martes, 22 de mayo de 2018

Antes de que me olvide. Décimo tercera parte.



Hace mucho que no escribo esta especie de memorias, iniciadas por un vago temor a despertar una mañana sin recordar mi historia, mi vida, o esas pequeñas cosas que fueron armando mi carácter. Quizás un poco el miedo al envejecimiento, esa etapa en donde, a veces por una cuestión genetica, algo nos hace ir perdiendo en una nube y no reconocer ni a nuestros seres más queridos.

Quienes han leído las partes anteriores, más o menos saben que este recorrido no tiene un orden cronológico, no una secuencia lógica, ni nada más que "algo" que despierta en mi la necesidad de contarlo y expresarlo por escrito, tal vez con la secreta fantasía de reencontrarme en estas palabras si alguna vez ese temor se llegara a hacer realidad.

Y hoy le toca salir a la luz mi fascinación por los juegos de porcelana. Quizás porque mamá quiso usar ese juego azul, comprado hace tantos años, cuando yo era apenas una niñita que no llegaba con su altura a mirar las mesas en donde esas maravillas se exhibían.  Quienes habitan está ciudad, y tienen algunos años como yo, recordarán aquél famoso bazar conocido como "El emporio de la Loza", ubicado en la esquina de Luro y Salta, en exacta diagonal con el antiguo autoservicio La Estrella Argentina, que luego fue un local alquilado por la cadena marplatense de supermercados y ahora se dividió en locales, un paseo y la sucursal de una casa de artículos de electrónica. (Confieso que me siento un poco Enrique, el antiguo, el personaje que hiciera Guillermo Francella, cada vez que rememoro los comercios que estuvieron tan de moda y hoy son sólo un recuerdo en la memoria de algunos).

Entrar allí era similar a ingresar al paraíso. Si, también me pasa con las librerías y con los chulengos de la ruta, pero eso va a formar parte de otro anecdotario. Estar dentro, com tantas cosas finas y delicadas era como formar parte de un cuento de hadas o acceder a tener algo que nos distinguiera del resto.

En ese entonces éramos muchos de familia. A casa venían tíos, primos, compañeros o socios de trabajo de mi padre, y los domingos era un batifondo de gente dando vueltas para el asado, la picada, las empanadas, el postre y la sobremesa.  Mamá se volvía loca cocinando y atendiendo, mientras todos comían y tomaban sin preguntar si hacia falta ayuda. En consecuencia, necesitábamos muchos cubiertos y, sobre todo, platos, tazas, fuentes.

Fue así que mamá adquirió en esa maravillosa casa que hoy ya no existe, un juego para 12 personas de porcelana inglesa azul. Uno clásico, que he visto en las fotos de otras personas, pero que no deja de ser "nuestro juego". En aquella época tenía platos playos, platos hondos, pocillos para café, tazas para té, con sus respectivos platitos, una fuente ovalada, un platón grande, azucarera, cremera, tetera, salsera y alguna otra cosa que no recuerdo.  Cada uno de esos elementos era sumamente cuidado por mi madre como si fueran un tesoro y sólo se utilizaban los días festivos, cumpleaños y en alguna reunión importante, para luego ser cuidadosamente guardados en un aparador distinto de donde se guardaban los utensilios de uso diario.

Quizás porque mamá recalcaba siempre el cuidado que debíamos tener con "el juego", casi tratado como si fueran reliquias de incalculable valor, es que me quede siempre con la idea de tener un juego propio. Pero, a diferencia de mi madre, me enamoré a primera vista en aquellos tiernos años de un modelo que ostentaba un delicado color rosa en su decoración.

Es el día de hoy que, al pasar por una tienda especializada en esos productos, me detengo, entro y paso un buen rato buscando aquél juego soñado por mi durante todos estos años y que no he vuelto a ver.

Quizás nunca lo llegue a tener, o quizás sea el momento de aceptar que "mi juego" es este histórico azul, que me acompaña hace más de 40 años y cuyas piezas, con faltantes debido a alguna torpeza, y que siempre acompañaron los momentos más importantes de mi vida.

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