a los niños solos por un rato) abriendo y cerrando la puerta infinidad de veces, algunas más rápido que las otras, y algunas dejando pasar unos minutos de intervalo, a ver si sorprendía al famoso enano in fraganti. Nunca lo logré y me decepcioné mucho cuando supe que la heladera tenía un pequeño aparatito que empujaba un interruptor al cerrar la puerta y así se apagaba la dichosa lamparita.

Y ahora llega la gran confesión. Mis padres tenían cada uno un reloj despertador en su mesita de luz, de esos que se daban cuerda. El de mamá era amarillo y el de papá era de un celeste-verdoso pálido. Me intrigaba soberanamente qué era lo que hacía funcionar las manecillas y no sé si alguien (mamá, mi abuelo, algún tío, yo misma por deducción) planteó la posibilidad de que existieran enanos, parientes del pobrecito esquimal que habitaba adentro de la heladera.  Comenzó a cosquillearme la curiosidad y cada vez que pasaba al cuarto de ellos, miraba largamente esos relojes y veía cómo sus manecillas se movían. Cómo hacían para saber a qué hora despertarnos. Y un día, de esos mismos en que me dejaban un rato sola en casa porque papá trabajaba y mamá salía para realizar un mandado, busqué el cajón de las herramientas, tomé el destornillador más pequeño y trepada en la cama grande me dediqué a desarmar el reloj celeste-verdoso de papá . No sé por qué razón pero el de mamá jamás se me hubiera ocurrido tocarlo.( Releo este párrafo y escucho la voz de mamá al salir diciendo “no hagas lío”. ¿Intuición o advertencia?).

 Con toda esa paciencia que me había quedado del traspaso de los restos de las botellas de vino de un asado (si no recuerdan busquen la tercera parte de estas anécdotas y memorias) quité las mariposas, los tornillos, la tapa y cada pieza y resorte que encontré dentro del dichoso reloj, sin descubrir una sola huella de los famosos enanos o gnomos, que en ese momento ya se me hacían más irreales que el fantasma Gasparín, que pasaban en los dibujos de la tarde. Tomé cada resorte y pieza, que habían sido colocados sobre la sábana de forma estratégicamente ordenada en el mismo sentido en que los retiré, puse la tapa, los tornillos, instalé las mariposas, le di cuerda y lo puse en hora (tampoco era cuestión de dejar huellas que me delataran). Dejé el reloj en la mesita de luz, dejé las herramientas en su caja y me fui a jugar como cualquier otra criatura, sin ninguna culpa y remordimiento.

 El reloj de papá quedó clavado en la hora señalada, situación que le provocó bastante malhumor al descubrir que ya no servía. Jamás hubiera imaginado que “la nena” podría haber hecho el desmán, al día siguiente se apareció con otro nuevo, esta vez uno de los primeros relojes chinos a pilas, cuadrado y blanco, que parecía una abeja zumbando cuando sonaba y que curiosamente me provocaba el mismo misterio que el otro, pero por precaución jamás toqué. Durante años guardé ese secreto celosamente, y por mis adentros me reía mucho cada vez que veía el aparato nuevo sonando en la mesita de luz.

Ya más crecida, las cosas fueron tomando formas reales, sin embargo, la imaginación me juega malas pasadas y, cuando escucho algo que me parece insólito o que asocio inmediatamente a algo, comienzo a reírme sola. Algunas personas que me conocen personalmente pueden atestiguar que, en vivo y en directo, y con la confianza suficiente para que no crean que estoy loca, puedo llegar a decir esas asociaciones desopilantes y mis risotadas se escuchan muy fuerte. Tal vez y quizás por eso mismo, no me costaba nada imaginarme los mundos que Julio Verne, Emilio Salgari, Cervantes Saavedra y otros maestros más, me brindaban en cada libro, objeto que descubrió mi mamá para tenerme quieta y sin romper nada.

domingo, 23 de junio de 2019

Cuando llega el amor.





Podés estar toda la vida esperándolo,  imaginado su rostro, pensando en los mil detalles que tendrá.  Podés soñar cada noche con los cuentos que escuchabas de niña y ver en cada persona que te cruces al posible príncipe encantado.

Y mientras esperás a ese ser perfecto y lleno de virtudes,  quizás dejes pasar de largo al verdadero amor de tu vida, que no tiene nada de perfecto ni de principesco. Posiblemente sea la persona que menos imagines, que jamás hubieras pensado...

Y tal vez ya te lo cruzaste,  pero enceguecida por tu obsesión imaginaria no lo supiste ver. Quizás te sorprenda una mañana sin que puedas hacer nada para evitarlo. O, tal vez, descubras que construiste poco a poco algo indestructible con quien tenías a tu lado y no veías.

Cuando llega el amor, una no sabe que está llegando. Hay que  abrir los ojos y soñar al mismo tiempo.

