jueves, 2 de mayo de 2013

La otra




(imagen tomada de la web)




Como todos los días, luego del desayuno, limpiaba las migajas que él había dejado sobre la mesa. Lanzaba un suspiro, mientras con el repasador borraba sus últimas huellas. Lavaba los platos pensando en las responsabilidades cotidianas. El mercado, la limpieza, el almuerzo solitario; porque él regresaba muy tarde; volver a limpiar la cocina, planchar, coser su ropa, mirar alguna que otra telenovela, pensar en la cena y volver a lavar los platos; acostarse y esperar el día siguiente, que vendría con la misma aterradora rutina.

 

   Cerró la canilla con un gesto lleno de agobio. Hacía casi diez años que se habían casado; en abril sería el aniversario y faltaban apenas dos meses. Diez años de agotadora rutina. Al principio había creído amarlo; después había pensado que el amor llegaría con el tiempo; más tarde creyó que con los hijos; finalmente tenía que reconocer que el amor no iba a llegar. Jamás.

 

   Guardando el último plato en la bajomesada, dejó el repasador extendido para que se secara y se dirigió hacia la mesa en donde la esperaba una pila de ropa para planchar. Y pensaba. Pensaba en esos hijos que nunca llegaron, con los cuales tenía la esperanza de cambiar, sólo un poco, la rutina de su vida. Un pantalón, un pañuelo, una camisa...y los hijos que no vinieron. Tal vez fue mejor así, para que no sufrieran, para que no pasasen necesidades. O tal vez, si tan sólo hubiesen tenido uno, uno solito, quién sabe, les hubiera cambiado la vida. Pero ese hijo nunca se anunció.

 

   Buscó la bolsa del mercado, se puso el abrigo y salió. Mientras caminaba, veía a los hijos de sus vecinos jugando en la vereda y en la plaza; y soñaba que uno de esos niños podía ser suyo. Sonrió. La idea era medio loca. O quizás era ella que se estaba volviendo loca.

 

    Pan, cebolla, carne, manteca..., él no había sido malo con ella. Le había dado lo mejor que había podido, dentro de lo que su situación económica le permitía. Y hasta hacía horas extras para que ella no tuviera que salir a trabajar... La lechuga tenía un caracol, había que cambiarla y discutir otra vez con el verdulero. Tal vez poco delicado en ciertas ocasiones, por no conocer en profundidad el alma frágil de una mujer. Quizás algo primitivo en los momentos de intimidad, en los cuales, luego de satisfacer sus necesidades, se daba vuelta y se quedaba dormido. Y a ella le dolía el corazón, porque él no le decía palabras de amor. ¿Hacía cuánto tiempo que no le decía que la amaba? ¿Cuánto que no le hacía sentir que era una mujer más allá de lo físico?

 

   Guardó sus compras cuidadosamente. No tenía ganas de almorzar. Tenía ganas de... de no sabía exactamente qué. Se recostó en su cama y trató de dormir una siesta. Pero su mente se negaba a dormir; divagaba por los oscuros rincones de su alma.

 

   Podría aprender a tejer, o también podría asistir a algún curso de costura; tenía que hacer algo para cambiar un poco, nada más, su rutina. Pero él la miraría y en su cara ella leería sus pensamientos "¿es que no sos feliz?", le preguntaría con los ojos llenos de angustia. Y ella se sentiría desdichada, mala, y terminaría llorando, como siempre.

 

   Intentó dormir, pero un escozor no la dejó. Sentía que la poca juventud que le quedaba se estaba marchitando y, en ese momento, le ardía la sangre, y se le helaba al mismo tiempo. ¿Qué le estaba ocurriendo? Sin duda, sería la menopausia. Pero aún no tenía la edad para ello.

 

   Rutina, rutina, rutina. Esa palabra taladraba muchas veces en su cerebro en forma febril. En el fondo de su alma se sentía harta de la vida que llevaba, pero esa era la vida que ella había elegido. ¿La había elegido ella, realmente? ¿O fue el miedo a quedarse sola, sin una mano que le diera abrigo y protección, el verdadero motivo de semejante elección?

 

  En ese instante recordó a su primer novio. Retornaban a su cabeza las sensaciones adolescentes, las necesidades "prohibidas", hijas de una educación cerrada, que la hacían sentirse culpable de vivir. Tuvo también muchísimo miedo de las posibles consecuencias, y no lo volvió a ver nunca más...

 

    Así acababan siempre las cosas. Una se negaba a "eso" y era no saber más del fulano en cuestión. Pero con su marido no fue así. Ella se hizo respetar y él la llevó virgen ante Dios. ¿Había resultado un triunfo o un fracaso? La noche de bodas terminó desastrosa, convirtiéndose en una viuda de sus ilusiones.

 

   Pero poco a poco se fue acostumbrando. Cerraba los ojos y esperaba el final. A veces, cuando él dormía, lloraba en silencio. Porque se sentía usada. Sentía asco de algo que debería ser hermoso. Porque se le erizaba la piel cada vez que él se le acercaba.

 

   "Tutto l'uommo sono uguale", repetía el estribillo cansador de la abuela, cada vez que se enteraba de las calavereadas del abuelo. Y se resignaba a ello, diciendo que los hombres tenían necesidades distintas, impropias de una mujer decente.

 

   "Todos los hombres son iguales", escuchó decir a su madre bajo similares circunstancias, y aceptando silenciosamente la misma distinción ancestral entre los hombres, con necesidades propias de las bestias, y las mujeres, con virtudes semietéreas.

 

    Ella quería creer que la diferencia entre hombre y mujer no era tan abismal. Ella quería pensar que tenía el mismo don para sentir. Ella, que jamás sintió en sus entrañas el fuego del deseo. Ni siquiera pudo sentir el dulce aleteo de mariposa de un hijo, la tierna fragilidad de otra vida dentro de ella.

 

   Se miró con detenimiento en el espejo. Aún era bonita. No necesitaba de mucho maquillaje y su piel conservaba cierta lozanía. Se desvistió con lentitud, hasta quedar totalmente desnuda y se puso su mejor vestido. Se maquilló con cuidado, como nunca lo había hecho. Cepillo su pelo con delicadeza; un cabello falto de canas, hermoso. Cuando hubo terminado se observó con detenimiento, reconociendo centímetro a centímetro a esa nueva mujer que era. A esa otra mujer que se rebelaba contra su destino de esclava con el nombre de señora, que protestaba contra toda su vida pasada. Se sentía como si todos esos años hubiese sido una serpiente a la que de repente le llegaba la época de mudar la piel. Sonrió a la imagen que le brindaba el espejo. Una imagen totalmente distinta, joven, vital, nuevamente virgen.

 

   Notó un brillo extraño en ese espejo, que la mostraba tan diferente a lo que había sido durante todos esos años. Avanzó un paso, y la imagen del espejo, sonriéndole, extendió la mano; una mano que por un instante se asomó a este lado del mundo, en silenciosa invitación.

 

   Sin dudarlo ella tomó la mano de la otra y, a medida que iba ingresando en el espejo, ambas se fundieron en un mismo ser, hasta perderse en un punto infinito de un universo lejano, del que no se retorna jamás.


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