domingo, 30 de julio de 2017

Antes de que me olvide, sexta parte.



Quizás por este anhelo de escribir, siempre me gustó escuchar historias. Particularmente las de mamá, cuya familia no conocía y me resultaban un enorme misterio por develar. Mientras ella hacía miles de cosas, relataba la dura vida en el Chaco, en donde mis abuelos se habían instalado tras abandonar una Europa en medio de lo que ellos no sabían que se llamaba “posguerra de la Primera Guerra Mundial”. Y no lo sabían porque ya vivían en nuestro país cuando estalló la que luego sería llamada “Segunda Guerra Mundial”.

Mis abuelos maternos se conocieron cuando él tenía 22 años y ella 12. Mi bisabuelo, el padre de Francisca, no lo quería a Mateo, no porque él tuviera 10 años más o porque ella aún fuera una niña, sino porque no quería que las sangres se mezclaran. Mateo venía de Yugoslavia (hoy ignoro de qué parte, ya que se mezclaron un puñado de países y luego de otra guerra, la de los Balcanes, volvieron a ser países independientes uno del otro . Y Francisca era checoslovaca, tierra que posteriormente también sufrió divisiones.

Mateo raptó a Francisca, ella quedó embarazada, y Francisco, mi bisabuelo y padre de Francisca, no tuvo más remedio que aceptar la unión de su hija y ese hombre  ante el hecho consumado. Generalmente estas historias suenan a novela romántica y culebrón con final feliz o cuento de Disney y confieso que en algún momento le encontré la belleza poética al imaginarme cómo mi abuelo raptaba a mi abuela, se la llevaba a algún lugar en donde nadie pudiera hallarlos y en el que fueran felices y comieran perdices.

Sin embargo, las historias reales comienzan donde terminan los cuentos de hadas. La vida de una colonia en una tierra extranjera, en donde una niña de 12/13 años es arrancada de su lugar, para convertirse en una esposa, madre y compañera, es muy difícil. El gobierno, en aquéllos tiempos, les daba a los inmigrantes terrenos fiscales para que pudieran trabajar la tierra y ser productivos. En el Chaco, la actual pista de aterrizaje del aeropuerto de Roque Sáenz Peña es el lugar en donde mis abuelos cultivaron el algodón y mi madre dio sus primeros pasos.

 (Aprovecho este espacio para decirles a los funcionarios que dirigen dicho aeropuerto que, si un día ven a una mujer con un frasco en la mano y una palita en la otra, invadir los parques de lugar, no envíen a la policía aeroportuaria porque seré yo cumpliendo una autopromesa de traerme conmigo un pedacito de ese territorio que mi mamá caminó).

Criar diez hijos, trabajar en el campo, perder varios embarazos, soportar los malos tratos de Mateo, ver cómo desprendían a sus hijas mujeres a medida que iban creciendo y ser enviadas a la capital del país, para instalarlas en casas de familias con el fin de que trabajen como personal de servicio doméstico no creo que forme parte del sueño de ninguna mujer. Ni en 1930 ni ahora.

Finalmente mi abuelo vendió esos terrenos, o los entregó al Estado, y el resto de la familia que quedaba en Chaco viajó hacia Capital, tal vez en busca de otros sueños. Muchas veces quisiera saber qué pasaba por la cabeza de Francisca en todos esos momentos, cómo hubiera sido ella con una vida más fácil, si en vez de enamorarse de mi abuelo hubiera esperado a crecer. Y quizás la historia se hubiera repetido, con otro hombre, y yo no estaría escribiendo estas líneas.

Francisca murió a los 46 años, un mes después de su cumpleaños y sin poder ver a su primer nieto varón, a la postre mi hermano, porque mamá viajó a Mar del Plata dos años antes, estando embarazada de él y, por esas cosas de la vida, nunca pudo viajar a presentárselo. Murió casi cinco años antes de que yo naciera y cuando mi padre me vio por primera vez, sus palabras fueron  “doña Francisca” por el  parecido que notó entre esa bebé y su suegra fallecida.

Antes de que me olvide, quinta parte.

Siempre rompí reglas. Desde antes de nacer. Tal vez por un error de cálculos, en una época en que no había ecografías, hizo que el médico que atendiera a mi madre por su embarazo dijera que yo nacería para el mes de noviembre.

