Quizás
por este anhelo de escribir, siempre me gustó escuchar historias.
Particularmente las de mamá, cuya familia no conocía y me resultaban un enorme
misterio por develar. Mientras ella hacía miles de cosas, relataba la dura vida
en el Chaco, en donde mis abuelos se habían instalado tras abandonar una Europa
en medio de lo que ellos no sabían que se llamaba “posguerra de la Primera
Guerra Mundial”. Y no lo sabían porque ya vivían en nuestro país cuando estalló
la que luego sería llamada “Segunda Guerra Mundial”.
Mis
abuelos maternos se conocieron cuando él tenía 22 años y ella 12. Mi bisabuelo,
el padre de Francisca, no lo quería a Mateo, no porque él tuviera 10 años más o
porque ella aún fuera una niña, sino porque no quería que las sangres se
mezclaran. Mateo venía de Yugoslavia (hoy ignoro de qué parte, ya que se
mezclaron un puñado de países y luego de otra guerra, la de los Balcanes,
volvieron a ser países independientes uno del otro . Y Francisca era
checoslovaca, tierra que posteriormente también sufrió divisiones.
Mateo
raptó a Francisca, ella quedó embarazada, y Francisco, mi bisabuelo y padre de
Francisca, no tuvo más remedio que aceptar la unión de su hija y ese
hombre ante el hecho consumado.
Generalmente estas historias suenan a novela romántica y culebrón con final
feliz o cuento de Disney y confieso que en algún momento le encontré la belleza
poética al imaginarme cómo mi abuelo raptaba a mi abuela, se la llevaba a algún
lugar en donde nadie pudiera hallarlos y en el que fueran felices y comieran
perdices.
Sin
embargo, las historias reales comienzan donde terminan los cuentos de hadas. La
vida de una colonia en una tierra extranjera, en donde una niña de 12/13 años
es arrancada de su lugar, para convertirse en una esposa, madre y compañera, es
muy difícil. El gobierno, en aquéllos tiempos, les daba a los inmigrantes
terrenos fiscales para que pudieran trabajar la tierra y ser productivos. En el
Chaco, la actual pista de aterrizaje del aeropuerto de Roque Sáenz Peña es el
lugar en donde mis abuelos cultivaron el algodón y mi madre dio sus primeros
pasos.
(Aprovecho este espacio para decirles a los
funcionarios que dirigen dicho aeropuerto que, si un día ven a una mujer con un
frasco en la mano y una palita en la otra, invadir los parques de lugar, no
envíen a la policía aeroportuaria porque seré yo cumpliendo una autopromesa de
traerme conmigo un pedacito de ese territorio que mi mamá caminó).
Criar
diez hijos, trabajar en el campo, perder varios embarazos, soportar los malos
tratos de Mateo, ver cómo desprendían a sus hijas mujeres a medida que iban
creciendo y ser enviadas a la capital del país, para instalarlas en casas de
familias con el fin de que trabajen como personal de servicio doméstico no creo
que forme parte del sueño de ninguna mujer. Ni en 1930 ni ahora.
Finalmente
mi abuelo vendió esos terrenos, o los entregó al Estado, y el resto de la
familia que quedaba en Chaco viajó hacia Capital, tal vez en busca de otros
sueños. Muchas veces quisiera saber qué pasaba por la cabeza de Francisca en
todos esos momentos, cómo hubiera sido ella con una vida más fácil, si en vez
de enamorarse de mi abuelo hubiera esperado a crecer. Y quizás la historia se
hubiera repetido, con otro hombre, y yo no estaría escribiendo estas líneas.
Francisca
murió a los 46 años, un mes después de su cumpleaños y sin poder ver a su
primer nieto varón, a la postre mi hermano, porque mamá viajó a Mar del Plata
dos años antes, estando embarazada de él y, por esas cosas de la vida, nunca
pudo viajar a presentárselo. Murió casi cinco años antes de que yo naciera y
cuando mi padre me vio por primera vez, sus palabras fueron “doña Francisca” por el parecido que notó entre esa bebé y su suegra
fallecida.