domingo, 27 de agosto de 2017

Desaparecido.



Prólogo

Mientras escribo esto, la búsqueda de Santiago Maldonado está en pleno apogeo. Las peleas entre el gobierno y los grupos militantes de la oposición kirchnerista, junto con los grupos de la RAM (Resistencia Ancestral Mapuche) crece con cada marcha.

La violencia crece y la “grieta” se sostiene con quienes creen que Maldonado está escondido en algún lugar, sólo para culpar a Cambiemos de una desaparición en plena democracia (olvidando las más de 5.000 que ocurrieron desde el año 2003) y quienes acusan al actual poder de “chupar” mediante Gendarmería a un miembro de un grupo disidente, que reclama territorios ancestrales como propios para crear una “nación mapuche”.

Mientras escribo esto no sé qué pasó en realidad. Sólo sé que Santiago Maldonado está desaparecido y no hay un cuerpo para determinar su muerte (decretada por muchos que quieren “tirarle un muerto” al nuevo poder) o para saber en qué forma murió, si es que está muerto.

La incertidumbre es el peor estado en el que podemos tener a un familiar, a un ser querido, a alguien que se ha llevado su secreto y no nos puede decir dónde está ni qué le pasó.

Este texto sólo toma una teoría leída por ahí, y desarrolla una historia de absoluta ficción, basada en un hecho real y puntual: la desaparición de Santiago Maldonado. No  busca crear animosidad hacia un lado ni hacia otro, simplemente usar un hilo narrativo “posible” y llevarlo a la literatura.

Como Santiago, hay miles de personas desaparecidas en Argentina, gracias a la poca infraestructura y a la ninguna inversión que hubieron durante años en las fronteras de nuestro territorio, gracias a la corrupción policial y política que inundó al país y permitió la trata de personas. Como Santiago, por cuestiones políticas desapareció Julio López y, pese a todos los rastrillajes y búsquedas, jamás se supo que ocurrió con uno de los testigos en el juicio que se le seguía a Miguel Etchecolatz, uno de los torturadores de la dictadura militar que azotó a nuestro país durante el período 1976/1983, convirtiéndose así en la única persona que desapareció dos veces.

Sin más que decirles, y esperando que dejen su mente libre de prejuicios, les ofrezco mi obra y ojalá puedan atravesarla sin enojos, sino como una manera de abrir el debate y esperando que, en el momento en que la lean, sepamos qué pasó con este joven y por su propia voz.

Cristina Vañecek

1
Juan echó la última palada de tierra. Dio dos o tres golpes para aplanar con la herramienta el montículo, que sobresalía varios centímetros del nivel del terreno. A su lado estaba Tobías, un niño de unos 10 años, hijo de Juan, que miraba casi hipnotizado los dos metros de tierra fresca, recién removida, con ese aroma particular que tiene cuando llueve en verano.

-¿Qué pasa, chango? ¿Estás asustado?

El niño negó con la cabeza, pero sí, estaba asustado. Nunca había visto un cadáver, jamás había visto un entierro, no al menos, uno así, sin ceremonia, flores, cajón, cortejo, cánticos, lamentos. Nunca había visto manipular un cuerpo sin vida.

-¿Y por qué no vino nadie,tata?

-El hombre no tenía familia, era solo, ¿a quién le vamos a avisar, chango? Tampoco lo podíamos dejar a la intemperie, para que los buitres o las alimañas se lo coman. Mejor enterrarlo, aunque sea así, ¿no?

Tobías afirmó con la cabeza. Juan le hizo un gesto para que se levantara y lo acompañara otra vez a su casa. Mientras caminaban, varias veces miró hacia atrás, viendo cómo el montículo se hacía cada vez más pequeño.

2

La idea era hacer un corte de ruta y reclamar por los derechos de sangre de los miembros de la tribu. El chico blanco, un mochilero que había pasado por el lugar y escuchó los planes de los miembros de la comunidad, decidió acompañarlos. Le parecía legítimo el reclamo que ellos pensaban hacer.

Al rato de comenzar con el piquete, llegaron varios grupos de Gendarmería. Los miembros de la comunidad se habían preparado con piedras, se tapaban la cara con pañuelos para poder respirar en caso de que tiraran bombas de gas o lacrimógenas. Santiago se quitó un pañuelo que llevaba al cuello y lo usó de la misma forma. De repente se preguntó qué estaba haciendo ahí, si él solo estaba de paso. Pero ya no podía arrepentirse.

Ante el intento de desalojo de la ruta, los gendarmes forcejearon con los hombres, comenzaron los tiros. Los miembros de la comunidad comenzaron a retroceder. Corrieron, buscaron refugiarse en donde pudieran, detrás de arbustos, yendo hacia el río. El chico blanco corría al lado de otro joven, que lo tomó del brazo y lo llevó hacia una zona rocosa que podía servirles de escondite.

Esperaron un momento. Cuando sintieron que el ruido se había comenzado a disipar, el joven mapuche preguntó a Santiago:

-¿Qué tenés ahí?

-¿Dónde?-preguntó Santiago a su vez, mirándose el cuerpo.

