Cuando
uno recuerda, no puede evitar pensar en las cosas feas. Porque esas situaciones
también forman parte de nuestra historia. Momentos que hubiéramos preferido no
presenciar, palabras que quizás no debimos escuchar, sentimientos que, tal vez,
no debíamos haber tenido de tan pequeños.
Sin
embargo no seríamos estos que hemos llegado hasta aquí sin esos momentos, que
forjaron nuestro carácter. Momentos tristes, en donde quisiéramos tener el don
de detener el tiempo y cambiar cosas, hacer magia con en las películas y que al
volver a poner en funcionamiento el reloj, todo fuera diferente.
Discusiones,
gritos, peleas, silencios que se parecían a un gas que te impedía respirar,
miradas que decían todo lo que se callaba, por temor a despertar lo peor del
otro, fechas en donde tenías que poner tu mejor sonrisa a pesar de todo porque
venían visitas y había que hacer creer que todo estaba bien, hasta que la
puerta se cerraba y todo volvía a la normalidad…porque a eso se le llamaba normalidad.
El deseo
de que todo eso se termine se mezclaba con la certeza de que el cambio sería
difícil, terminaba un ciclo, pero comenzaba otro y que tampoco iba a ser fácil
enfrentarlo. Porque la otra parte se esfumaría como vapor en el aire, sin
posibilidades de reconstruir nada. Dejando rencor, vacío, preguntas, dolor,
ausencia. Dejando nada y todo al mismo tiempo, porque levantarse de eso hacía
que todo costara el doble.
Los
momentos feos son los que más nos definen. Los que con los años uno prefiere
dejar a un costado del camino y aprende a perdonar. Porque desconocemos las
razones que tuvo para no querer saber nada. Porque ignoramos las razones que
tuvieron los demás para alejarse.
Es
difícil escribir o hablar de esos momentos feos en los que todo parecía
estallar. Pero sin ellos yo no podría estar escribiendo. Y, a pesar de todo,
elijo decir que fui una persona feliz, que la vida ha sido buena y que pudimos
salir adelante, a pesar de todo.
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