miércoles, 27 de septiembre de 2017

La viuda.



   En el salón principal del Congreso velaban los restos de quien había gobernado el país por muchos años. Un sinnúmero de personas se agolpaban para pasar delante del ataúd para presentar sus respetos algunos, para mirar con rabia otros, para corroborar por sus propios ojos que el deceso fuera real muchos, para tener algo que contar a sus hijos o nietos varios y para pasar delante de las cámaras y que los vean todos sus conocidos la gran mayoría.

   Si bien era una persona de cierta edad, que había tenido problemas de salud durante su mandato que había podido sortear, el repentino anuncio de su muerte despertó cientos de sospechas. Había ocurrido lo mismo con su marido, cuyo cuerpo fue velado a cajón cerrado, se dijo que por pedido en vida por él mismo, pero jamás faltaron los suspicaces que no creyeron que allí adentro hubiera un cuerpo.

   Realizaban medidas con las fotos aéreas, sacaban conclusiones sobre si realmente estaba muerto y, si había muerto, muchos no creyeron que había sido por causas naturales. Mil leyendas se generaron a raíz de esa decisión: si su esposa lo había asesinado durante una discusión, si fue su hijo al defenderla, si fue uno de sus socios, si el cajón cerrado obedecía para ocultar un disparo que le había desfigurado el rostro, que si estaba irreconocible. Pocos sabían la verdad y  la última persona que lo había visto con vida ahora estaba en un féretro, llevándose todos los secretos a la tumba.

   En medio de la multitud, dos mujeres se acercaban al enorme salón en donde las cámaras de todos los canales de televisión mostraban al mundo las honras presidenciales. Periodistas de todo el planeta fotografiaban a los familiares, a los amigos, a gobernantes, socios políticos, empresarios, personalidades del espectáculo, la cultura,  la ciencia, que querían estar ahí por las mismas razones que la gente común: para decir que estuvieron, para hablar ante una cámara de televisión y así saciar su sed de protagonismo.

   Las dos mujeres avanzaban lentamente, escuchando murmullos, risas ahogadas, críticas, insultos dichos en voz baja, llantos. Un hombre que había llegado al centro de la escena llevaba una rosa roja en las manos.  Se persignó, dio un beso a la flor y la arrojó hacia el cajón. Si hubiera ensayado ese movimiento jamás le habría salido tan perfecto. Se retiró enjugándose los ojos, mientras buscaba un pañuelo en sus bolsillos y se limpiaba la nariz.
   Poco a poco ambas mujeres se iban aproximando y las voces iban bajando el volumen. A pesar del odio que había generado en muchos de sus compatriotas, un velatorio siempre era un lugar en donde se imponía el respeto, aunque más no fuera haciendo algo de silencio. Los pasos resonaban en la cúpula del salón a medida que se acercaban.

   Una de las mujeres iba apoyada del brazo de la otra, estaba vestida toda de negro, incluso llevaba un velo que le ocultaba el rostro. Un hombre que caminaba cerca de ellas le preguntó si sentía mucho dolor por la muerte de la gobernante como para ir vestida de esa manera. Ella movió la cabeza en señal afirmativa y siguió caminando girando el rostro hacia su compañera. El hombre sintió una enorme congoja ante el dolor de aquella desconocida, a la que, tal vez, las decisiones tomadas durante los años de gobierno habían ayudado a vivir. Se quedó detrás de ellas, emocionado y eligió el silencio, el mismo silencio que la gran mayoría estaba haciendo al acercarse al cuerpo.

   Pese a todas las opiniones en contrario, se había decidido darle los honores que le correspondían por el cargo que había ocupado, ya que la justicia aún no había decidido nada sobre las causas que se le habían iniciado por diversos hechos dudosos y a pesar de miles de testimonios y pruebas que nunca llevaban a algo concluyente. Los vericuetos legales hicieron que, pocos meses antes de dar el veredicto, el destino tomara una decisión terminante. La muerte fue el juez más imparcial y esa misma muerte nos vuelve a todos más buenos de lo que fuimos.