-Ahí- repitió el mapuche, mientras sacaba un revolver de su cintura y daba un disparo sobre el hombro del chico blanco.

Santiago sintió un dolor punzante y un leve sangrado comenzó a surgir de su piel lastimada.

-¿Qué hacés?  Estoy de tu lado!

-Lo sé, pero ahora vamos a decir que Gendarmería te hizo desaparecer. Vamos a usar tu rastro de sangre para despistar a los rastreadores. ¿Sabés de dónde salió esta pistola?

Santiago negó con la cabeza.

-Del regimiento. Es un revolver oficial, que robamos hace un tiempo, en una incursión que hicimos de noche, cuando estaban los otros y podíamos hacer lo que se nos antojara.

Los otros era el anterior gobierno, que pactaba con los líderes de diferentes movimientos, para poder mantener el poder de algunos sectores, bajo amenazas y presiones al borde de la delincuencia. Protegidos por la corrupción, algunos miembros de la comunidad sentían que tenían el poder de hacer cualquier cosa, bajo la excusa de la lucha por sus derechos.

3

La herida había sido tratada con unos emplastos de hierbas que olían horribles. Siempre había un  miembro de la comunidad que lo vigilaba, no lo dejaban salir ni moverse de la casucha a donde lo habían llevado después de aquella trifulca. Al muchacho que le dio el tiro no volvió a verlo, le dijeron que estaba realizando reclamos en la Capital y dirigiendo la protesta por su búsqueda.

Los hombres le estaban agradecidos, porque a partir de su “desaparición”, ellos estaban en las planas de todos los diarios. Ahora, todo el país y el mundo sabían de su existencia y de sus reclamos para ocupar una porción del territorio que, decían, les pertenecían por derecho propio. Gracias a él, ahora los más famosos periodistas de los grandes medios nacionales, se preocupaban por conocer sus nombres, por contar sus historias, cada uno a su propia conveniencia.

Algunos decían que eran usurpadores, otros legítimos herederos, y el rostro de Santiago se reproducía en cada diario, revista, noticiero y programa de actualidad, reclamando su aparición y amplificando la historia que la comunidad quería dar a conocer. El proyecto de ocupación estaba en marcha y de una forma en que ellos jamás imaginaron.

Se lanzaban acusaciones al gobierno en reclamo por su desaparición, cosa que Santiago ignoraba ya que desde que había ocurrido el piquete no había tenido más contacto con sus objetos personales. No tenía celular, ni forma de contacto con el mundo fuera de las pocas personas que podían entrar a la casucha. Y debido a su carácter independiente y a su vida errante, no era extraño que sus familiares no tuvieran noticias suyas por varios días, incluso semanas, ya que muchas veces  estaba en sitios que no tenían señal telefónica, mucho menos de internet, o a veces el poco dinero que disponía no podía malgastarlo en  llamadas telefónicas.

4

Luego de un par de semanas, Santiago estaba totalmente recuperado de su herida, de la que solo quedaba una pequeña cicatriz. Quería salir de allí, volver al camino y continuar con su plan original de recorrer el sur del país. Comenzaba a ponerse nervioso y no veía la manera de poder cruzar la puerta, considerando a los dos guardianes que tenía en forma permanente, custodiando sus movimientos. Jamás lo dejaban solo, no tenía manera de huir.

Notó a través de una ventana que a varios metros de la casa, un grupo de hombres discutían airadamente. Hablaban en su idioma, de manera que Santiago no lograba comprender nada de lo que decían. Sólo una palabra se repetía, huinca, que significaba blanco, hombre blanco.

La discusión duró un rato. Luego algunos hombres se dispersaron, mientras un grupo pequeño iba hacia la casucha en donde Santiago aguardaba desde hacía 15 días una resolución. Las caras de los hombres no tenían buena señal, pero trató de pensar que siempre estaban con gesto serio.

Del grupo, entraron dos o tres. Uno le hizo una señal con la cabeza de que saliera. Santiago se puso un abrigo que encontró. Antes de salir, otro de los que habían entrado a la casa, sacó una bolsa de arpillera del bolsillo y le dijo que se la pusiera en la cabeza. No podía ver a donde irían, ni debía saber con exactitud en donde estaban. Una precaución por si, más adelante, era interrogado por alguna fuerza de seguridad. Nadie tenía que saber en dónde había estado esos días.

Santiago obedeció y salió por primera vez de esa casa guiado por los hombres de la comunidad. Caminaron un largo rato, hasta llegar a un arroyuelo. Pensó que debían estar bastante lejos del pequeño poblado conformado por varias casas, todas del mismo humilde formato que donde había estado alojado él.

Le quitaron la bolsa y vio que había otros integrantes de la comunidad. Entre ellos, el joven que le había disparado.  Cruzaron algunos saludos y comenzaron a charlar. El chico le explicaba a Santiago cuál era la situación. Que no lo podían dejar ir, ya que era buscado en territorio nacional. Que no se preocupara por su familia, porque habían hablado con ellos y les habían explicado lo ocurrido y que él se encontraba bien. Que debía seguir escondido por un tiempo, hasta que lograran su objetivo.

