viernes, 1 de septiembre de 2017

Antes de que me olvide, décima parte.



Junto con los recuerdos, muchas veces, vienen las preguntas. Sobre todo cuando no tuviste respuestas en su momento. Porque no sabías cómo formular las preguntas, o porque nadie a tu alrededor tenía las respuestas. Tal vez, porque esas respuestas solo las traía el tiempo.

Mi padre se fue de casa un 3 de enero, cuando faltaban 25 días para mi cumpleaños número 11. Sabíamos que, desde hacía un tiempo, andaba con una mujer, en donde pasaba algunos días a la semana, para volver a casa, darse un baño, cambiarse la ropa e irse otra vez, sin dar ninguna explicación ni dejarnos dinero para los menesteres básicos. Mamá salía a trabajar, para cubrir los gastos, algo que él consideraba “callejear”, entre otros vocablos mucho más desagradables.

Los vi peleando más veces de las que recuerdo haberlos visto en buenos términos y, los últimos años de esa convivencia, mamá dormía en la habitación que compartíamos mi hermano y yo. Confieso que de pequeña era lo suficientemente bruja como para oponerme a una de sus escasas reconciliaciones (no sé si saber que mi padre no cumpliría ninguna de sus promesas o el cordón umbilical invisible de concreto indestructible que me une a ella, hacía que me enojara con ella “por creerle” los cuentos que él le decía y que duraban el exacto lapso que yo predecía, más que la hija, era la suegra reencarnada de mi propio padre!).

Confieso, además, que nunca tuve una buena relación con él. Quizás porque no era un padre cariñoso, porque nunca iba a vernos a los festejos de la escuela, o porque parecía que siempre le estábamos molestando, pero su presencia se me hacía irritante. O tal vez fueron las escenas de violencia que tanto mi hermano como yo tuvimos que ver, fue lo que nos alejó de él, no lo sé. Sí sé que durante muchos años me preguntaba por qué , si el problema lo tenía con mamá, nos hizo a un lado como hijos, ya que jamás volvió a vernos y, de hecho, alguien nos contó que, al preguntarle sobre nosotros, simplemente encogió los hombros y dijo “que se arreglen”.

Por otro lado, le tenía miedo. Cuando se fue, me invadió un miedo terrible a que volviera, a que el principio de paz que habíamos logrado se esfumara, a que me separara de mi madre porque me negaba a verlo. Afortunadamente, en el juicio de separación (en esos tiempos no existía el divorcio) a la audiencia de régimen de visitas y custodia no se presentó, solo envió una carta por medio de su abogado, diciendo que si “los menores hasta la fecha estaban bien, no era necesario perturbar la armonía de sus vidas” y rechazaba cualquier tipo de relación con sus propios hijos.  Debo decir que fue un combo de sensaciones, todas mezcladas: tranquilidad porque no iba a verlo, no nos iba a molestar ni veríamos más peleas, pero por otro lado surgía la pregunta sobre por qué nos rechazaba.

Asumo que durante muchos años viví con la culpa de que se había ido  solo porque yo lo había deseado. Y lo había deseado mucho, sí, quería que se fuera, quería profundamente que en mi casa no hubiera más peleas ni discusiones, quería tener una familia “normal”, en donde todos nos tratásemos con respeto. Y durante muchos años pensé que fue mi culpa, porque mi madre tuvo que trabajar el doble para mantenernos y construir la casa que hoy tenemos, ya que él se fue dejándonos una pocilga insegura y mal hecha. (Adjunto que, además de rechazar las visitas, jamás pagó la cuota alimentaria impuesta por el juez). A esa culpa se sumó un enorme miedo: que mi madre se quedara con nosotros solo porque no le quedaba otra opción, por lástima o porque asumía esa responsabilidad y crecí con el enorme miedo a que se fuera. Muchas veces los adultos no saben el torbellino de cosas que pasan por la cabeza de un chico, que no tiene palabras para expresar tantos miedos juntos.