Y llegó diciembre, pasaron las fiestas, cambió el año y enero asomó con todo su calor, y mamá seguía embarazada.  Ella misma cuenta que en la sala de espera, cuando entre embarazadas se preguntaban de cuánto tiempo estaban, ella contestaba “once”, porque, según sus cuentas, ese era el tiempo que llevaba esperándome.

La internaron varias veces, con la clara idea de que en cualquier momento nacería y la enviaban a casa tal y como había ingresado. La última apuesta había sido la fecha de Reyes y, evidentemente, todos perdieron…ahora comprendo por qué nunca le pego a los números de la quiniela…


Finalmente nací un 28 de enero, dos meses después de lo previsto. Aquélla noche mi padre debía trabajar en el turno noche en la línea de colectivos en donde había sido componente y mamá quedó al “cuidado” de mi tía Porota, solterona para más datos. Y ahí se me ocurrió venir al mundo, rompiendo bolsa (otras cosas también diría mi hermano años después) a las doce y media de la noche.


Sin tener la menor idea sobre qué hacer, mi tía decidió esperar a que llegara mi padre, hecho que ocurrió cuatro horas después. Pidió una camioneta a un vecino, subió a mi madre y la llevó al hospital en donde no había nadie que la atendiera. De modo que nací a las 10 de la mañana, de parto seco y mamá quedó varias horas inconsciente tras parir un bebé de cuatro kilos y medio y de un tamaño importante.


A la felicidad de mamá por tener a su hija le siguió un pequeño contratiempo. “La nena” en su primera foto familiar apareció vestida con un coqueto osito celeste oscuro porque, debido al peso y al tamaño, era la única ropita que me entraba. Y mamá se había pasado todo el embarazo tejiendo cositas rosadas, blancas y amarillitas,  ilusionada en que vendría su primera hija mujer.


Quizás ese detalle fue predictivo, porque jamás me interesé en muñecas,  siempre me atrajeron mucho más los autitos que tenía mi hermano, trepar árboles, andar en bicicleta y en la salita del jardín de infantes le llamaron la atención porque sólo jugaba a los indios y vaqueros con mi inseparable compañero Enriquito y nunca participaba de los juegos con otras nenas.  Nunca entendí que tenía de atractivo usar una lata de dulce de batata de ascensor para fingir que visitaban a la vecina de arriba, y daba vuelta la sillita en donde nos sentábamos en clases y la convertía en caballo para correr detrás de los malvados indios… o vaqueros, porque los malvados cambiaban de bando todo el tiempo.


Con los años me sumergí en los libros, en las aventuras de Sandokán, del Capitán Nemo, de Davy Copperfield, de las Mujercitas y de cientos de personajes más, que fueron enseñándome que el mundo puede ser un lugar mejor si seguimos nuestros sueños.

viernes, 28 de julio de 2017

Antes de que me olvide, cuarta parte.

Todos tenemos de esos tíos que no son tíos, sino personas que aparecieron en la vida de nuestras familias y que fueron adoptados, y muchas veces, con más presencia que los de parientes de sangre. Y en mi familia ellos fueron mi tía Lala y mi tío Quico.

Su presencia fue anterior a mi nacimiento. Mis padres buscaban un terreno para comenzar su vida y Quico, que tenía un cargo importante en la empresa de transportes en donde papá trabajaba, le ofreció un lote que era propiedad de su esposa (Lala era viuda y casada en segundas nupcias con él). Mi padre le habló a mamá de eso y concretaron la venta y así fue como la familia decidió venir a vivir a Mar del Plata.

Pero la relación entre mi madre y los “tíos” no quedó allí. Mamá estaba embarazada de mi hermano y debía quedarse sola en medio de casi la nada, en una precaria casilla, ya que mi padre debía viajar con los camiones de la empresa. Y cuando ella le comentó el temor que sentía, él decidió renunciar a su empleo (sin tener otro antes, si ya sé, hoy le diríamos “cabeza de termo”). De modo que, con mi padre desocupado, mamá tuvo que buscar trabajo en casas de familia para poder pagar las cuotas restantes de la propiedad, mientras mi padre se quedaba…esperando que le cayera maná del cielo, seamos honestos.

Lala, quien no tenía hijos, quiso a mi hermano como a un nieto y le ofreció a mi madre que fuera las veces que quisiera a su casa para usase la máquina de coser, ya que mamá se daba maña para hacerle las pequeñas prendas al bebé. Mientras, la tía la ayudaba a cuidarlo. En una de esas visitas fue que mamá le puso sal a la mamadera de Marcelo, porque Lala había roto el salero y no tuvo mejor ocurrencia que poner el condimento en la azucarera que estaba vacía.