   Los guardias hacían entrar a grupos de a 10 personas al salón principal, para que los visitantes se detuvieran un par de minutos ante el féretro y luego siguieran el camino hacia otra salida. Habían hecho pasar a quienes iban delante de ellas, de modo que, seguramente, podrían llegar al ataúd en el próximo grupo. La mujer de negro se sentía ansiosa, sostenía fuertemente la mano de su acompañante, se apoyaba en ella, caminando con dificultad.

   Nadie sabía que no se conocían, que la mujer de negro estaba parada afuera, sola, tratando de meterse en medio de la marea humana que se agolpaba frente a las puertas del palacio legislativo. Que de repente esa otra mujer se le acercó, le ofreció ayuda para ingresar y que la de negro le dijo que sí, que por favor, que no se sentía con fuerzas para enfrentar a tanta gente, que temía caerse y que la golpearan. Charlaron poco, pero la mujer se compadeció de esa pobre señora, vestida de negro, tan frágil, cuyo temblor le trasmitía su mano sudorosa. Le propuso quitarle el velo, pero se negó férreamente, dijo que estaba acostumbrada a llevarlo, que no le molestaba. Le pasó una mano cariñosamente por la espalda y adivinó una sonrisa suave detrás de la gasa.

   Los del grupo anterior se estaban retirando. Uno de los guardias se aproximó y levantó el cordón que oficiaba de valla para que el acceso fuera ordenado y prolijo. Además de un velatorio, era un espectáculo hábilmente montado que se le ofrecía a los más de seis mil millones de habitantes de la Tierra. El oficial le extendió la mano para ayudarla a caminar, pese a que aún se sostenía de la otra mujer, iba a quedar muy bien visto la gentileza ante una señora mayor. La de negro soltó a su acompañante y se afirmó sobre el brazo que le ofrecía el guardia. Caminaron juntos hasta el centro del salón. Allí estaba, cubierta por una tela blanca, rodeada de flores, sus hijos a los costados; él con los ojos hinchados, ella con grandes anteojos oscuros;  algunos de los que habían sido los asistentes tenían cara de cansados o de estar hartos de montar ese circo…pero debían cumplir con el partido y con la “jefa” por última vez.

   Vio el rostro de la mujer que estaba dentro del féretro, si, claramente era ella, la que había mandado sobre una nación entera tantos años, la que no había escuchado a nadie más que a su propia ambición o egolatría. Nadie podía negarlo, su rostro estaba siendo visto por millones de personas que jamás podrían poner en duda su muerte, tal como habían hecho con él, con su esposo.

   El guardia tironeo del brazo de la mujer,  que salió de su ensimismamiento. Caminaron juntos hasta el otro lado del salón, mientras miraba por última vez ese salón, a las personas que rodeaban el cajón y esperó que la otra mujer la alcanzara. Salieron juntas por otra vereda, mientras su acompañante hablaba y hablaba sin que la mujer de negro escuchara ni una sola palabra, aunque hacía gestos con la cabeza afirmando o negando no sabía bien qué. Se despidieron y la mujer intentó darle un beso en la mejilla, sin que la de negro hiciera un solo gesto por quitarse el velo. Decidió frotarle el brazo y saludarla con unas lágrimas en los ojos.

   La vio caminar insegura hacia otra calle, pensando en que debía haberla acompañado a pesar de la negativa de la viuda. Pero giró sobre sus pasos y volvió a la calle por donde había entrado al Congreso, debía regresar a su casa y encontrarse con sus nietos.

      Al llegar a la esquina, la viuda dobló siguiendo la vereda y se aseguró de que la mujer que había encontrado no la siguiera, ni fuera a ayudarla a llegar a su casa. Un auto con los vidrios oscuros estaba estacionado a mitad de cuadra. Caminó despacio hasta el vehículo, un hombre vestido de traje bajó, le abrió la puerta de atrás y la ayudó a subir, cerrando la puerta tras ella. Se subió en el asiento de adelante, arrancó el motor y mirando el espejo retrovisor pudo observar el rostro de la mujer que había gobernado el país tantos años, que se había quitado el velo y le daba la orden de dirigirse al aeroparque de una localidad cercana, mientras quitaba de un sobre que había en el asiento un pasaporte nuevo, con otra identidad.

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