Imagen tomada de la web.
©Cristina Vañecek- Derechos Reservados 2019

viernes, 21 de junio de 2019

Perdición.





Aquella tarde tus manos volvieron a recorrerme.  Fuiste quitándome la ropa despacio, lentamente, depositando besos en cada rincón de mi cuerpo.

Aquella tarde te desnudé sin decir una sola palabra. Mirándote a los ojos, aprendiendo de memoria tus cicatrices y tus lunares.

Aquella tarde no fue sólo el reencuentro de dos amantes perdidos, fue el descubrimiento de algo más profundo, de lo inexorable del destino, de la inevitable voluntad divina de cruzar nuestros rumbos.

Dormí sobre tu pecho, abrazada a tu alma y mecida por el sonido de tu voz que me repetía una y otra vez la misma frase que yo no quería escuchar, porque no quería perderme en el abismo que era tu amor.

Pero no puede evitarlo. Caí hasta lo más profundo de tu ser, me perdí en cada huella de tu cuerpo y sucumbí ante tu mirada que me suplicaba una vez más.

jueves, 20 de junio de 2019

El hijo que no tuve.




El hijo que no tuve hace malabares en una avenida, se acerca a los coches que esperan detenidos el cambio de semáforo y le hacen gestos a través de las ventanillas cerradas.

El hijo que no tuve los domingos se planta en una ruta a hacer acrobacias, con los pies descalzos y los chóferes de algún ómnibus le regalan una bandeja con golosinas, que les sobraron.

La hija que no tuve recorre los comercios con una mochila rota en la espalda, preguntando si les sobró algo para darle.

La hija que no tuve tiene los bracitos marcados por el cigarrillo y las huellas de los abusos.

Los hijos que no tuve están en las plazas, reunidos con otros hijos más grandes, aprendiendo que la calle es dura y la indiferencia duele más que un puñal.

Los hijos que no tuve perdieron la inocencia atrás de un expediente al que nadie apura para que siga siendo un niño, porque nadie piensa en sus derechos de jugar, de mirar al cielo y reir.

Los hijos que no tuvimos  los que no pudimos tener hijos, están ahí, tan cerca y tan lejos, tan imposibles de alcanzar y, sin embargo, con una firma, tan posibles de ser.

(Escrito hace dos años)

©Cristina Vañecek- Derechos Reservados 2019

sábado, 15 de junio de 2019

Cuando no escribo.





Cuando no escribo, me nutro. Vivo mil vidas ajenas, rondando en las páginas de otros autores. Sueño los sueños que nunca soñé, a través de mil personajes que nunca imaginé.

Me nutro recorriendo palabras, viajando en el tiempo, escuchando canciones y consejos en esas esquinas lejanas que jamás recorreré.

Me atrevo a enfrentar tiranías, a buscar libertades. A sentarme junto a pianistas, montar a caballo con generales y ser quien cura, mata y acompaña.

Cuando no escribo, me alimento de otros escritos, de más palabras, de vuelos y caidas, de insomnios y despertares.

Cuando no escribo, sigo escribiendo, como si una sobredosis de palabras no me bastaran para expandir el mundo, porque necesito más, llegar al final y volver a vivir mil vidas, recorrer cientos de caminos y andar por todas las emociones.

Cuando no escribo, lloro mientras leo, me sumerjo en un mundo lejano en donde todos los sueños son posibles.

sábado, 1 de junio de 2019

Confesión.





   Mi nombre es Ignacio, me llamo igual que mi abuelo, al que no conocí, ya que nací exactamente un año después de su muerte, ocurrida hace 30 años. Mi madre vio una señal en ese acontecimiento y me bautizó asíen su honor.

   Mi abuelo Ignacio era un comerciante próspero, respetado por todos. Con mi abuela Gena iban a cuánto acontecimiento social se les presentara y formaban una de las parejas más envidiadas de la ciudad.

  A medida que fui creciendo, descubrí  que nunca iba a conseguir que la abuela me hablara de mi abuelo.  Sólo supe de él a través de mi madre, para quien era un semidios y, como todos, lo tenía en un altar, como a un ser casi perfecto.

   Gena, Eugenia en realidad, bajaba la mirada cuando alguien lo recordaba.  Todos pensaban que nunca superó su muerte, ocurrida una noche, en su propia cama. Debe ser terrible despertar una mañana y encontrar al amor de tu vida frío, muerto a tu costado y no haberte dado cuenta, ni haber tenido la oportunidad de decirle adiós por última vez.

   Ahora Gena tiene 85 años. Hace un tiempo, tras mucho debatir, la ingresamos en una clínica especializada porque su estado mental se hacía difícil de manejar. Allí estaría atendida y controlada por personal especializado. Yo iba a visitarla todas las semanas, con la esperanza de que me reconociera, aunque sea una sola vez. Gena miraba fijo hacia la ventana, sin emitir palabra. Algunas veces emitía algún sonido inconexo, movía las manos en el aire, como si espantara moscas imaginarias.