El joven no le explicó a Santiago que a su familia le dijeron que lo había secuestrado Gendarmería y que ellos no sabían nada de él. Y que si les pedían alguna pertenencia del joven, no se las dieran, porque seguramente las usarían para acusarlos a ellos de la desaparición. No le dijo que, durante las marchas en reclamo por su aparición con vida, cometían desmanes violentos contra distintas instituciones de seguridad que estuvieran bajo el control del gobierno. No le dijo nada que a él no le conviniera que Santiago supiera.

Algunos de los hombres se retiraron y quedaron Santiago, el joven que parecía ser el líder y un par más, que permanecían en silencio. Charlaban de cosas distintas, un poco de la situación de la comunidad, de política, de arte. Ya comenzaba a oscurecer, cuando el joven metió la mano dentro de su campera y sacó algo que brilló en la casi noche.

-Me caés bien, pibe, pero no me queda otra que hacer esto.

Le disparó a quemarropa en el pecho. Santiago cayó en el suelo, sin vida, pesadamente. El líder de la comunidad hizo un gesto y se lo llevaron, levantándolo de las axilas uno y de los pies otro, hasta una camioneta que habían dejado en un camino cercano. El joven miró la pistola, la limpio con un pañuelo y la tiró al arroyuelo. Era la misma arma que había usado para lastimar a Santiago la primera vez. La que había robado del regimiento de Gendarmería.

5

Juan salió de la casa al sentir los bocinazos. Eran dos de los custodios de Pablo, uno de los mandamases de la comunidad, a la que él había dejado de pertenecer hace tiempo.

Pero él le debía un favor a Pablo, cuando su hermano estuvo preso por robar en el almacén, para darle de comer a los pibes. Pablo lo hizo salir, aludiendo discriminación por origen y todo un palabrerío que Juan no entendía. Los hombres lo llamaron aparte. Tenían que deshacerse de un paquete y Pablo necesitaba que le pagara el favor. Bajaron algo envuelto en unas mantas, era un cuerpo. Juan no quería tener problemas, se negó, pero los hombres lo amenazaron con matarle a los chicos y a la mujer si no cumplía.

Metieron el cuerpo en un galponcito y dejaron a Juan solo. El mayorcito había visto todo, pero no entendía mucho qué pasaba. Vio a su papá colocar algo sobre una carretilla, tomar una pala y ponerla encima. Lo vio irse y decidió seguirlo. Al rato, el hombre supo que era seguido, se detuvo y esperó a que el chico lo alcanzara.

-¿Me querés ayudar, chango?

-¿Qué hay que hacer?

-Devolver a la tierra a uno de sus hijos.

Llegaron a un monte, lejos de la casa, y Juan comenzó a cavar. Cada tanto le pedía a su hijo que le alcanzara un poco de agua de un pozo cercano, o se sentaba a su lado a descansar. Cuando terminó de cavar, sacó el cuerpo de las mantas, lo colocó dentro de la tumba y lo cubrió hasta tener un pequeño montículo de tierra, apenas algo más elevado, por si alguien quería encontrarlo. Dio dos o tres golpes con la pala para aplanar un poco la tierra, que tenía ese aroma a cuando llueve en verano. Miró a su hijo, le hizo una caricia en el pelo y volvieron a la casa, pensando en quién sería ese pobre diablo que acababa de enterrar.

Fin.



viernes, 25 de agosto de 2017

Cita a ciegas.



Subió por la escalera despacio. No quería hacer ruido con los tacones de sus zapatos, pero no pudo evitarlo. Sus manos rozaron la fría madera de la baranda, sin embargo las sentía humedas por los nervios.

No quería parecer tensa. pero lo estaba. Aún no comprendía cómo había aceptado encontrarse con él en estas circunstancias. Un desconocido absoluto, una sombra en un perfil, un nombre de fantasía, una irrealidad que cada vez que se comunicaban parecía mas tangible que cualquier otra persona.

Llegó al piso y se detuvo en el corredor. Miraba cada una de las puertas, preguntándose qué estaba haciendo ahí. Tuvo el impulso de dar media vuelta sobre sí misma e irse, ¿quién podría hacerle algún reclamo? ¿Alguien tan incógnito como ella?

Una voz interior le reprochaba su incipiente cobardía. ¿Entonces para qué había perdido tantas horas indagando sobre él? ¿Confesándole sus más profundos deseos? ¿Para retirarse sin saber si eran posibles?

Caminó los pocos metros que la separaban de la puerta B y golpeó suavemente, dos veces, una vez, tres veces. Todo el camino hasta ese edificio se repetía mentalmente la clave acordada para que él supiera que era ella y no otra persona. Una duda la asaltó. ¿Cuántas más conocían ese departamento? ¿Quién más había dado esos golpes secuenciados, en clave?

Sacudió su cabeza para espantar todas esas ideas. ¡No era momento de sentir celos por el pasado de un desconocido! Repitió la secuencia de golpes dos veces. La luz del corredor se apagó tal y como habían acordado.