La mujer fue un apoyo para mamá en momentos muy difíciles, aunque sus consejos no fueran los más coherentes ni sabios. O, quizás, el ímpetu que ponía en manifestar la rabia que le ocasionaba mi padre, hacía que mamá evaluara riesgos y no siguiera sus consejos. El efecto era inversamente proporcional al consejo, pero funcionó bien así.



Mi tío Quico era de esos hombres que, para mí, siempre fueron mayores. Medio calvo, con pelo canoso y abundante atrás. Se teñía los bigotes y las cejas de un negro azabache, y se lustraba las uñas con un cepillo que tenía una especie de tela muy suave de color rojo. Siempre vestía elegante,  y cuando estaba de “sport” usaba un pañuelo al cuello que no dejaba de darle un aire de importancia, pese a su sencillez.

Tío Quico era un hombre impresionantemente culto. Era el único capaz de mantenernos a mi hermano y a mí quietos cada vez que íbamos de visitas (excepto el período que tuvieron a una familia vecina viviendo con ellos porque habían sido desalojados del lugar en donde alquilaban). ¿Por qué? Porque en la habitación del fondo, Quico tenía su biblioteca, en donde además guardaba sus catálogos de filatelia. Introdujo a mi hermano en el arte de coleccionar estampillas y, no sé si para mantenerme entretenida, a mí en el de la lectura. Esconderme en ese cuarto, mientras mamá y Lala cotorreaban y Marcelo y Quico se mostraban sus mutuas adquisiciones, para mí era el máximo placer.

Allí encontré todo lo que quería, allí tomaba cualquier libro que quisiera y podía pasar horas hasta que oscureciera, sin mover un músculo, atrapada entre las hojas de cualquier libro. Si me preguntan sobre temas, había de todo. Desde novelas románticas, libros de Geografía, de Historia, de Religión, el tío Quico era un hombre que abarcaba varias áreas y la única regla era mantener el orden y guardar todo donde había sido encontrado.

Hasta mucho tiempo después, desconocí un detalle de esa pareja, Quico era mormón y Lala había sido católica. Ella había adoptado su religión para casarse con él, sin embargo no había renunciado a todas sus costumbres. Y una de ellas fue la que me descubrió ese detalle.

Siempre que venían a casa a comer un asado, Lala traía una botella de vino tinto, que se llamaba “Rojo Trapal”. Cuando lo ponía en la mesa, ella decía que era la sangre de Cristo. Y como para esa época yo estaba muy emocionada con el tema de la Eucaristía por la comunión de mi hermano, me emocionaba enormemente pensar que allí teníamos parte de tan vital y sagrado elemento. Lala disfrutaba de su bebida y yo la miraba maravillada, imaginando que estaba invadida por el amor de Dios. Jamás percibí si Quico hacía un gesto al respecto, ni siquiera había notado que él no bebía el vino, ni ninguna otra bebida alcohólica.

Me quedó siempre en la mente que ese vino era “la sangre de Cristo”, al punto que, tras años de desaparecer del mercado de consumo y volver a ser envasado, me emocioné terriblemente un día que lo vi en un estante.  Volví a casa con casi la alegría de haber sido tocada con la mano de Dios, de haber tenido una visión gloriosa y pensando en esos almuerzos con la vieja botella, con su etiqueta roja y amarilla, luciendo un hermoso y enorme sol, con grandes letras, también amarillas.

Le dije a mamá que había visto ese vino, por el que la tía sentía tanta devoción…y mamá me tiró abajo todo el misticismo, contándome que en realidad el vino solo era un vino común y corriente, y que la tía lo llevaba porque era el único vicio que le había quedado de su catolicismo anterior, al que había renunciado para casarse con Quico. Ese día supe que los mormones no toman alcohol, ni vino tinto, sin embargo, el nombre de “Rojo Trapal” siempre me llevará al recuerdo de estos dos seres que amé y a los que me hubiera gustado tener más tiempo en mi vida.

martes, 25 de julio de 2017

Antes de que me olvide, tercera parte.



