domingo, 30 de julio de 2017

Antes de que me olvide, sexta parte.



Quizás por este anhelo de escribir, siempre me gustó escuchar historias. Particularmente las de mamá, cuya familia no conocía y me resultaban un enorme misterio por develar. Mientras ella hacía miles de cosas, relataba la dura vida en el Chaco, en donde mis abuelos se habían instalado tras abandonar una Europa en medio de lo que ellos no sabían que se llamaba “posguerra de la Primera Guerra Mundial”. Y no lo sabían porque ya vivían en nuestro país cuando estalló la que luego sería llamada “Segunda Guerra Mundial”.

Mis abuelos maternos se conocieron cuando él tenía 22 años y ella 12. Mi bisabuelo, el padre de Francisca, no lo quería a Mateo, no porque él tuviera 10 años más o porque ella aún fuera una niña, sino porque no quería que las sangres se mezclaran. Mateo venía de Yugoslavia (hoy ignoro de qué parte, ya que se mezclaron un puñado de países y luego de otra guerra, la de los Balcanes, volvieron a ser países independientes uno del otro . Y Francisca era checoslovaca, tierra que posteriormente también sufrió divisiones.

Mateo raptó a Francisca, ella quedó embarazada, y Francisco, mi bisabuelo y padre de Francisca, no tuvo más remedio que aceptar la unión de su hija y ese hombre  ante el hecho consumado. Generalmente estas historias suenan a novela romántica y culebrón con final feliz o cuento de Disney y confieso que en algún momento le encontré la belleza poética al imaginarme cómo mi abuelo raptaba a mi abuela, se la llevaba a algún lugar en donde nadie pudiera hallarlos y en el que fueran felices y comieran perdices.

Sin embargo, las historias reales comienzan donde terminan los cuentos de hadas. La vida de una colonia en una tierra extranjera, en donde una niña de 12/13 años es arrancada de su lugar, para convertirse en una esposa, madre y compañera, es muy difícil. El gobierno, en aquéllos tiempos, les daba a los inmigrantes terrenos fiscales para que pudieran trabajar la tierra y ser productivos. En el Chaco, la actual pista de aterrizaje del aeropuerto de Roque Sáenz Peña es el lugar en donde mis abuelos cultivaron el algodón y mi madre dio sus primeros pasos.

 (Aprovecho este espacio para decirles a los funcionarios que dirigen dicho aeropuerto que, si un día ven a una mujer con un frasco en la mano y una palita en la otra, invadir los parques de lugar, no envíen a la policía aeroportuaria porque seré yo cumpliendo una autopromesa de traerme conmigo un pedacito de ese territorio que mi mamá caminó).

Criar diez hijos, trabajar en el campo, perder varios embarazos, soportar los malos tratos de Mateo, ver cómo desprendían a sus hijas mujeres a medida que iban creciendo y ser enviadas a la capital del país, para instalarlas en casas de familias con el fin de que trabajen como personal de servicio doméstico no creo que forme parte del sueño de ninguna mujer. Ni en 1930 ni ahora.

Finalmente mi abuelo vendió esos terrenos, o los entregó al Estado, y el resto de la familia que quedaba en Chaco viajó hacia Capital, tal vez en busca de otros sueños. Muchas veces quisiera saber qué pasaba por la cabeza de Francisca en todos esos momentos, cómo hubiera sido ella con una vida más fácil, si en vez de enamorarse de mi abuelo hubiera esperado a crecer. Y quizás la historia se hubiera repetido, con otro hombre, y yo no estaría escribiendo estas líneas.

Francisca murió a los 46 años, un mes después de su cumpleaños y sin poder ver a su primer nieto varón, a la postre mi hermano, porque mamá viajó a Mar del Plata dos años antes, estando embarazada de él y, por esas cosas de la vida, nunca pudo viajar a presentárselo. Murió casi cinco años antes de que yo naciera y cuando mi padre me vio por primera vez, sus palabras fueron  “doña Francisca” por el  parecido que notó entre esa bebé y su suegra fallecida.

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