Junto
con los recuerdos, muchas veces, vienen las preguntas. Sobre todo cuando no
tuviste respuestas en su momento. Porque no sabías cómo formular las preguntas,
o porque nadie a tu alrededor tenía las respuestas. Tal vez, porque esas
respuestas solo las traía el tiempo.
Mi padre
se fue de casa un 3 de enero, cuando faltaban 25 días para mi cumpleaños número
11. Sabíamos que, desde hacía un tiempo, andaba con una mujer, en donde pasaba
algunos días a la semana, para volver a casa, darse un baño, cambiarse la ropa
e irse otra vez, sin dar ninguna explicación ni dejarnos dinero para los
menesteres básicos. Mamá salía a trabajar, para cubrir los gastos, algo que él
consideraba “callejear”, entre otros vocablos mucho más desagradables.
Los vi
peleando más veces de las que recuerdo haberlos visto en buenos términos y, los
últimos años de esa convivencia, mamá dormía en la habitación que compartíamos
mi hermano y yo. Confieso que de pequeña era lo suficientemente bruja como para
oponerme a una de sus escasas reconciliaciones (no sé si saber que mi padre no
cumpliría ninguna de sus promesas o el cordón umbilical invisible de concreto indestructible
que me une a ella, hacía que me enojara con ella “por creerle” los cuentos que
él le decía y que duraban el exacto lapso que yo predecía, más que la hija, era
la suegra reencarnada de mi propio padre!).
Confieso,
además, que nunca tuve una buena relación con él. Quizás porque no era un padre
cariñoso, porque nunca iba a vernos a los festejos de la escuela, o porque
parecía que siempre le estábamos molestando, pero su presencia se me hacía
irritante. O tal vez fueron las escenas de violencia que tanto mi hermano como
yo tuvimos que ver, fue lo que nos alejó de él, no lo sé. Sí sé que durante
muchos años me preguntaba por qué , si el problema lo tenía con mamá, nos hizo
a un lado como hijos, ya que jamás volvió a vernos y, de hecho, alguien nos
contó que, al preguntarle sobre nosotros, simplemente encogió los hombros y
dijo “que se arreglen”.
Por otro
lado, le tenía miedo. Cuando se fue, me invadió un miedo terrible a que
volviera, a que el principio de paz que habíamos logrado se esfumara, a que me
separara de mi madre porque me negaba a verlo. Afortunadamente, en el juicio de
separación (en esos tiempos no existía el divorcio) a la audiencia de régimen de
visitas y custodia no se presentó, solo envió una carta por medio de su
abogado, diciendo que si “los menores hasta la fecha estaban bien, no era
necesario perturbar la armonía de sus vidas” y rechazaba cualquier tipo de relación
con sus propios hijos. Debo decir que
fue un combo de sensaciones, todas mezcladas: tranquilidad porque no iba a
verlo, no nos iba a molestar ni veríamos más peleas, pero por otro lado surgía
la pregunta sobre por qué nos rechazaba.
Asumo
que durante muchos años viví con la culpa de que se había ido solo porque yo lo había deseado. Y lo había
deseado mucho, sí, quería que se fuera, quería profundamente que en mi casa no hubiera
más peleas ni discusiones, quería tener una familia “normal”, en donde todos
nos tratásemos con respeto. Y durante muchos años pensé que fue mi culpa,
porque mi madre tuvo que trabajar el doble para mantenernos y construir la casa
que hoy tenemos, ya que él se fue dejándonos una pocilga insegura y mal hecha.
(Adjunto que, además de rechazar las visitas, jamás pagó la cuota alimentaria
impuesta por el juez). A esa culpa se sumó un enorme miedo: que mi madre se
quedara con nosotros solo porque no le quedaba otra opción, por lástima o
porque asumía esa responsabilidad y crecí con el enorme miedo a que se fuera.
Muchas veces los adultos no saben el torbellino de cosas que pasan por la
cabeza de un chico, que no tiene palabras para expresar tantos miedos juntos.