     Siempre fui una nena tranquila que nunca le ocasionó trastornos a su mamá. Repito, siempre fui una nena demasiado tranquila que jamás le ocasionó trastornos a su mamá ni la hizo pasar papelones. Vuelvo a decir, siempre fui una nena tranquila, que salvo un par de ocasiones, no le ocasionó trastornos a su mamá, ni la hizo pasar papelones…


     Salvo aquélla vez que tuvieron que dejarme en la casa de mi abuela María, junto a mis tías Chicha y Porota (sí, tuve una tía a la que le decían Porota, posta), porque mis padres debían ir al velatorio de alguien y, como era de noche y yo muy chiquita, no podían llevarme. Mi cordón umbilical jamás fue cortado en su totalidad, en consecuencia siempre fui bastante pegota de mi madre, ahora, durante toda mi vida y ni qué hablar en mi más tierna infancia. No me gustaba estar con mis tías y mi abuela ni cuando era un bebé que se supone no tenía mucha idea de lo que quería, pero por historias que me contaron, se ve que sí sabía lo que quería.


     Lloré  todo el tiempo que duró mi estadía con el trío de mujeres, dos solteras que no tenían mucha noción de cómo entretener a una criatura…menos a mí.  No sé cuánto tiempo estuve, pero sí supe que les hice esas horas imposibles a ellas. Al punto de que mi tía Chicha me sentara en su falda para  intentar calmarme y yo, que ya contenía esfínteres hacía bastante tiempo, me hice pis encima sólo para que me soltara y me dejara en el piso. Con la distracción, una que se fue a cambiar, las otras dos que fueron a buscar cosas para limpiar mi enchastre, vi el camino libre y abrí la puerta de calle, crucé el patio hasta el portoncito de madera blanca, corrí el cerrojo y salí a la vereda a buscar a mi mamá casi a la medianoche. En ese momento ellos llegaban del velatorio y se tropezaron conmigo y con las quejas de mis tías y mi abuela, que al descubrir mi estrategia salieron corriendo detrás de mí, quejándose de lo vergonzoso que era que una criatura le mojara la pollera a su “tía favorita”.



     Y menos esa vez en que fuimos a un kiosco, de esos amarillos que aún están por las veredas de la ciudad, y al querer comprarme un paquete de galletas lloriquear que quería “concererato”. Mamá no tenía idea qué cosa era, y señalaba diferentes paquetes, ignorando aún la traducción inmediata que mi media lengua reclamaba. La kiosquera se había puesto fastidiosa, mamá nerviosa porque yo comenzaba a llorar, hasta que, cansada de estar adivinando y luego de soportar a la comerciante decirle que qué clase de madre era que no sabía lo que pedía su hija, pidió un paquete de Merengadas. A lo que exclamé extasiada “concereraaaaato” abrazando el paquetito. Luego mi madre descubrió que en el envoltorio había un gato dibujado y relacionó el nombre inventado por mí “con ese gato” que me había atraído tanto.


     Y exceptuando aquélla otra vez que, tras un domingo familiar, quedaron en un pequeño porche interior dos canastos de alambre con diez botellas de vino tinto cada uno. Yo tendría unos tres o cuatro años y noté que todas las botellas aún conservaban unos milímetros de bebidas. Mi hermano hacía sus deberes escolares en la cocina y mamá cosía en su  máquina de coser en el dormitorio que compartía con mi padre y en donde estaba mi cama-cuna. Con el ruido de la máquina mamá no escuché el rechinar de los picos de vidrio de las botellas y, con una paciencia absolutamente admirable, trasvasé una a una, el contenido que contenían hasta juntarlo en un único recipiente. Mamá preguntó qué estaba haciendo sin dejar de coser y yo respondí con una vocecita inocente ese “nada” que debería haberla puesto en aviso de que estaba haciendo “algo”…hasta que aparecí absolutamente borracha, tambaleando y diciendo que tenía mucho sueño. De todo esto lo que más recuerdo fueron los sacudones que me daba mi madre para evitar que me durmiera, porque había leído o escuchado que era muy peligroso que los niños tomaran alcohol…y se dio cuenta por mi aliento al volver a preguntar, ahora desesperada,  que qué había hecho y mi famosa respuesta, ahora llorando porque sólo quería dormir, “nada”. Y esa fue la última vez que tomé alcohol en exceso en mi vida.


     Tampoco cuentan las veces (varias) en que nos cruzábamos con alguien por la calle y yo ponía mi peor cara porque mamá se entretenía charlando con esas personas que insistían en tocarme los cachetes, el pelo, saludarme sonrientes y preguntarme si no me acordaba de ellos con esa voz melosa que ponen los adultos cuando quieren caerles simpáticos a los niños (ambos sexos). Eso y mirar a mamá, haciendo gestos asintiendo con la cabeza, como diciendo que sí, que me acordaba, era la señal exacta para clavar un sonoro “no” como única respuesta y, acto seguido, esconderme detrás de las piernas de mamá.