La puerta B se abrio com apenas un suave chirrido de sus cerrajes. Una mano extraña, fuerte, cálida, tomó la suya y sin pronunciar palabra, la invitó a entrar. Ella dio unos pasos hasta que volvió a sentir el ligero ruido de las bisagras y el pequeño golpe de la madera al cerrarse la puerta detrás suyo.

Ya estaba ahí, no podía huir, aunque le había dicho que no ocurriría nada que ella no quisiera. Volvió a sentir la mano, esta vez sobre su espalda, invitándola a dar unos pasos más. Todo permanecía en sombras, solo sabía de esa mano que la llevaba a algun sector de ese departamento.

Trastabillaba un poco, sin saber qué tenía adelante suyo. Y se preguntaba para qué se había preocupado tanto por ponerse aquél vestido rojo, los aros haciendo juego y peinado de una manera especial, si realmente aquella cita era a ciegas. Eso habían pactado.

Notó que las cortinas estaban corridas y poco a poco su vista se acomodó a esa penumbra profunda. Vio su sombra, caminando en círculos a su alrededor. Él tomo su bolso, lo arrojó sobre algún sofá cercano y se detuvo enfrente de ella. Podía sentir el sonido de su respiración.

Pasó sus manos por los antebrazos de ella y siguió el recorrido hasta llegar a los hombros. Suavemente quitó los breteles, acarició con la yema de sus dedos la piel de aquella mujer desconocida.

Quedaron desnudos, frente a frente, oliendo sus mutuos miedos. Las manos de ella rodearon la cintura de él, buscando reconocer algún rasgo en particular de aquélla piel desconocida y, sin embargo, tan deseada.

Sus bocas se encontraron en un remolino de besos. La de él bajó por el cuello, tocando los puntos más sensibles, despertando en ella un fuego escondido y provocando en un espasmo que las uñas de ella se hundieran en la piel de su espalda.

Caminaron como si bailasen, con la música que les dictaba esa pasión desconocida y sin control. Caminaron estudiándose  cada parte de sus cuerpos con las manos, recorriéndose centímetro a centímetro hasta caer sobre la alfombra. O el sillón. O la cama. ¿Importaba el lugar en donde estaban cayendo, si en realidad caían uno en el otro?

Ella explotó de placer, pidiendo a gritos saber su nombre. El estalló con un gemido ahogado mientras una lágrima corría por su mejilla. Por un momento sus ojos se cruzaron. Ella suplicaba más. Él la besó de una forma infinita, delicada, sublime. La noche los envolvió para dar rienda libre al deseo.

Por la mañana el sol la desperto. Estaba desnuda. Por unos instantes se sintió confundida, hasta que recordó ese encuentro mágico e inesperado. De repente miró a su alrededor , sorprendida. Reconoció su cuarto, sus sábanas. Su ropa estaba doblada sobre una silla,  sus zapatos de tacón al lado de la mesita de luz. Su computadora estaba encendida. Un mensaje titilaba en esa red de encuentros con una pregunta:  ¿por qué no viniste?

domingo, 20 de agosto de 2017

Viajeros.



    Mauricio llegó a la terminal de omnibus con los minutos contados. Un desperfecto mecánico en su auto lo demoró e hizo que casi perdiera la salida del micro. Lo dejó en el garage que estaba en la otra cuadra de la estación y corrio lo mas rápido que le daban las piernas para poder alcanzar al colectivo en horario. Tenía un compromiso laboral importante en Mar del Plata y, en caso de perder el bus, perdería una excelente oportunidad con una revista para la temporada de verano. Iba a ser el fotógrafo que acompañaría al cronista enviado y era una oportunidad única, no solo de ganar dinero, sino de comenzar a difundir su trabajo.

     Subió al colectivo, mostró el pasaje y buscó su asiento. Había pedido estar solo, pero lo habían ubicado en el lado de los asientos dobles y un hombre estaba acomodado del lado de la ventanilla. Un repeentino acceso de malhumor se apoderó de él, no podría fotografiar el paisaje como le gustaba hacer siempre. Casi sin querer golpeo a su compañero de asiento con el bolso que llevaba. El muchacho, que aparentemente dormía, se movió en su butaca y se quitó los anteojos oscuros que lo protegían del sol.

-Uy, flaco, disculpá.-dijo Mauricio sin ninguna culpa.

-Todo bien- murmuró el otro, mientras se acomodaba y estiraba en el reducido espacio que tenía disponible.

-¿Te lastimé?

-No, ni siquiera me despertaste- mintió.

Mauricio se acomodó en su asiento y, arrepentido por el golpe intentó trabar un dialogo con esa persona con quien compartiría varias horas de su vida. Extendió su mano abierta y ,con una leve sonrisa, se presentó:

-Mauricio, soy fotógrafo, estaba un poco nervioso porque creía que iba a perder el micro.

El otro lo miró de soslayo, extendió su mano y se presentó a su vez:

-Marco, soy mecánico y sí, dormía.

Se estrecharon las manos y ambos rieron. Mientras Mauricio terminaba de acomodarse, Marco buscó tema de conversación.

-¿Viajás por negocio o por placer?

Mauricio sonrío.

-Digamos que un poco de ambos.

-¿El trabajo es placentero o es un placer trabajoso? ¡Jajaja!