   Esta mañana volví a la clínica. Todos estaban alterados.  Mi abuela había despertado de su sopor. Fui corriendo hasta su cuarto y la vi sentada sobre la cama, con la misma actitud de reina gobernante que había tenido cuando era joven.

   Me extendió las manos, con un gesto amoroso que no recordaba que jamás hubiera tenido conmigo.  Me invitó a sentarme sobre la cama, a su lado. Tenía la mirada lúcida, como nunca se la había visto.

  -Ignacio, mi querido.

  Su voz tenía una dulzura particular. Me acarició el rostro.

   -Perdón.

   -¿Por qué? No tengo nada que perdornarte.

   -Si, tu abuelo.

   No entendía qué tenía que ver yo con mi abuelo, excepto que llevaba el mismo nombre.

   -El abuelo murió, Gena, antes de que yo naciera...

   -¡No! Tu abuelo no murió.- me interrumpió nerviosa.

   Me entristeció pensar que su recuperación era una fantasía, que solo había tenido un arrebato, pero nada lúcido.

   -Tranquila, abuela, no te agites.

   -Pero tenés que saberlo, tu abuelo no murió.

  No sabía como tranquilizarla, iba a pedir que le dieran un sedante, no me gustaba verla así.

  -No te vayas, necesito contarte.

   Algo en su voz hizo que me quedara a su lado. No se qué fuera a decirme, pero quizás tener a alguien que la escuche podría ayudarla.

  -Cuando lo conocí a Ignacio me volví loca por él.  Era guapo, inteligente, altivo. Me propuse conquistarlo. Logré que se fijara en mí, nos casamos y fui feliz mucho tiempo. Pasaron los años. Un día alguien llamó a casa para decirme que Ignacio estaba en la casa de una mujer.  No le creí.  Poco a poco comencé a tener dudas, hasta que decidí seguirlo.  Ahí confirmé todas las dudas.  Me engañaba con una mujer más joven, bella. Yo me sentía abrumada, porque pensaba que tu abuelo me amaba. Me derrumbé.  No sabía qué hacer. Cuando volvió a casa fingí dormir, me dio un beso en la mejilla y sentí mucho asco. Con la misma boca con la que había besado a esa mujer, me besaba a mí.  Me debatí muchos días sobre qué hacer, qué decirle. Pensaba en esas noches en que sus manos me habían buscado, apasionado, cuando regresaba por las noches y quizás horas antes había estado con otra mujer.  Enloquecí.

   "Había un frasco de veneno para hormigas en un estante de la cocina, porque habíamos tenido una invasión.  Esa noche no pensé en nada más.  Tomé el frasco, volqué parte del contenido en la comida, lo revolví y se lo llevé. Tenía miedo de que se diera cuenta.  Quizás por la costumbre de fumar habanos que había tomado el último tiempo, no notó nada raro en el sabor. Comió como si fuera su última cena. Lo era. Se fue a dormir diciendo que estaba cansado. Me dio un último beso y se acostó.  Me quedé mirándolo, sentada en la silla de mi tocador, temblando de miedo, queriendo despertarlo y decirle algo. En un momento sentí que se sacudió un poco, como si tuviera espasmos, lo escuché jadear, buscar aire, hasta que solo se hizo silencio. Esperé, me quedé quieta y tratando de contener mi propia respiración para no  ningún ruido. Temía que alguien entrara , que me descubrieran. Me levanté despacio, me acosté a su lado y sólo dejé que pasaran las horas hasta que se hiciera la mañana. No pude dormir. Sentía el frío de su cuerpo, el sonido del reloj, los ladridos de un perro lejano. Todo parecía magnificado.

  "Llegó la mañana. No sé cómo hice, pero llamé a tu madre, le dije que Ignacio amaneció muerto. Tu madre se comunicó con la policía, los médicos, algunos conocidos, se ocupó de todo. Nadie dudó de que tu abuelo había fallecido de muerte natural.  Nadie hizo ninguna pregunta. Jamás supo alguien esto que te estoy contando."

   Me quedé de piedra. No entendía nada, pero comprendía que Gena me estaba confesando un delito cuyo secreto guardó por treinta años. Y, al mismo tiempo, pensaba si todo no era un divague de su mente enferma.

  ¿Qué debía hacer? ¿Denunciar a mi abuela, después de treinta años, por haber asesinado a mi abuelo? La miré.  Su rostro se había apagado, sus ojos estaban fijos en la ventana, sus manos ya no sostenían las mías con la fuerza que habían tenido hasta pocos minutos antes. La llamé un par de veces, sin que me prestara atención.  Había vuelto a su mundo. Me fui, sin saber si guardar el secreto, contarle a mi madre o desestimar el relato que Gena acababa  de contar.