viernes, 25 de octubre de 2019

No tan desencuentro.



Él.

Entró presuroso en el bar. Con un gesto de la mano, le pidió al mozo un café. Mientras esperaba, encendió un cigarrillo.

Sonreía pensando en verla entrar, apurada, nerviosa, con esa inquietud que siempre lo excitaba porque ella odiaba llegar tarde. Lo encendía saber que ella no quería hacerlo esperar, que en el fondo tenía cierto temor a que él no fuera. Se confesaba a sí mismo que, de vez en cuando, la dejaba plantada un poco adrede, para que ella estuviera más pendiente de él. Era un juego en el que se sabía ganador.

Bebió el café sin esperarla. Raro en ella, tenía unos minutos de retraso. Sacó otro cigarro de la caja, buscó el encendedor y tocó su celular en el bolsillo. Miró y no había ninguna llamada perdida, ningún mensaje explicando el motivo de la demora.

Comenzaba a ponerse nervioso. Ya hacía media hora que estaba sentado en ese bar. Ya se había pedido un segundo café y había prendido su tercer cigarrillo. Ella no llegaba. Decidió llamarla. Del otro lado de la línea le respondió una voz metálica que le informaba que el teléfono se encontraba apagado o fuera del área de cobertura.

Le envío un mensaje, pidió la cuenta y se fue hacia su casa. Al abrir la puerta, la mirada sorprendida de su mujer se dirigió al ramo de rosas que había comprado para aquélla que no llegó. Se lo dio con un beso distraído, mientras su esposa buscaba un jarrón, las ponía en una mesa, les sacaba una foto y la subía a sus redes con una frase que destacaba el inmenso amor que los unía. El encendió otro cigarrillo, buscó un vaso, se sirvió un whisky y se sentó en el sofá a  mirar un partido de fútbol, sin dejar de mirar cada tanto la pantalla del teléfono.

Ella.

Miraba la caída del sol desde una terraza. Respiraba profundo y despedía lentamente el aire por la boca, en un suave soplido, para evitar estallar en llanto. La luz poco a poco iba tornándose rosada, lila, violeta, con destellos dorados, mientras una brisa le revoloteaba el cabello. Una taza de té humeante se enfriaba mientras ella navegaba por las nubes de ese atardecer definitorio.

No sabía de dónde había sacado las fuerzas para huir de aquel sueño que, día a día, si iba convirtiendo en pesadilla. No tenía idea de cómo había logrado convencerse de irse lejos, de apagar todo. Aún no creía que había podido bloquear su número. Un zumbido le advirtió que un mensaje había llegado. Su compañía telefónica le avisaba que un número bloqueado había estado llamando.

Tuvo la tentación de salir corriendo. De decirle que la espere, que aún estaba a tiempo de llegar. De pedirle perdón por haber querido escapar de él, del embrujo que la dominaba, de la embriaguez que sentía al oir su voz, de intentar salir de esa droga que eran sus abrazos, su mirada y el olor de su piel.

Le temblaba la mano. Tomó el teléfono y para no caer en la tentación nuevamente, decidió apagarlo. Tomó el té, suave y delicado, mientras una lágrima rodaba en su mejilla. Sabía que no había vuelta atrás. Se levantó, tomó una valija que había en el piso, caminó hacia la salida de ese pequeño café y subió a un ómnibus que la llevaría lejos de todo riesgo, a un lugar nuevo para comenzar a vivir sin el temor de cruzarlo en algún lugar.

Imagen tomada de la web
©Cristina Vañecek-Derechos Reservados 2019

No hay comentarios:

Publicar un comentario