Mauricio rio fuertemente.

-¡No! Tengo una entrevista con gente
de una revista de Capital para cubrir la temporada y, si da, encontrarme con mi chica! ¿Y vos, a qué vas?

-Hace poco compré un departamento por el centro, chico, para alquilarlo en las vacaciones y los fines de semana largos, por ahí usarlo yo cuando quiero ver algún espectáculo. Y también voy  a ver a mi chica!

Se miraron como si el destino los hubiera unido se repente. Marco guardó el libro que tenía sobre sus piernas en un bolso que había dejado en el piso y sacó un paquete de galletas. Lo abrió y le ofreció a Mauricio.

-¿Hace mucho que salen?- preguntó Marco.

-No- respondió Mauricio, tomando una galleta- Gracias, tenía hambre. Nos conocemos hace bastante, pero estuvimos desencontrados. Después nos perdimos el rastro, yo me casé, tuve a mis hijas, me separé y hace unos meses me la crucé de casualidad en Facebook. Tenía dudas si era ella o no, así que le mandé un mensaje, un poco para ver qué onda, me respondió y justo ella había terminado con un tipo con el que salía...así que me dije que esta vez no se me iba a escapar!- contó Mauricio.

-El universo está conspirando a tu favor!-dijo Marco.

-¡Exacto! ¿Y vos? ¿Hace mucho que salís con ella?- preguntó Mauricio a su vez.

Marco suspiró.

-Me da un poco de vergüenza...

-Eh, amigo, yo te conté mi historia! ¿Me vas a dejar pagando?- reprochó Mauricio.

-No, no, es que en realidad todavía no la conozco personalmente.

-¿Cómo es eso?- preguntó Mauricio con curiosidad.

-Por mi taller no tengo mucho tiempo de conocer gente, bah, mujeres, así que me abrí un perfil en una de esas páginas de citas, y por las noches iba viendo qué había. Al principio medio me asusté, porque te encontrás con cada loca que quiere casarse a los cinco minutos que le pones que te gusta alguna foto!

Mauricio soltó una carcajada.

-Si, es verdad ¿Entonces, qué pasó?

-Estaba a punto de cerrar el perfil y vi una foto que me llamó la atención, me atrajo su sonrisa, su frescura, no sé, y le mandé un mensaje. Me respondió, hablamos de cosas normales, y poquito a poco me empezó a picar la idea de conocerla un poco más. Después yo tuve unos problemas familiares y la verdad es que me colgué, dejé de escribirle. Y hace unos diez o quince días me encontré con su contacto en WhatsApp, me animé a mandarle un saludo. Te confieso que pensaba que no iba a responderme o que me había bloqueado, incluso que me iba a mandar al diablo, pero es tan dulce, tan buena mina, que me respondió y me habló como si no hubiera pasado tanto tiempo. Y como dijiste vos, no iba a dejar que se me escape.

-¿Así que ustedes no se conocen?

-No, bueno, no personalmente. Si todo sale bien, nos vamos a ver en este viaje.

Mauricio miró a Marco.

-Me hiciste recordar a mi chica, ella es tan dulce, siempre tiene buen humor, una palabra de aliento, te dan ganas de hacer cualquier cosa porque todo parece más fácil cuando lo hablamos!-dijo Mauricio.

-Si, mi chica es así tambien|, tiene garra, buena energía, es postiva, yo a veces me bajoneo y ella me levanta el ánimo!- respondió Marco.

Hicieron silencio unos instantes. Mauricio fue hasta el baño del colectivo y Marco cerró los ojos, intentando recuperar esa siesta interrumpida. El regreso de Mauricio se lo impidió.

-¿Sabés qué estaba pensando?- preguntó Mauricio mientras se acomodaba nuevamente en su asiento.

-No, ¿en qué?

-Tendríamos que organizar una salida entre los cuatro.

Marco se revolvió en su butaca. Le gustó la idea que su nuevo amigo le estaba proponiendo.

-Me gusta la idea. Pero dejame conocerla primero!-contestó Marco

-¡Jajaja! Seguro, hombre, yo tambien quiero ver a la mía antes de mostrártela!- respondió Mauricio riendo.

-Hablando de mostrar, ¿tenés una foto de ella?- preguntó Marco.

-Si, ¿y vos de la tuya?

-En mi teléfono, esperá que lo busco y te la muestro.

Ambos hurguetearon en sus bolsos y sacaron los celulares, buscando cada uno la foto de las mujeres que estaban conociendo para mostrarle al otro.

-Tomá-dijo Mauricio primero- esta es Mariana.

-Qué casualidad, se llama igual que la mía. Tomá-le dijo Marco dándole su teléfono y tomando el que Mauricio le alcanzaba.

Ambos miraron la foto que mostraba el teléfono del otro. Ambos hombres se miraron, al principio con sorpresa, luego con desconcierto. Volvieron a mirar la foto sonriente de la mujer y exclamaron al unisono:

-¡Mariana!

Fin

martes, 8 de agosto de 2017

Antes de que me olvide, octava parte, porque la muerte forma parte de la vida y viceversa.