     Ya más grandecita fue imposible hacerle entender que yo no tuve nada que ver con esa espina que, misteriosamente, estaba en el acolchado de verano de mi hermano y con la que se pinchó el trasero al sentarse. Sobre todo fue imposible que lo comprendiera cuando, tras pensar en llevarlo al hospital por si se le infectaba el pinchazo, dije que había esterilizado con alcohol la espina del cactus que teníamos en el patio de casa, de unos cinco centímetros aproximadamente. Mis maldades nunca fueron completas.


     Pero ya más grande, cerca de los 14 o 15…cierta tarde de domingo, habiendo venido con su Ford Falcon azul eléctrico desde Capital Federal de vacaciones mi tío José (hermano de mamá), con su esposa Perla y mi prima Marylé, nos invitaron a dar una vuelta por la costa. Éramos seis adentro del auto. Mis dos tíos, con sus enormes cuerpos, sentados adelante y nosotros tres (mamá, mi hermano Marcelo y yo) junto con mi prima, apretujados en el asiento de atrás. De repente vi una enorme pintada sobre una pared, con letras negras, con una frase que resumía algo que consideré absolutamente lógico. Se me escapó un “y sí”, que nadie comprendía y por el que preguntaron. “Vi un escrito en una pared y me pareció coherente, es lógico”. Mi tía Perla (la única culpable si nos ponemos a pensar) preguntó qué decía el cartel. Dentro del auto resonaron esas palabras por las que, luego, hubiera deseado que me tragara la tierra, “promueva la agricultura, entierre la batata”. Marylé y Marcelo estallaron en carcajadas, mamá se hundió en el asiento, mientras se ponía bordó, mi tía Perla preguntó que cómo decía semejante barbaridad y aún no comprendo como mi tío José siguió manejando sin chocarse con nada y sin hacer un solo gesto, mirando siempre para adelante…



     Sí, exceptuando algunas veces, siempre fui una nena muy tranquila, que jamás hizo pasar vergüenza a su mamá. Ni papelones, ni nada por lo cual preocuparse. Re tranquila!

lunes, 24 de julio de 2017

Antes de que me olvide, segunda parte.



    Siempre amé las letras.  Lo primero que me viene a la mente es que el primer regalo de Reyes o Navidad que recuerdo es un juego con cubos de acrílico, de color marrón con letras blancas. Con ellos fui armando mis primeras palabras.  Recuerdo que llegué a la escuela leyendo casi de corrido y que me aburría soberanamente cuando hacían pasar a otros niños antes que a mí a leer en voz alta, silabeando y deletreando palabras, casi sin ninguna coordinación. La maestra ignoraba mi brazo permanentemente en alto, pidiendo pasar para demostrar que leía y poder disfrutar de esa pasión, que muchos años después se convirtió casi en una adicción y me hizo conocer tantos mundos nuevos y maravillosos.


     La pasión/amor/adicción comenzó en el baño de casa, a una edad muy temprana.  Desde que nací mamá había tenido que lidiar con mis problemas intestinales y, cuando tuve edad para quedarme sola en el inodoro, me sentaba con una revista Billiken o Anteojito luego de que mi padre y mi hermano se fueran a su trabajo y a la escuela respectivamente. Su idea era que yo me entretuviera con los dibujos, así no me aburría mientras intentaba cumplir con mis necesidades biológicas y la dejaba a ella libre para ocuparse de limpiar y ordenar la casa.


     Cuando miré todos los dibujitos y me los había aprendido casi de memoria, para no volver a aburrirme comencé a preguntar qué significaban los “dibujos” que había dentro de los globos blancos. “Son letras y forman palabras”. Eso y la nada misma era exactamente igual. “¿Y qué son las letras y las palabras?”. “Lo que usamos para hablar”. Esa conversación fue el puntapié para  que yo comenzara a preguntar que significaba cada letra, y como se pronunciaban las palabras y la razón por la que, cuando vi en una juguetería los cubos escritos, los pidiera. Y estaban ahí, debajo del arbolito, dispuestos a ayudarme a formar mis primeras palabras, aún antes de saber escribir.


