martes, 8 de agosto de 2017

Antes de que me olvide, octava parte, porque la muerte forma parte de la vida y viceversa.



Algunas situaciones forman parte casi obligada de nuestras vidas. Son aquéllas en las que no podemos evitar bajo ningún pretexto asistir y debemos cumplir con el compromiso de la forma en que sea. Los nacimientos, los casamientos y los velatorios son esas situaciones que busco evitar de cualquier forma posible y sólo voy cuando existen razones poderosas, sobre todo internas mías, para ir.

El primer velatorio al que asistí fue al de don José Valenti, precursor en la cuadra en donde mis padres se instalaron y albañil casi forzado de varias propiedades, ya que era el único en la zona cercana. Era un hombre ya mayor,  recuerdo que era de contextura pequeña, italiano y, creo, alegre. Mamá me llevó a una casa que no era la suya y ahí lo estaban velando. Recuerdo las paredes pintadas de verde, con las lamparitas iluminando la habitación que se había destinado la capilla ardiente, el cajón en el medio y unas sillas alrededor.

Doña María, su esposa, estaba sentada en una de ellas, llorando ruidosamente. Siempre me impresionó cuán blanco era su pelo y sus ojos transparentes. Hablaba en cocoliche, y no sé por qué razón yo casi que le entendía lo que decía, siempre tenía cara de enojada, pero recuerdo que tenía alguna sonrisa y sus ojos impresionantemente celestes se perdían entre las arrugas.  Tenía unos tres o cuatro años, pero si cierro los ojos, recuerdo exactamente todo como si lo estuviera viendo en este momento.

Y confieso que no me había causado una gran impresión la muerte del hombre porque sabía que los animales del campo de otro vecino se morían (de hecho, había estado alimentado a mamadera a unas corderitas mellizas, propiedad de este vecino, cuya madre falleció en el parto). Tampoco comprendía el alcance de mis preguntas a mamá, cuyas respuestas conducían a más preguntas casi sin respuestas, por ejemplo...

Yo: ¿por qué todos lloran?
Mamá: porque don José murió.
Yo: pero me dijiste que cuando alguien muere, se va con Dios.
Mamá: si, la gente cuando muere, se va al cielo con Dios.
Yo: y si se van al cielo, con Dios, eso es bueno, están bien, ¿por qué están tristes y lloran?
Mamá: porque no lo van a ver más.
Yo: pero él va a estar bien, ¡Va a estar con Dios! ¿Por qué lloran? Tendrían que estar contentos!
Mamá:…

Esa era la parte en que me compraba un chupetín o me dejaba tocar al perro o gato familiar que aparecía de repente y conseguía distraerme de esas preguntas que la ponían nerviosa. (Y aquí es cuando me doy cuenta de que mamá no se acuerda de estas preguntas cuando dice que yo no tuve la famosa “edad de los por qué”, que suele ser a eso de los seis o siete años y, se ve, que a mí me surgió mucho antes!).

La muerte se me hacía algo natural, quizás porque veía que los animales morían o eran sacrificados. Carlos, otro vecino, tenía corrales y cada tanto carneaba una vaca, regalándonos parte de la faena y de la cual todos disfrutábamos en algún asado. Lo mismo con los pollos, los cerdos, los corderos y otros animalitos que daban vueltas por el lugar. Perros y caballos  morían de vejez, porque los atropellaba un vehículo o porque alguien los sacrificaba debido a alguna enfermedad. Quizas por eso me costaba mucho demostrar dolor o tristeza, más con la explicación religiosa que mamá le daba a la muerte, en donde si Dios era bueno y maravilloso, irse con él debería ser algo genial. Seguía sin entender por qué todos lloraban.

El segundo velatorio al que asistí fue a los ocho años y fue al de mi propio abuelo Enrique, momento gracias al cual descubrí que también se llamaba Elías y no sé por qué, me gustaba mucho más ese nombre que el que usaba normalmente. Recuerdo que mi tía Chicha apareció una tarde en casa. Había venido en un tráiler blanco, propiedad de un vecino y me preguntó muy seria si estaba mi mamá. Le dije que sí, que estaba adentro y ella ingresó a casa, le dijo a mamá que tenía que hablar con ella a solas. Al cabo de varios minutos, salieron las dos, se despidieron y mi tía Chicha se fue.