Algunas situaciones forman parte casi obligada de nuestras vidas. Son aquéllas en las que no podemos evitar bajo ningún pretexto asistir y debemos cumplir con el compromiso de la forma en que sea. Los nacimientos, los casamientos y los velatorios son esas situaciones que busco evitar de cualquier forma posible y sólo voy cuando existen razones poderosas, sobre todo internas mías, para ir.

El primer velatorio al que asistí fue al de don José Valenti, precursor en la cuadra en donde mis padres se instalaron y albañil casi forzado de varias propiedades, ya que era el único en la zona cercana. Era un hombre ya mayor,  recuerdo que era de contextura pequeña, italiano y, creo, alegre. Mamá me llevó a una casa que no era la suya y ahí lo estaban velando. Recuerdo las paredes pintadas de verde, con las lamparitas iluminando la habitación que se había destinado la capilla ardiente, el cajón en el medio y unas sillas alrededor.

Doña María, su esposa, estaba sentada en una de ellas, llorando ruidosamente. Siempre me impresionó cuán blanco era su pelo y sus ojos transparentes. Hablaba en cocoliche, y no sé por qué razón yo casi que le entendía lo que decía, siempre tenía cara de enojada, pero recuerdo que tenía alguna sonrisa y sus ojos impresionantemente celestes se perdían entre las arrugas.  Tenía unos tres o cuatro años, pero si cierro los ojos, recuerdo exactamente todo como si lo estuviera viendo en este momento.

Y confieso que no me había causado una gran impresión la muerte del hombre porque sabía que los animales del campo de otro vecino se morían (de hecho, había estado alimentado a mamadera a unas corderitas mellizas, propiedad de este vecino, cuya madre falleció en el parto). Tampoco comprendía el alcance de mis preguntas a mamá, cuyas respuestas conducían a más preguntas casi sin respuestas, por ejemplo...

Yo: ¿por qué todos lloran?
Mamá: porque don José murió.
Yo: pero me dijiste que cuando alguien muere, se va con Dios.
Mamá: si, la gente cuando muere, se va al cielo con Dios.
Yo: y si se van al cielo, con Dios, eso es bueno, están bien, ¿por qué están tristes y lloran?
Mamá: porque no lo van a ver más.
Yo: pero él va a estar bien, ¡Va a estar con Dios! ¿Por qué lloran? Tendrían que estar contentos!
Mamá:…

Esa era la parte en que me compraba un chupetín o me dejaba tocar al perro o gato familiar que aparecía de repente y conseguía distraerme de esas preguntas que la ponían nerviosa. (Y aquí es cuando me doy cuenta de que mamá no se acuerda de estas preguntas cuando dice que yo no tuve la famosa “edad de los por qué”, que suele ser a eso de los seis o siete años y, se ve, que a mí me surgió mucho antes!).

La muerte se me hacía algo natural, quizás porque veía que los animales morían o eran sacrificados. Carlos, otro vecino, tenía corrales y cada tanto carneaba una vaca, regalándonos parte de la faena y de la cual todos disfrutábamos en algún asado. Lo mismo con los pollos, los cerdos, los corderos y otros animalitos que daban vueltas por el lugar. Perros y caballos  morían de vejez, porque los atropellaba un vehículo o porque alguien los sacrificaba debido a alguna enfermedad. Quizas por eso me costaba mucho demostrar dolor o tristeza, más con la explicación religiosa que mamá le daba a la muerte, en donde si Dios era bueno y maravilloso, irse con él debería ser algo genial. Seguía sin entender por qué todos lloraban.

El segundo velatorio al que asistí fue a los ocho años y fue al de mi propio abuelo Enrique, momento gracias al cual descubrí que también se llamaba Elías y no sé por qué, me gustaba mucho más ese nombre que el que usaba normalmente. Recuerdo que mi tía Chicha apareció una tarde en casa. Había venido en un tráiler blanco, propiedad de un vecino y me preguntó muy seria si estaba mi mamá. Le dije que sí, que estaba adentro y ella ingresó a casa, le dijo a mamá que tenía que hablar con ella a solas. Al cabo de varios minutos, salieron las dos, se despidieron y mi tía Chicha se fue.

Mamá estaba muy triste y no sabía cómo decirme algo que, no me pregunten por qué, yo ya sabía. Creo que había visto en alguna película que cuando un familiar adulto llegaba de improviso a una casa y pedía hablar con otro adulto, haciendo quedar a los niños afuera, era porque alguien había muerto y pensaban que así evitaban el dolor a los niños. Y mientras escribo me pregunto cómo negarles la posibilidad de la muerte a chicos criados bajo el concepto de que un hombre fue torturado y crucificado para salvar al mundo, con la consiguiente resurrección y subida a los cielos ¿para estar con quién? ¡Sí! ¡Con Dios! (si pudiera, a este pasaje le pondría fanfarrias y coros celestiales cantando el “Aleluya”).

