(imagen tomada de la web)
Como todos los días, luego del desayuno,
limpiaba las migajas que él había dejado sobre la mesa. Lanzaba un suspiro,
mientras con el repasador borraba sus últimas huellas. Lavaba los platos
pensando en las responsabilidades cotidianas. El mercado, la limpieza, el
almuerzo solitario; porque él regresaba muy tarde; volver a limpiar la cocina, planchar,
coser su ropa, mirar alguna que otra telenovela, pensar en la cena y volver a
lavar los platos; acostarse y esperar el día siguiente, que vendría con la
misma aterradora rutina.
Cerró
la canilla con un gesto lleno de agobio. Hacía casi diez años que se habían
casado; en abril sería el aniversario y faltaban apenas dos meses. Diez años de
agotadora rutina. Al principio había creído amarlo; después había pensado que
el amor llegaría con el tiempo; más tarde creyó que con los hijos; finalmente
tenía que reconocer que el amor no iba a llegar. Jamás.
Guardando el último plato en la bajomesada, dejó el repasador extendido
para que se secara y se dirigió hacia la mesa en donde la esperaba una pila de
ropa para planchar. Y pensaba. Pensaba en esos hijos que nunca llegaron, con
los cuales tenía la esperanza de cambiar, sólo un poco, la rutina de su vida.
Un pantalón, un pañuelo, una camisa...y los hijos que no vinieron. Tal vez fue
mejor así, para que no sufrieran, para que no pasasen necesidades. O tal vez,
si tan sólo hubiesen tenido uno, uno solito, quién sabe, les hubiera cambiado
la vida. Pero ese hijo nunca se anunció.
Buscó
la bolsa del mercado, se puso el abrigo y salió. Mientras caminaba, veía a los
hijos de sus vecinos jugando en la vereda y en la plaza; y soñaba que uno de
esos niños podía ser suyo. Sonrió. La idea era medio loca. O quizás era ella
que se estaba volviendo loca.
Pan,
cebolla, carne, manteca..., él no había sido malo con ella. Le había dado lo
mejor que había podido, dentro de lo que su situación económica le permitía. Y
hasta hacía horas extras para que ella no tuviera que salir a trabajar... La
lechuga tenía un caracol, había que cambiarla y discutir otra vez con el
verdulero. Tal vez poco delicado en ciertas ocasiones, por no conocer en
profundidad el alma frágil de una mujer. Quizás algo primitivo en los momentos
de intimidad, en los cuales, luego de satisfacer sus necesidades, se daba
vuelta y se quedaba dormido. Y a ella le dolía el corazón, porque él no le
decía palabras de amor. ¿Hacía cuánto tiempo que no le decía que la amaba?
¿Cuánto que no le hacía sentir que era una mujer más allá de lo físico?
Guardó sus compras cuidadosamente. No tenía ganas de almorzar. Tenía
ganas de... de no sabía exactamente qué. Se recostó en su cama y trató de
dormir una siesta. Pero su mente se negaba a dormir; divagaba por los oscuros
rincones de su alma.
Podría aprender a tejer, o también podría asistir a algún curso de
costura; tenía que hacer algo para cambiar un poco, nada más, su rutina. Pero
él la miraría y en su cara ella leería sus pensamientos "¿es que no sos
feliz?", le preguntaría con los ojos llenos de angustia. Y ella se sentiría
desdichada, mala, y terminaría llorando, como siempre.
Intentó dormir, pero un escozor no la dejó. Sentía que la poca juventud
que le quedaba se estaba marchitando y, en ese momento, le ardía la sangre, y
se le helaba al mismo tiempo. ¿Qué le estaba ocurriendo? Sin duda, sería la
menopausia. Pero aún no tenía la edad para ello.
Rutina, rutina, rutina. Esa palabra taladraba muchas veces en su cerebro
en forma febril. En el fondo de su alma se sentía harta de la vida que llevaba,
pero esa era la vida que ella había elegido. ¿La había elegido ella, realmente?
¿O fue el miedo a quedarse sola, sin una mano que le diera abrigo y protección,
el verdadero motivo de semejante elección?
En ese
instante recordó a su primer novio. Retornaban a su cabeza las sensaciones
adolescentes, las necesidades "prohibidas", hijas de una educación
cerrada, que la hacían sentirse culpable de vivir. Tuvo también muchísimo miedo
de las posibles consecuencias, y no lo volvió a ver nunca más...
Así
acababan siempre las cosas. Una se negaba a "eso" y era no saber más
del fulano en cuestión. Pero con su marido no fue así. Ella se hizo respetar y
él la llevó virgen ante Dios. ¿Había resultado un triunfo o un fracaso? La
noche de bodas terminó desastrosa, convirtiéndose en una viuda de sus
ilusiones.
Pero poco
a poco se fue acostumbrando. Cerraba los ojos y esperaba el final. A veces,
cuando él dormía, lloraba en silencio. Porque se sentía usada. Sentía asco de
algo que debería ser hermoso. Porque se le erizaba la piel cada vez que él se
le acercaba.
"Tutto l'uommo sono uguale", repetía el estribillo cansador de
la abuela, cada vez que se enteraba de las calavereadas del abuelo. Y se
resignaba a ello, diciendo que los hombres tenían necesidades distintas,
impropias de una mujer decente.
"Todos los hombres son iguales", escuchó decir a su madre bajo
similares circunstancias, y aceptando silenciosamente la misma distinción
ancestral entre los hombres, con necesidades propias de las bestias, y las
mujeres, con virtudes semietéreas.
Ella
quería creer que la diferencia entre hombre y mujer no era tan abismal. Ella
quería pensar que tenía el mismo don para sentir. Ella, que jamás sintió en sus
entrañas el fuego del deseo. Ni siquiera pudo sentir el dulce aleteo de
mariposa de un hijo, la tierna fragilidad de otra vida dentro de ella.
Se
miró con detenimiento en el espejo. Aún era bonita. No necesitaba de mucho
maquillaje y su piel conservaba cierta lozanía. Se desvistió con lentitud,
hasta quedar totalmente desnuda y se puso su mejor vestido. Se maquilló con
cuidado, como nunca lo había hecho. Cepillo su pelo con delicadeza; un cabello
falto de canas, hermoso. Cuando hubo terminado se observó con detenimiento,
reconociendo centímetro a centímetro a esa nueva mujer que era. A esa otra
mujer que se rebelaba contra su destino de esclava con el nombre de señora, que
protestaba contra toda su vida pasada. Se sentía como si todos esos años
hubiese sido una serpiente a la que de repente le llegaba la época de mudar la
piel. Sonrió a la imagen que le brindaba el espejo. Una imagen totalmente
distinta, joven, vital, nuevamente virgen.
Notó
un brillo extraño en ese espejo, que la mostraba tan diferente a lo que había
sido durante todos esos años. Avanzó un paso, y la imagen del espejo,
sonriéndole, extendió la mano; una mano que por un instante se asomó a este
lado del mundo, en silenciosa invitación.
Sin
dudarlo ella tomó la mano de la otra y, a medida que iba ingresando en el
espejo, ambas se fundieron en un mismo ser, hasta perderse en un punto infinito
de un universo lejano, del que no se retorna jamás.