Mamá estaba muy triste y no sabía cómo decirme algo que, no me pregunten por qué, yo ya sabía. Creo que había visto en alguna película que cuando un familiar adulto llegaba de improviso a una casa y pedía hablar con otro adulto, haciendo quedar a los niños afuera, era porque alguien había muerto y pensaban que así evitaban el dolor a los niños. Y mientras escribo me pregunto cómo negarles la posibilidad de la muerte a chicos criados bajo el concepto de que un hombre fue torturado y crucificado para salvar al mundo, con la consiguiente resurrección y subida a los cielos ¿para estar con quién? ¡Sí! ¡Con Dios! (si pudiera, a este pasaje le pondría fanfarrias y coros celestiales cantando el “Aleluya”).

De modo que fui al primer funeral completo,  con ida al cementerio incluida,  y faltazo al primer día de clases, ya que a mi abuelo se le ocurrió morirse justo el domingo anterior. Recuerdo que iba y venía por la sala velatoria, bajo la mirada de reproche de mi tía Porota que pensaba que una niña debía estar triste y llorando y no correteando por todos lados. El problema fue cuando me acercaron al cajón y me propusieron “darle un besito” al muerto. Lo hice, pero tuve la sensación de que las manos que se cruzaban sobre el pecho del viejo se elevaban y descendían. Sabía por las pelis que los muertos no respiran y, ante la duda, llamé a mi mamá y le pedí el espejito que sabía siempre llevaba en la cartera.

Mamá: ¿para qué?
Yo: para ponérselo en la nariz al abuelo.
Mamá: (con expresión de no entender nada) ¿Para qué?
Yo: mirá, los muertos no respiran y el abuelo está respirando, si le ponemos un espejo, vemos si lo deja empañado y les avisamos a todos que no está muerto.

No recuerdo qué hizo mi mamá para convencerme de que no íbamos a hacer eso. Pero sé que no me dejó hacerlo. Si recuerdo que le dije a alguien más que el abuelo respiraba y ahora entiendo esas miradas de “pobrecita, no lo acepta” de varios familiares.

Tras el entierro, que me pareció un paseo más, fuimos a lo de mi abuela. Siempre me llamó la atención como la gente se consuela tras los funerales con terribles comilonas.  En la casa de mis abuelos había comida y por demás. Allí conocí a varios tíos, entre ellos a mi padrino, mi tío Luis, que por lo visto cayó como padrino de casualidad porque luego de esa ocasión, tampoco volví a verlo.

El tercer velatorio fue el de mi otro abuelo, Mateo. Ya tenía 12 años. Convengamos que a Mateo lo había visto una sola vez en mi vida (y en la suya) y la concurrencia era más una cuestión de honor familiar que otra cosa. Allí también conocí a varios tíos que no sabía que existían, y sobre todo en la cocina participé del show del chiste que mis tíos Juan y Francisco se ocuparon de brindar…para enojo de mis tías que miraban feo desde la otra sala, en donde estaban reunidas.

La situación de “dale un besito” al muerto se repitió. Y confieso que con las historias que siempre me contaron de don Mateo, aún muerto imponía su presencia. A los 77 años tenía casi todo el cabello negro y por alguna razón tuve la misma impresión que con mi otro abuelo, que sus pechos se levantaban y bajaban rítmicamente y parecía ser la única que lo notaba. Me negué al “besito”, para enojo de mamá y de mi tía Francisca. Pero la razón era bien clara. Tenía la idea de que si lo hacía, podía llegar a despertarlo y se levantaría furioso y saldría dando latigazos a diestra y siniestra. Mejor dejarlo como estaba, no?

Cuarto velatorio, 13 años, creo que fue la primera vez que lloré. Fue el de mi tío Quico, quien me abrió las puertas al mundo de los libros y realmente lo sentí. Se había golpeado la cabeza haciendo un trabajo en su casa y no despertó más. Mi tía Lala estaba destruía y me parece que ahí comprendí la tristeza de perder a un compañero. O, quizás, yo ya comprendía qué era tener una ausencia, debido a que mi padre un par de años antes se había ido de casa. Quizás porque ellos. Quico y Lala, fueron dos puntales importantes en esos momentos y, en lo personal, me había aferrado mucho a esos afectos reales que quedaron. Si recuerdo que me prometí no llorar frente a nadie, sobre todo frente a mamá, porque ella estaba muy triste y yo quería que sintiera que podía apoyarse en mí. Por la noche, cuando nadie me podía escuchar, mi almohada supo de la enorme tristeza que la partida de Quico me produjo. También tomo consciencia de que desde esa vez, no volví a llorar frente a otra persona, incluyendo a mamá, salvo honrosas excepciones.

