jueves, 5 de octubre de 2017

Ellos se miran.

Ellos se miran. Nunca se han dado un beso, apenas un roce entre sus dedos, discretamente, para que nadie adivine el fuego que los quema por dentro.

Ellos se miran y el universo se detiene solo para brindarles unos instantes de intimidad. Para que puedan vibrar en una especie de burbuja única, en donde no los lastime nada ni nadie.

Ellos se miran. El día termina y el paréntesis que pudieron abrir para compartirse comienza a cerrarse, deben volver a su realidad. ¡Y se sienten tan libres y plenos! ¿Por qué tuvieron que conocerse en esas circunstancias? ¿Por qué tuvieron que tomar esas decisiones tan dolorosas que tambien fueron por amor?

Ellos se miran. Y de repente se abrazan, como si quisieran fundirse en un solo ser, como si no quisieran abandonar ese pequeño paraíso en donde nadie los juzga, nadie murmura, en el que no tienen que cuidarse de lo que digan, porque nadie los conoce.

Ellos se miran y querrían poder escapar, fugarse a esa isla de paz en la que no tienen que dar explicaciones, ni pedir permisos para reír, para amar, para correr, para cantar.

Ellos se miran. Y en sus ojos pueden verse todas las palabras que no pueden decirse. Y en sus miradas pueden leerse todos los sentimientos que no se atreven a confesarse. Y cuando alejan sus dedos para dejar de rozarse, se rompe el conjuro y vuelven a ser dos personas que tienen que ignorarse, que deben evitarse y que jamás podrán amarse libremente.

Ellos se miran sin saber si habrá otra oportunidad de huir, de quitarse las armaduras, de sonreír y pensar que quizás si tengan una oportunidad, que quizás el destino les hizo una broma para comprobar si realmente estaban dispuestos a sacrificarse, que quizás el amor, más allá de todo, siempre es más fuerte.

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