sábado, 1 de junio de 2019

Confesión.





   Mi nombre es Ignacio, me llamo igual que mi abuelo, al que no conocí, ya que nací exactamente un año después de su muerte, ocurrida hace 30 años. Mi madre vio una señal en ese acontecimiento y me bautizó asíen su honor.

   Mi abuelo Ignacio era un comerciante próspero, respetado por todos. Con mi abuela Gena iban a cuánto acontecimiento social se les presentara y formaban una de las parejas más envidiadas de la ciudad.

  A medida que fui creciendo, descubrí  que nunca iba a conseguir que la abuela me hablara de mi abuelo.  Sólo supe de él a través de mi madre, para quien era un semidios y, como todos, lo tenía en un altar, como a un ser casi perfecto.

   Gena, Eugenia en realidad, bajaba la mirada cuando alguien lo recordaba.  Todos pensaban que nunca superó su muerte, ocurrida una noche, en su propia cama. Debe ser terrible despertar una mañana y encontrar al amor de tu vida frío, muerto a tu costado y no haberte dado cuenta, ni haber tenido la oportunidad de decirle adiós por última vez.

   Ahora Gena tiene 85 años. Hace un tiempo, tras mucho debatir, la ingresamos en una clínica especializada porque su estado mental se hacía difícil de manejar. Allí estaría atendida y controlada por personal especializado. Yo iba a visitarla todas las semanas, con la esperanza de que me reconociera, aunque sea una sola vez. Gena miraba fijo hacia la ventana, sin emitir palabra. Algunas veces emitía algún sonido inconexo, movía las manos en el aire, como si espantara moscas imaginarias.

   Esta mañana volví a la clínica. Todos estaban alterados.  Mi abuela había despertado de su sopor. Fui corriendo hasta su cuarto y la vi sentada sobre la cama, con la misma actitud de reina gobernante que había tenido cuando era joven.

   Me extendió las manos, con un gesto amoroso que no recordaba que jamás hubiera tenido conmigo.  Me invitó a sentarme sobre la cama, a su lado. Tenía la mirada lúcida, como nunca se la había visto.

  -Ignacio, mi querido.

  Su voz tenía una dulzura particular. Me acarició el rostro.

   -Perdón.

   -¿Por qué? No tengo nada que perdornarte.

   -Si, tu abuelo.

   No entendía qué tenía que ver yo con mi abuelo, excepto que llevaba el mismo nombre.

   -El abuelo murió, Gena, antes de que yo naciera...

   -¡No! Tu abuelo no murió.- me interrumpió nerviosa.

   Me entristeció pensar que su recuperación era una fantasía, que solo había tenido un arrebato, pero nada lúcido.

   -Tranquila, abuela, no te agites.

   -Pero tenés que saberlo, tu abuelo no murió.

  No sabía como tranquilizarla, iba a pedir que le dieran un sedante, no me gustaba verla así.

  -No te vayas, necesito contarte.

   Algo en su voz hizo que me quedara a su lado. No se qué fuera a decirme, pero quizás tener a alguien que la escuche podría ayudarla.

  -Cuando lo conocí a Ignacio me volví loca por él.  Era guapo, inteligente, altivo. Me propuse conquistarlo. Logré que se fijara en mí, nos casamos y fui feliz mucho tiempo. Pasaron los años. Un día alguien llamó a casa para decirme que Ignacio estaba en la casa de una mujer.  No le creí.  Poco a poco comencé a tener dudas, hasta que decidí seguirlo.  Ahí confirmé todas las dudas.  Me engañaba con una mujer más joven, bella. Yo me sentía abrumada, porque pensaba que tu abuelo me amaba. Me derrumbé.  No sabía qué hacer. Cuando volvió a casa fingí dormir, me dio un beso en la mejilla y sentí mucho asco. Con la misma boca con la que había besado a esa mujer, me besaba a mí.  Me debatí muchos días sobre qué hacer, qué decirle. Pensaba en esas noches en que sus manos me habían buscado, apasionado, cuando regresaba por las noches y quizás horas antes había estado con otra mujer.  Enloquecí.

   "Había un frasco de veneno para hormigas en un estante de la cocina, porque habíamos tenido una invasión.  Esa noche no pensé en nada más.  Tomé el frasco, volqué parte del contenido en la comida, lo revolví y se lo llevé. Tenía miedo de que se diera cuenta.  Quizás por la costumbre de fumar habanos que había tomado el último tiempo, no notó nada raro en el sabor. Comió como si fuera su última cena. Lo era. Se fue a dormir diciendo que estaba cansado. Me dio un último beso y se acostó.  Me quedé mirándolo, sentada en la silla de mi tocador, temblando de miedo, queriendo despertarlo y decirle algo. En un momento sentí que se sacudió un poco, como si tuviera espasmos, lo escuché jadear, buscar aire, hasta que solo se hizo silencio. Esperé, me quedé quieta y tratando de contener mi propia respiración para no  ningún ruido. Temía que alguien entrara , que me descubrieran. Me levanté despacio, me acosté a su lado y sólo dejé que pasaran las horas hasta que se hiciera la mañana. No pude dormir. Sentía el frío de su cuerpo, el sonido del reloj, los ladridos de un perro lejano. Todo parecía magnificado.

  "Llegó la mañana. No sé cómo hice, pero llamé a tu madre, le dije que Ignacio amaneció muerto. Tu madre se comunicó con la policía, los médicos, algunos conocidos, se ocupó de todo. Nadie dudó de que tu abuelo había fallecido de muerte natural.  Nadie hizo ninguna pregunta. Jamás supo alguien esto que te estoy contando."

   Me quedé de piedra. No entendía nada, pero comprendía que Gena me estaba confesando un delito cuyo secreto guardó por treinta años. Y, al mismo tiempo, pensaba si todo no era un divague de su mente enferma.

  ¿Qué debía hacer? ¿Denunciar a mi abuela, después de treinta años, por haber asesinado a mi abuelo? La miré.  Su rostro se había apagado, sus ojos estaban fijos en la ventana, sus manos ya no sostenían las mías con la fuerza que habían tenido hasta pocos minutos antes. La llamé un par de veces, sin que me prestara atención.  Había vuelto a su mundo. Me fui, sin saber si guardar el secreto, contarle a mi madre o desestimar el relato que Gena acababa  de contar.

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