Los años me enseñaron a que yo no tuve nada que ver con las decisiones de los adultos y que tal vez, mi padre, no era un tipo feliz. Y descubrí con los años que terminé agradeciéndole la decisión de no volver a vernos, de dejarnos en paz, y evitándonos el tira y afloja que veo en algunas parejas que usan a los hijos de botín de guerra.  Aunque, reconozco, que siempre fue raro que junto con mi padre, mi abuela paterna, sus hermanas y hermanos, primos de su parte, desaparecieran como por arte de magia, siendo que hasta un par de meses antes venían casi todos los fines de semana a comer a casa y siendo que mi abuela y mis tías vivían a 15 cuadras de casa.

Fue raro crecer sabiendo que en algún lugar estaban todos ellos, que te los podías cruzar en cualquier momento, y, sin embargo, nunca nadie movió un pelo para saber si estábamos bien, o si necesitábamos algo. Fue raro y un trabajo muy duro despojarme de miedos y culpas,  aprender a quererme desde otro aspecto y conseguir convertirme en una hija digna para esa leona de madre que me había tocado en suerte.

Habían pasado casi 30 años cuando una noche de septiembre, un sábado, llamaron por teléfono a casa. Mi hermano atendió y me avisó que pedían por mí (el fijo está a mi nombre). Respondí y del otro lado de la línea, una mujer preguntaba si éramos los hijos de “Fulano de tal”. Me salió decirle que no, así, sin pensarlo, mientras me explicaba que él estaba internado y que los médicos le daban pocas horas de vida y que estaba buscando a la familia, también me preguntó si sabía en dónde vivía “la señora”. Casi se me escapa decirle que “la señora” era la persona con quien había convivido esos últimos 30 años, pero solo le dije que no sabía quién era, que se trataba de una coincidencia de apellido y que lamentaba mucho lo ocurrido pero que no podía ayudarla.

Corté. En casa discutimos bastante. Mamá quería ir a verlo, para preguntarle por qué se olvidó de sus hijos. Me negué rotundamente. No quería que, cuando ella entrara a la habitación, a él le diera un ataque, se muriera y con el ruido de los aparatos y el susto, ella se muriera detrás de él. Fue una etapa dura, porque además surgía el tema de la “herencia”, cosa que a mí no me interesaba. Si había vivido todo ese tiempo sin su dinero, podía seguir haciéndolo tranquilamente.

En soledad me preguntaba si había actuado igual que él, nunca se lo dije a nadie, jamás lo manifesté, pero estuve un buen tiempo cuestionando mi decisión. Hasta que una frase me retumbó en la memoria, algo que le había dicho a esa mujer que llamó a casa: “mi padre murió hace treinta años”. Era verdad, ese que estaba en el hospital era un desconocido, alguien que yo no sabía quién era, porque jamás supe quién había sido mi papá. Solo un nombre, un apellido y los primeros 10 años de mi vida.

Hice un ejercicio espiritual, me imaginé hablando con él y le pedí perdón, también  lo perdoné, quizás porque a veces seguimos modelos que nos imponen y yo conocía la historia familiar en la que se le reprochaba tener 26 años y “no sentar cabeza” (si, hace casi 60 años, si no te estabas casado para esa edad, eras un tiro al aire, un tarambana, etc, etc). Tal vez porque mi madre no tuvo carácter para dejarlo cuando tuvieron algunos problemas en su noviazgo, porque ella soñaba con tener su familia y no supo elegir a quien iba a ser su compañero de vida. Todas malas decisiones, tomadas por razones que no tenían nada que ver con el amor.

No es fácil escribir o hablar de todo esto, no es fácil escarbar en las cosas feas de la vida y contarlas, exponiendo nuestros sentimientos más profundos. Pero todo esto, también, forma parte de nuestra historia y, como tal, debe ser contada, para liberarnos de lo que nos pueda llegar a pesar.

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