De modo que fui al primer funeral completo,  con ida al cementerio incluida,  y faltazo al primer día de clases, ya que a mi abuelo se le ocurrió morirse justo el domingo anterior. Recuerdo que iba y venía por la sala velatoria, bajo la mirada de reproche de mi tía Porota que pensaba que una niña debía estar triste y llorando y no correteando por todos lados. El problema fue cuando me acercaron al cajón y me propusieron “darle un besito” al muerto. Lo hice, pero tuve la sensación de que las manos que se cruzaban sobre el pecho del viejo se elevaban y descendían. Sabía por las pelis que los muertos no respiran y, ante la duda, llamé a mi mamá y le pedí el espejito que sabía siempre llevaba en la cartera.

Mamá: ¿para qué?
Yo: para ponérselo en la nariz al abuelo.
Mamá: (con expresión de no entender nada) ¿Para qué?
Yo: mirá, los muertos no respiran y el abuelo está respirando, si le ponemos un espejo, vemos si lo deja empañado y les avisamos a todos que no está muerto.

No recuerdo qué hizo mi mamá para convencerme de que no íbamos a hacer eso. Pero sé que no me dejó hacerlo. Si recuerdo que le dije a alguien más que el abuelo respiraba y ahora entiendo esas miradas de “pobrecita, no lo acepta” de varios familiares.

Tras el entierro, que me pareció un paseo más, fuimos a lo de mi abuela. Siempre me llamó la atención como la gente se consuela tras los funerales con terribles comilonas.  En la casa de mis abuelos había comida y por demás. Allí conocí a varios tíos, entre ellos a mi padrino, mi tío Luis, que por lo visto cayó como padrino de casualidad porque luego de esa ocasión, tampoco volví a verlo.

El tercer velatorio fue el de mi otro abuelo, Mateo. Ya tenía 12 años. Convengamos que a Mateo lo había visto una sola vez en mi vida (y en la suya) y la concurrencia era más una cuestión de honor familiar que otra cosa. Allí también conocí a varios tíos que no sabía que existían, y sobre todo en la cocina participé del show del chiste que mis tíos Juan y Francisco se ocuparon de brindar…para enojo de mis tías que miraban feo desde la otra sala, en donde estaban reunidas.

La situación de “dale un besito” al muerto se repitió. Y confieso que con las historias que siempre me contaron de don Mateo, aún muerto imponía su presencia. A los 77 años tenía casi todo el cabello negro y por alguna razón tuve la misma impresión que con mi otro abuelo, que sus pechos se levantaban y bajaban rítmicamente y parecía ser la única que lo notaba. Me negué al “besito”, para enojo de mamá y de mi tía Francisca. Pero la razón era bien clara. Tenía la idea de que si lo hacía, podía llegar a despertarlo y se levantaría furioso y saldría dando latigazos a diestra y siniestra. Mejor dejarlo como estaba, no?

Cuarto velatorio, 13 años, creo que fue la primera vez que lloré. Fue el de mi tío Quico, quien me abrió las puertas al mundo de los libros y realmente lo sentí. Se había golpeado la cabeza haciendo un trabajo en su casa y no despertó más. Mi tía Lala estaba destruía y me parece que ahí comprendí la tristeza de perder a un compañero. O, quizás, yo ya comprendía qué era tener una ausencia, debido a que mi padre un par de años antes se había ido de casa. Quizás porque ellos. Quico y Lala, fueron dos puntales importantes en esos momentos y, en lo personal, me había aferrado mucho a esos afectos reales que quedaron. Si recuerdo que me prometí no llorar frente a nadie, sobre todo frente a mamá, porque ella estaba muy triste y yo quería que sintiera que podía apoyarse en mí. Por la noche, cuando nadie me podía escuchar, mi almohada supo de la enorme tristeza que la partida de Quico me produjo. También tomo consciencia de que desde esa vez, no volví a llorar frente a otra persona, incluyendo a mamá, salvo honrosas excepciones.

La vida, o la poca familia que me quedó, me hizo sortear esas situaciones por muchos años, hasta que una noche, más o menos a mis 43, nos avisaron de la muerte de Raúl, un ex compañero de trabajo de mamá, cuya esposa Nelly, también ex compañera de trabajo de mamá, había fallecido un año antes. Tal vez porque Nelly tenía muchos problemas de salud y su muerte era algo casi un hecho, no me impresionó mucho, pero la de Raúl sí.

Raúl había muerto de un infarto y nadie se había enterado hasta que una nieta adoptiva, que vivía en Bariloche, comenzó a preocuparse porque no respondía los llamados telefónicos. Se comunicó con sus tías, y los esposos de estas rompieron la puerta de ingreso para comprobar que el hombre ya tenía un par de días muerto. Lo velaron a cajón cerrado y fuimos casi a medianoche a la sala funeraria, porque iban a llevarlo al cementerio muy temprano. Recuerdo que entramos al lugar y la capilla ardiente era la última de un largo pasillo. Nos explicaron que no estaba en condiciones  de ser velado a cajón abierto y yo venía bien hasta que se me ocurrió ingresar a la famosa capilla ardiente. Sin ninguna vergüenza salí corriendo haciendo arcadas hasta el baño, que tenía un apestoso olor a desodorante de pisos, pero mucho más tolerable que el olor que salía del cajón.

