martes, 25 de junio de 2019

Antes de que me olvide, novena parte.



No sé a partir de cuándo tuve imaginación. Quizás después de escuchar las explicaciones de mamá sobre el tema religioso, o las imágenes que me iban apareciendo en la mente cada vez que me contaba cosas de su infancia. La cuestión es que siempre tuve mucha, pero mucha imaginación y era muy difícil explicar lo que mi  mente “veía” ante determinadas ocasiones.

Uno de mis recuerdos más fuertes es verme en el asiento del colectivo, mirando por la ventanilla y pasar por el frente de una casa de venta de materiales para la construcción. Sobre una especie de tanque enorme de forma rectangular blanco, estaba un rombo negro con el nombre de la casa en letras blancas y, arriba del rombo, escrito con letras negras la frase “hormigón armado”. Por no preguntar qué era eso, durante años pensé que en ese tanque se criaban hormigas gigantes que saldrían vestidas de algo parecido a  los miembros de la Legión Extranjera, con la cara pintada con rayas negras y dispuestos a salir al combate… años después descubriría que en mi mente ese “hormigón armado” era en realidad Rambo, con vincha roja incluida. Luego sabría que era simple y vulgar cemento.

Ni qué hablar cuando, un tiempo después, por la tele hablaban de una película que hacía furor, “La Naranja Mecánica”. La imaginación se me disparaba a algo así como un lavarropas redondo y gigante de color naranja, al que le salían patitas, y que perseguía gente o realizaba alguna maldad. Tal vez hasta lanzaba rayos fulminantes (si, ya lo sé, el exceso de series estilo UFO, Los Invasores y demás hicieron más estragos en mí que si hubiera tomado ácido lisérgico).

Otra cosa que me llamaba la atención era el tema de la heladera. Luego descubrí que el misterio de la luz interior del artefacto no era algo que me quitaba el sueño sólo a mí. La teoría del enano (de origen esquimal, supongo, para tolerar el frío) que tenía la amabilidad de encender la luz para que los humanos viéramos donde estaba lo que buscábamos y que tras cerrar la puerta la apagaba, hizo que permaneciera horas (de esas en que los padres dejan a los niños solos por un rato) abriendo y cerrando la puerta infinidad de veces, algunas más rápido que las otras, y algunas dejando pasar unos minutos de intervalo, a ver si sorprendía al famoso enano in fraganti. Nunca lo logré y me decepcioné mucho cuando supe que la heladera tenía un pequeño aparatito que empujaba un interruptor al cerrar la puerta y así se apagaba la dichosa lamparita.

Y ahora llega la gran confesión. Mis padres tenían cada uno un reloj despertador en su mesita de luz, de esos que se daban cuerda. El de mamá era amarillo y el de papá era de un celeste-verdoso pálido. Me intrigaba soberanamente qué era lo que hacía funcionar las manecillas y no sé si alguien (mamá, mi abuelo, algún tío, yo misma por deducción) planteó la posibilidad de que existieran enanos, parientes del pobrecito esquimal que habitaba adentro de la heladera.  Comenzó a cosquillearme la curiosidad y cada vez que pasaba al cuarto de ellos, miraba largamente esos relojes y veía cómo sus manecillas se movían. Cómo hacían para saber a qué hora despertarnos. Y un día, de esos mismos en que me dejaban un rato sola en casa porque papá trabajaba y mamá salía para realizar un mandado, busqué el cajón de las herramientas, tomé el destornillador más pequeño y trepada en la cama grande me dediqué a desarmar el reloj celeste-verdoso de papá . No sé por qué razón pero el de mamá jamás se me hubiera ocurrido tocarlo.( Releo este párrafo y escucho la voz de mamá al salir diciendo “no hagas lío”. ¿Intuición o advertencia?).

 Con toda esa paciencia que me había quedado del traspaso de los restos de las botellas de vino de un asado (si no recuerdan busquen la tercera parte de estas anécdotas y memorias) quité las mariposas, los tornillos, la tapa y cada pieza y resorte que encontré dentro del dichoso reloj, sin descubrir una sola huella de los famosos enanos o gnomos, que en ese momento ya se me hacían más irreales que el fantasma Gasparín, que pasaban en los dibujos de la tarde. Tomé cada resorte y pieza, que habían sido colocados sobre la sábana de forma estratégicamente ordenada en el mismo sentido en que los retiré, puse la tapa, los tornillos, instalé las mariposas, le di cuerda y lo puse en hora (tampoco era cuestión de dejar huellas que me delataran). Dejé el reloj en la mesita de luz, dejé las herramientas en su caja y me fui a jugar como cualquier otra criatura, sin ninguna culpa y remordimiento.

 El reloj de papá quedó clavado en la hora señalada, situación que le provocó bastante malhumor al descubrir que ya no servía. Jamás hubiera imaginado que “la nena” podría haber hecho el desmán, al día siguiente se apareció con otro nuevo, esta vez uno de los primeros relojes chinos a pilas, cuadrado y blanco, que parecía una abeja zumbando cuando sonaba y que curiosamente me provocaba el mismo misterio que el otro, pero por precaución jamás toqué. Durante años guardé ese secreto celosamente, y por mis adentros me reía mucho cada vez que veía el aparato nuevo sonando en la mesita de luz.

Ya más crecida, las cosas fueron tomando formas reales, sin embargo, la imaginación me juega malas pasadas y, cuando escucho algo que me parece insólito o que asocio inmediatamente a algo, comienzo a reírme sola. Algunas personas que me conocen personalmente pueden atestiguar que, en vivo y en directo, y con la confianza suficiente para que no crean que estoy loca, puedo llegar a decir esas asociaciones desopilantes y mis risotadas se escuchan muy fuerte. Tal vez y quizás por eso mismo, no me costaba nada imaginarme los mundos que Julio Verne, Emilio Salgari, Cervantes Saavedra y otros maestros más, me brindaban en cada libro, objeto que descubrió mi mamá para tenerme quieta y sin romper nada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario