El amor nos hace invencibles. Por ver feliz a quien amamos, somos capaces de inventar un mundo nuevo, de recrear el paraíso, de hacer reales las cosas más locas.
Somos capaces de ponerles alas a las piedras, de hacerlas volar como si fueran golondrinas. De cambiar el color del mar a un rojo intenso y de que el pasto crezca rosa.
Desplegamos toda la magia de la que somos capaces, a cambio tan sólo de una sonrisa de su boca, de un brillo en su mirada. Y nos convertimos en alguien a quien quizás no reconozcamos más que en nuestros sueños, porque de ahí procede ese extraño mundo romántico.
Nos esforzamos tanto, nos desgastamos, y en algún momento en que ya no sabemos qué inventar, él o ella nos pide un imposible, nos desafía para medir nuestro amor.
No le alcanza con todo lo que hicimos, necesita más. Y llega un momento en que no tenemos más fuerzas para demostrarle que hicimos tanto, que hicimos todo, y que ese último deseo incumplido derrumba como el viento a un castillo de naipes, todo lo que creímos construir.
La magia se desvanece. La ilusión se va y nos quedamos solos, mirando caer las piedras al mar, porque lo que las sostenía y les daba vida, era el amor.
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