     Mi otra aproximación a mi sueño de ser escritora fue menos afortunado. Mi altura alcanzaba al asiento de las sillas del comedor, tapizadas con una cuerina roja, a las que con una birome azul imprimía mis primeros rasgos, creyendo que podría convertirme, algún día, en la que hiciera alguno de esos cuentos que comenzaba a leer en esos libritos de tapas de cartón, imitando la forma del animalito de turno que usaban de  protagonista.  El intento de escritora famosa culminó con unos chirlos en las manos cuando mamá descubrió cómo se rompían los tapizados de cuerina rojos de las sillas: yo,  dando puntazos con la birome, fingiendo que firmaba autógrafos.


     Pasaron muchos años, muchos complejos, muchos miedos y muchos libros hasta que reconocí que me debía eso a mí misma. Hasta que admití que lo que yo escribía podría llegar a gustarle a alguien, pero, sobre todo, a mí misma.


     Mi pasó por la facultad fue fugaz, sin embargo, esa primera cursada fue la más emocionante de mi vida. “Introducción a la Literatura” era dada por una profesora que venía todos los viernes desde Capital Federal, Cristina Piña. Alta, flaca con esa delgadez de quien fuma mucho, de pelo corto rubio oscuro y  unos enormes ojos claros. Su voz podía tener todas las ondulaciones que se le podían ocurrir a cualquier actor, a pesar de tener esa aspereza dada, tal vez, por el cigarrillo y sus manos danzaban durante  sus exposiciones y obligaban a llevar un grabador para registrar sus clases, porque robaba la atención del curso y, al menos yo, no podía llegar a tomar ninguna nota, porque prefería escucharla y viajar en sus palabras.


     Cristina Piña amaba a Madame Bovary. Proporcionalmente, y pese a ese ardor con el que la profesora exponía en sus clases, la odié. Leer ese libro de Flaubert fue casi una pesadilla, porque no logré compenetrarme con el personaje, no lo entendía, Emma me parecía una mujer ridícula y tonta. Durante la cursada me encontré con un tesoro, un hallazgo de bateas en oferta de libros que nadie compra.  Me enamoré de ese libro, de su personaje, de su  historia. Mademoiselle Bovary, de Maxime Benoit-Jeannin narraba la desdichada hija de Emma, explotada por su tía, vendida como prostituta, enamorada del mismo hombre que  hizo perder la cordura de su madre y de repente llegada a un mundo de descubrimiento en el que su mente se abrió, vengando la muerte de Emma, abriendo un universo flauberiano maravilloso y dejándola decidir su rumbo. Amé a Berthe profundamente, tanto como mi profesora adoraba a su madre y cuya existencia ignoraba, la de Berthe y la del libro que yo había descubierto.


     La crisis llegó cuando la profesora nos planteó como trabajo de examen final  abordar “Madame Bovary” con todas las herramientas aprendidas. La tortura de volver a leerlo y escribir algo que conmoviera a la docente, sin que sintiera que odiaba al libro y al personaje era todo un dilema. Busqué más material, más información,  intenté comprender a Emma desde algún aspecto. Finalmente decidí el título de la monografía que firmaría mi sentencia de muerte y, pensaba, la expulsión de la universidad, ya que confrontaba directamente la pasión de la doctora Piña: “Yo maté a Madame Bovary”. Por si a alguien no le había quedado claro, la novela no me gustaba.


     Como con todo en la vida, no pensé en nada mientras hacía el trabajo y una vez que lo entregué y salí del edificio me di cuenta que el título era por demás confrontativo y me comí las uñas, las manos, los codos, tenía un nudo en el estómago, me temblaban las piernas y la tarde en que iban a estar puestas las calificaciones solo quería desaparecer de la faz de la tierra. Temblaba pensando en un reprobado y en que habría perdido algo más que tiempo, mis ilusiones de, alguna vez, ser escritora. No quería buscar mi apellido en la lista, no quería preguntar si la profesora había dejado las carpetas firmadas, no quería estar allí.


    Sólo sé que al abrir la carpeta y ver la calificación más alta y una felicitación por lo expuesto en la monografía, salté de la emoción y pegué uno de esos gritos liberadores en medio del pasillo, justo enfrente de la oficina de la dirección de la materia. No sé si me miraron como a una loca a la que la absolvieron de un delito, porque bajé las escaleras leyendo y releyendo la nota que Cristina Piña había firmado al finalizar mi escrito, y no sé cómo fue que caminé las ocho cuadras que me separaban de la parada del colectivo, ni cómo hice para llegar a casa. Pero sí recuerdo que esa tarde de diciembre fue uno de los días más felices de mi vida.