Recuerdo que respiré varias veces para ventilar mis pulmones y parecía que salir de ese baño era algo así como enfrentarme a una jauría de dragones incendiarios, porque la sola idea de volver a ese corredor me volvía a descomponer. Pensaba que era una vergüenza para mi mamá el espectáculo que estaba dando, más cuando alguien golpeó la puerta del baño y me preguntó si estaba bien. Respondí que sí, que ya estaba por salir y creo que demoré unos quince minutos más, hasta que aspiré todo el aire que pude, para llenarlos del perfume que inundaba el baño y tomé coraje para salir al pasillo largo en donde estaban todos reunidos.

Intenté acompañar a mi madre junto a las sobrinas de Raúl, pero como respirar es algo imposible de evitar, debía soltar el aire acumulado en mis pulmones y aspirar el aroma que me provocó otra arcada impresionante y no me quedó otra más que salir corriendo hasta la vereda, en donde tuve que quedarme un buen rato hiperventilando, porque sentía que ese olor se me había impregnado hasta en la ropa. Mi hermano se me acercó para preguntarme qué me pasaba…un poco burlándose de mi débil estómago o mi sensible olfato y le dije que le dijera a mi madre que se quedaran todo el tiempo que quisieran, que yo los iba a esperar en al auto, así, sin despedirme ni saludar a los deudos ni nada.

Al salir ellos, les hice bajar las ventanillas del coche (eran casi las dos de la madrugada, en invierno) y viajamos por toda la avenida Champagnat desde Libertad hasta mi casa, unas 40 cuadras, con el coche abierto, para que se ventilara del olor que mi madre y mi hermano traían impregnados en sus ropas, mientras se quejaban de que yo era una exagerada y que ellos tenían frío. Les plantee que no era un buen lugar ni una buena hora para que la única conductora con registro habilitante del vehículo se detuviera a vomitar y así fue como llegamos a mi casa.


Y hoy fui a otro velatorio. Al de alguien con quien  tuve algunas discrepancias, pero siempre respeté. Una persona a la que prefiero recordar como era en vida, alegre, vivaz, siempre con un chiste a mano, inquieto. Supongo que fue un tipo feliz, porque creo que lo era y logró ganarse el cariño de muchas personas. Y ojalá que ahora descanse y ya no sufra, porque peleó con una enfermedad de mierda. Si, esa.

Sigo creyendo que la muerte forma parte de la vida. Que lloramos porque no vamos a tener la voz, el contacto, la mirada de quien nos acompañó en vida. O que tal vez aún no estamos preparados para vivir sin sus consejos y guía. Pero también creo que eso que queda en el cajón ya no es la persona que conocimos. No sé si hay algo más allá, si hay un paraíso, o sólo un limbo en donde esperamos que el espíritu encuentre otro envase para volver a este plano y seguir aprendiendo. Sólo sé que si seguimos viviendo en el corazón de quienes nos amaron y en el recuerdo de esos ojos que nos dicen que sigamos adelante, que todo va a estar bien y que ellos, desde algún lugar, van a estar cuidándonos, o que, en algún momento, nos los volveremos a cruzar, con otro envase.

Que en paz descansen todos.

Antes de que me olvide, séptima parte.



Cuando uno recuerda, no puede evitar pensar en las cosas feas. Porque esas situaciones también forman parte de nuestra historia. Momentos que hubiéramos preferido no presenciar, palabras que quizás no debimos escuchar, sentimientos que, tal vez, no debíamos haber tenido de tan pequeños.

Sin embargo no seríamos estos que hemos llegado hasta aquí sin esos momentos, que forjaron nuestro carácter. Momentos tristes, en donde quisiéramos tener el don de detener el tiempo y cambiar cosas, hacer magia con en las películas y que al volver a poner en funcionamiento el reloj, todo fuera diferente.

Discusiones, gritos, peleas, silencios que se parecían a un gas que te impedía respirar, miradas que decían todo lo que se callaba, por temor a despertar lo peor del otro, fechas en donde tenías que poner tu mejor sonrisa a pesar de todo porque venían visitas y había que hacer creer que todo estaba bien, hasta que la puerta se cerraba y todo volvía a la normalidad…porque  a eso se le llamaba normalidad.

El deseo de que todo eso se termine se mezclaba con la certeza de que el cambio sería difícil, terminaba un ciclo, pero comenzaba otro y que tampoco iba a ser fácil enfrentarlo. Porque la otra parte se esfumaría como vapor en el aire, sin posibilidades de reconstruir nada. Dejando rencor, vacío, preguntas, dolor, ausencia. Dejando nada y todo al mismo tiempo, porque levantarse de eso hacía que todo costara el doble.

Los momentos feos son los que más nos definen. Los que con los años uno prefiere dejar a un costado del camino y aprende a perdonar. Porque desconocemos las razones que tuvo para no querer saber nada. Porque ignoramos las razones que tuvieron los demás para alejarse.

Es difícil escribir o hablar de esos momentos feos en los que todo parecía estallar. Pero sin ellos yo no podría estar escribiendo. Y, a pesar de todo, elijo decir que fui una persona feliz, que la vida ha sido buena y que pudimos salir adelante, a pesar de todo.