Los años
me enseñaron a que yo no tuve nada que ver con las decisiones de los adultos y
que tal vez, mi padre, no era un tipo feliz. Y descubrí con los años que terminé
agradeciéndole la decisión de no volver a vernos, de dejarnos en paz, y
evitándonos el tira y afloja que veo en algunas parejas que usan a los hijos de
botín de guerra. Aunque, reconozco, que
siempre fue raro que junto con mi padre, mi abuela paterna, sus hermanas y
hermanos, primos de su parte, desaparecieran como por arte de magia, siendo que
hasta un par de meses antes venían casi todos los fines de semana a comer a
casa y siendo que mi abuela y mis tías vivían a 15 cuadras de casa.
Fue raro
crecer sabiendo que en algún lugar estaban todos ellos, que te los podías
cruzar en cualquier momento, y, sin embargo, nunca nadie movió un pelo para
saber si estábamos bien, o si necesitábamos algo. Fue raro y un trabajo muy
duro despojarme de miedos y culpas,
aprender a quererme desde otro aspecto y conseguir convertirme en una
hija digna para esa leona de madre que me había tocado en suerte.
Habían
pasado casi 30 años cuando una noche de septiembre, un sábado, llamaron por
teléfono a casa. Mi hermano atendió y me avisó que pedían por mí (el fijo está
a mi nombre). Respondí y del otro lado de la línea, una mujer preguntaba si
éramos los hijos de “Fulano de tal”. Me salió decirle que no, así, sin
pensarlo, mientras me explicaba que él estaba internado y que los médicos le
daban pocas horas de vida y que estaba buscando a la familia, también me
preguntó si sabía en dónde vivía “la señora”. Casi se me escapa decirle que “la
señora” era la persona con quien había convivido esos últimos 30 años, pero
solo le dije que no sabía quién era, que se trataba de una coincidencia de
apellido y que lamentaba mucho lo ocurrido pero que no podía ayudarla.
Corté. En
casa discutimos bastante. Mamá quería ir a verlo, para preguntarle por qué se
olvidó de sus hijos. Me negué rotundamente. No quería que, cuando ella entrara
a la habitación, a él le diera un ataque, se muriera y con el ruido de los
aparatos y el susto, ella se muriera detrás de él. Fue una etapa dura, porque
además surgía el tema de la “herencia”, cosa que a mí no me interesaba. Si
había vivido todo ese tiempo sin su dinero, podía seguir haciéndolo tranquilamente.
En
soledad me preguntaba si había actuado igual que él, nunca se lo dije a nadie,
jamás lo manifesté, pero estuve un buen tiempo cuestionando mi decisión. Hasta
que una frase me retumbó en la memoria, algo que le había dicho a esa mujer que
llamó a casa: “mi padre murió hace treinta años”. Era verdad, ese que estaba en
el hospital era un desconocido, alguien que yo no sabía quién era, porque jamás
supe quién había sido mi papá. Solo un nombre, un apellido y los primeros 10
años de mi vida.
Hice un
ejercicio espiritual, me imaginé hablando con él y le pedí perdón, también lo perdoné, quizás porque a veces seguimos
modelos que nos imponen y yo conocía la historia familiar en la que se le
reprochaba tener 26 años y “no sentar cabeza” (si, hace casi 60 años, si no te
estabas casado para esa edad, eras un tiro al aire, un tarambana, etc, etc).
Tal vez porque mi madre no tuvo carácter para dejarlo cuando tuvieron algunos
problemas en su noviazgo, porque ella soñaba con tener su familia y no supo
elegir a quien iba a ser su compañero de vida. Todas malas decisiones, tomadas
por razones que no tenían nada que ver con el amor.
No es
fácil escribir o hablar de todo esto, no es fácil escarbar en las cosas feas de
la vida y contarlas, exponiendo nuestros sentimientos más profundos. Pero todo
esto, también, forma parte de nuestra historia y, como tal, debe ser contada,
para liberarnos de lo que nos pueda llegar a pesar.
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