La vida, o la poca familia que me quedó, me hizo sortear esas situaciones por muchos años, hasta que una noche, más o menos a mis 43, nos avisaron de la muerte de Raúl, un ex compañero de trabajo de mamá, cuya esposa Nelly, también ex compañera de trabajo de mamá, había fallecido un año antes. Tal vez porque Nelly tenía muchos problemas de salud y su muerte era algo casi un hecho, no me impresionó mucho, pero la de Raúl sí.

Raúl había muerto de un infarto y nadie se había enterado hasta que una nieta adoptiva, que vivía en Bariloche, comenzó a preocuparse porque no respondía los llamados telefónicos. Se comunicó con sus tías, y los esposos de estas rompieron la puerta de ingreso para comprobar que el hombre ya tenía un par de días muerto. Lo velaron a cajón cerrado y fuimos casi a medianoche a la sala funeraria, porque iban a llevarlo al cementerio muy temprano. Recuerdo que entramos al lugar y la capilla ardiente era la última de un largo pasillo. Nos explicaron que no estaba en condiciones  de ser velado a cajón abierto y yo venía bien hasta que se me ocurrió ingresar a la famosa capilla ardiente. Sin ninguna vergüenza salí corriendo haciendo arcadas hasta el baño, que tenía un apestoso olor a desodorante de pisos, pero mucho más tolerable que el olor que salía del cajón.

Recuerdo que respiré varias veces para ventilar mis pulmones y parecía que salir de ese baño era algo así como enfrentarme a una jauría de dragones incendiarios, porque la sola idea de volver a ese corredor me volvía a descomponer. Pensaba que era una vergüenza para mi mamá el espectáculo que estaba dando, más cuando alguien golpeó la puerta del baño y me preguntó si estaba bien. Respondí que sí, que ya estaba por salir y creo que demoré unos quince minutos más, hasta que aspiré todo el aire que pude, para llenarlos del perfume que inundaba el baño y tomé coraje para salir al pasillo largo en donde estaban todos reunidos.

Intenté acompañar a mi madre junto a las sobrinas de Raúl, pero como respirar es algo imposible de evitar, debía soltar el aire acumulado en mis pulmones y aspirar el aroma que me provocó otra arcada impresionante y no me quedó otra más que salir corriendo hasta la vereda, en donde tuve que quedarme un buen rato hiperventilando, porque sentía que ese olor se me había impregnado hasta en la ropa. Mi hermano se me acercó para preguntarme qué me pasaba…un poco burlándose de mi débil estómago o mi sensible olfato y le dije que le dijera a mi madre que se quedaran todo el tiempo que quisieran, que yo los iba a esperar en al auto, así, sin despedirme ni saludar a los deudos ni nada.

Al salir ellos, les hice bajar las ventanillas del coche (eran casi las dos de la madrugada, en invierno) y viajamos por toda la avenida Champagnat desde Libertad hasta mi casa, unas 40 cuadras, con el coche abierto, para que se ventilara del olor que mi madre y mi hermano traían impregnados en sus ropas, mientras se quejaban de que yo era una exagerada y que ellos tenían frío. Les plantee que no era un buen lugar ni una buena hora para que la única conductora con registro habilitante del vehículo se detuviera a vomitar y así fue como llegamos a mi casa.


Y hoy fui a otro velatorio. Al de alguien con quien  tuve algunas discrepancias, pero siempre respeté. Una persona a la que prefiero recordar como era en vida, alegre, vivaz, siempre con un chiste a mano, inquieto. Supongo que fue un tipo feliz, porque creo que lo era y logró ganarse el cariño de muchas personas. Y ojalá que ahora descanse y ya no sufra, porque peleó con una enfermedad de mierda. Si, esa.

Sigo creyendo que la muerte forma parte de la vida. Que lloramos porque no vamos a tener la voz, el contacto, la mirada de quien nos acompañó en vida. O que tal vez aún no estamos preparados para vivir sin sus consejos y guía. Pero también creo que eso que queda en el cajón ya no es la persona que conocimos. No sé si hay algo más allá, si hay un paraíso, o sólo un limbo en donde esperamos que el espíritu encuentre otro envase para volver a este plano y seguir aprendiendo. Sólo sé que si seguimos viviendo en el corazón de quienes nos amaron y en el recuerdo de esos ojos que nos dicen que sigamos adelante, que todo va a estar bien y que ellos, desde algún lugar, van a estar cuidándonos, o que, en algún momento, nos los volveremos a cruzar, con otro envase.

Que en paz descansen todos.

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