domingo, 20 de julio de 2014

El lobo y Caperucita azul.







Nos enseñaron a temerle. A creer que era salvaje y cruel. Nos dijeron que no nos acercáramos y que siempre dudáramos de todo lo que nos manifestara. Nos lo presentaron dañino, un ser que sólo buscaba satisfacer sus instintos y necesidades.


Y un día descubrí que huye y se protege, al igual que todos los seres vivos, porque a él también le hicieron daño. Porque nadie le tendió una mano para una caricia, sino para darle un golpe. Y se encerró en sí mismo, se hizo hermético, para no mostrarse vulnerable ante los demás. Se hizo temible, para no demostrar que estaba muerto de miedo.

Yo dudé de hacerle una caricia, porque temí que me mordiera. Y al ver mi mano tendida, el se asustó porque creyó que iba a pegarle. Ambos nos escondimos detrás de los troncos de unos árboles. Ambos nos quedamos ahí, aguantando la respiración, tratando de escuchar qué movimiento hacía el otro, en guardia, a la expectativa de un posible ataque.

De repente lo ví. No sé en qué momento, sigiloso, salió de su refugio y se acercó al mío. Nunca percibí el sonido de sus pasos. Nos miramos por un largo tiempo. Sin saber qué hacer, elegí quedarme quieta. Él se recostó a mi lado. Llevé mi mano lentamente hacia una de sus patas. Bostezó y apoyó su cabeza en mis regazo. Le acaricié la cabeza.

Ambos descubrimos que estabamos tan asustados como el otro y que necesitábamos ese momento de tregua. Descansar por un momento, desnudar nuestras almas y darnos cuenta de que todo lo que nos habían dicho o hecho no tenía nada que ver con nostros dos.

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