miércoles, 23 de noviembre de 2022

Mirar hacia atrás.


 "De vez en cuando, mirar hacia atrás sirve para darnos cuenta de lo que hemos vivido. De los dolores que hemos enfrentado, de las tormentas atravesadas, de los pequeños triunfos obtenidos, las alegrías compartidas y los sueños que aún nos quedan por lograr.


Pero mirar hacia atrás, sobre todo, nos da la dimensión que nuestra vida ha logrado, a cuantas personas alcanzamos, los corazónes que tocamos, las heridas que causamos y el amor que dimos y nos dieron.


Mirar hacia atrás nos hace dar cuenta de quiénes fuirmos y quienes somos, cuánto nos transformamos en cada batalla ganada o perdida, las oportunidades que tuvimos de volvernos monstruos a causa del dolor y las veces en que supimos elevarnos del mismo, para no lastimar a nadie.


Nos sirve para saber que hemos sanado el alma de tantas puñaladas mortales recibidas y darnos cuenta de que ya no portamos ningún arma para herir a nadie. Que renunciamos a imponer nuestro enojo, para dejar fluir el tiempo y olvidar el mal hecho y el recibido.


Pero sobre todo mirar  hacia tras nos sirve para darnos cuenta de cuánto camino nos queda aún por recorrer, con la ventaja de haber aprendido a través del dolor, de la risa, de la felicidad, de la traición, de la lealtad, del rencor y del amor. Y que nuestros pasos serán más firmes, porque en este momento,  parados en este  lugar del camino, ya no somos ese ser que dejamos atrás y aún no somos esa persona que nos espera más adelante".


Imagen tomada de la web 

© Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2020

martes, 22 de noviembre de 2022

Aprendí.


 


Tuve las alas rotas y el alma entre sombras. Me sentí triste, herida, sola. Viuda de mi propia soledad.  El mundo se me hizo pedazos y me derrumbé, cómo cera al sol.


Tuve el corazón apagado, la mirada oscura, la voz en silencio. La piel seca, las manos frías y los pies sin rumbo. Me quedé en medio de la nada, y no veía el horizonte por ningún lugar.


Me metí hacia adentro, se le soltaron los demonios y me carcomieron por dentro todos los sueños.  Tuve miedo de volverme oscura, de que la sangre no corriera mas por mis venas, de que la vida se quedará gris.


Y el tiempo, los días, las horas, hicieron su proceso. Poco a poco recuperé la voz, el brillo en los ojos. El corazón, despacito, sin que me fuera cuenta, volvió a latir.


Lloré. Lloré por esa que fuí. Lloré por la que quedó en el camino, con los sueños rotos y la vida a medias. Lloré cuando la dejé ahí, cuando me quité su piel y caminé una nueva huella. Le dije adiós a esa que amó tanto y le pedí que no me hiciera mirar atrás.


Aprendí a respirar de nuevo. A que la luz del sol no me lastimara. A no rezarle a la luna. Aprendí a esquivar las piedras, a saltar los pozos y a descansar en algún recodo del camino.


Y abrí los brazos al viento. A la paz. A saberme dueña de mi destino. Y abrí el alma a la posibilidad de volver a amar, a sentir, a soñar.


Imagen propia.


©Cristina Vañecek-Escritora Derechos Reservados 2022

martes, 8 de noviembre de 2022

Yiya.


 


Todo era perfecto. La mesa estaba servida de modo impecable, con delicias imposibles de resistir. Nadie pensaría que escondían un gran secreto, algo que solo ella sabría.


Tocaron el timbre. Su primera invitada había llegado algo más temprano. No importaba. Las reglas de la cortesía le impedirían probar algo antes de que lleguasen las demás.


Se dieron dos besos, uno en cada mejilla, sin tocarse, como si toda la vida hubieran practicado esa manera de saludarse.


Fueron caminando tomadas del brazo hasta el salón, mientras se comentaban chismes sobre sus familias. La invitada la miraba de una manera muy particular, como si escondiera algo, como si tuviera un secreto guardado. Intento sacarle de mentira a verdad, pero la otra solo decía que eran imaginaciones suyas.


Alabó la mesa, la preciosa porcelana española, heredada de su madre, la maravillosa disposición de todo lo que se lucía apetitosamente sobre el fino mantel bordado, con las servilletas haciendo juego. A la anfitriona se le infló el pecho de orgullo, sabiendo que nadie podría superarla recibiendo visitas.


Un nuevo timbrazo las distrajo. Dejó sola a su invitada en la sala y fue hasta la puerta, mientras pensaba en cuánto demoraría en producir el efecto esperado el secreto que guardaban aquellas masas.


Recibió a la nueva visita con la misma cordialidad, los mismos dos besos si tocar la piel y hablando de los mismos temas mientras caminaban hacia el saloncito. La primera ya se había ubicado en una silla, se levantó, repitió el ritual con la nueva invitada y todas hablaban y reían como si nada más importase.


De un vistazo notó que algo había cambiado. No pudo darse cuenta qué era, porque no quería alertar a las otras de su incipiente nerviosismo. Pero su mirada iba de sus invitadas a la mesa, esperando percibir aquéllo que había cambiado.


La primera en llegar sonreía como si se hubiera ganado la lotería. Se la notaba feliz, casi a punto de explotar.


-Traje unas masas para acompañar el té- dijo la segunda invitada.


-No hacía falta, yo preparé todo para que no se molesten- dijo ella, intentando pensar rápidamente qué era lo que había cambiado.


Se sentaron a la mesa y comenzó a servir el té.  Miró cómo sus invitadas se servían las delicias que había preparado. Solo esperaba el desenlace, para saber que había triunfado.


Se llevó la taza a los labios y sorbió lentamente, como si estuviese bebiendo una copa de champán. No podía esperar más a que las otras comenzaran para ver que el veneno hiciera su efecto.


De repente, sintió un fuego en el estómago, que le subía por la garganta y le impedía respirar. La fina taza de porcelana española cayó de sus manos, mientras agitaba los brazos y abría la boca, intentando que el aire ingresará a sus pulmones. Las dos mujeres la miraban caer, retorcerse en el suelo, mientras ella gemía intentando respirar.


Poco a poco sus ojos se nublaron, no veía nada a su alrededor y, un segundo antes de morir, recordó que la tetera no había estado sobre la coqueta carpeta tejida a crochet, a un costado del servicio, como la había dejado ella antes de ir a recibir a su segunda huésped, sino que alguien la había puesto en el centro de la mesa, sobre una de las servilletas.  Sus masas, envenenadas, aún estaban sobre el plato, como burlándose de ella.


Imagen tomada de la web.

© Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2020