domingo, 30 de julio de 2017

Antes de que me olvide, quinta parte.

Siempre rompí reglas. Desde antes de nacer. Tal vez por un error de cálculos, en una época en que no había ecografías, hizo que el médico que atendiera a mi madre por su embarazo dijera que yo nacería para el mes de noviembre.

Y llegó diciembre, pasaron las fiestas, cambió el año y enero asomó con todo su calor, y mamá seguía embarazada.  Ella misma cuenta que en la sala de espera, cuando entre embarazadas se preguntaban de cuánto tiempo estaban, ella contestaba “once”, porque, según sus cuentas, ese era el tiempo que llevaba esperándome.

La internaron varias veces, con la clara idea de que en cualquier momento nacería y la enviaban a casa tal y como había ingresado. La última apuesta había sido la fecha de Reyes y, evidentemente, todos perdieron…ahora comprendo por qué nunca le pego a los números de la quiniela…


Finalmente nací un 28 de enero, dos meses después de lo previsto. Aquélla noche mi padre debía trabajar en el turno noche en la línea de colectivos en donde había sido componente y mamá quedó al “cuidado” de mi tía Porota, solterona para más datos. Y ahí se me ocurrió venir al mundo, rompiendo bolsa (otras cosas también diría mi hermano años después) a las doce y media de la noche.


Sin tener la menor idea sobre qué hacer, mi tía decidió esperar a que llegara mi padre, hecho que ocurrió cuatro horas después. Pidió una camioneta a un vecino, subió a mi madre y la llevó al hospital en donde no había nadie que la atendiera. De modo que nací a las 10 de la mañana, de parto seco y mamá quedó varias horas inconsciente tras parir un bebé de cuatro kilos y medio y de un tamaño importante.


A la felicidad de mamá por tener a su hija le siguió un pequeño contratiempo. “La nena” en su primera foto familiar apareció vestida con un coqueto osito celeste oscuro porque, debido al peso y al tamaño, era la única ropita que me entraba. Y mamá se había pasado todo el embarazo tejiendo cositas rosadas, blancas y amarillitas,  ilusionada en que vendría su primera hija mujer.


Quizás ese detalle fue predictivo, porque jamás me interesé en muñecas,  siempre me atrajeron mucho más los autitos que tenía mi hermano, trepar árboles, andar en bicicleta y en la salita del jardín de infantes le llamaron la atención porque sólo jugaba a los indios y vaqueros con mi inseparable compañero Enriquito y nunca participaba de los juegos con otras nenas.  Nunca entendí que tenía de atractivo usar una lata de dulce de batata de ascensor para fingir que visitaban a la vecina de arriba, y daba vuelta la sillita en donde nos sentábamos en clases y la convertía en caballo para correr detrás de los malvados indios… o vaqueros, porque los malvados cambiaban de bando todo el tiempo.


Con los años me sumergí en los libros, en las aventuras de Sandokán, del Capitán Nemo, de Davy Copperfield, de las Mujercitas y de cientos de personajes más, que fueron enseñándome que el mundo puede ser un lugar mejor si seguimos nuestros sueños.

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