Siempre
rompí reglas. Desde antes de nacer. Tal vez por un error de cálculos, en una
época en que no había ecografías, hizo que el médico que atendiera a mi madre
por su embarazo dijera que yo nacería para el mes de noviembre.
Y llegó
diciembre, pasaron las fiestas, cambió el año y enero asomó con todo su calor,
y mamá seguía embarazada. Ella misma
cuenta que en la sala de espera, cuando entre embarazadas se preguntaban de
cuánto tiempo estaban, ella contestaba “once”, porque, según sus cuentas, ese
era el tiempo que llevaba esperándome.
La
internaron varias veces, con la clara idea de que en cualquier momento nacería
y la enviaban a casa tal y como había ingresado. La última apuesta había sido
la fecha de Reyes y, evidentemente, todos perdieron…ahora comprendo por qué
nunca le pego a los números de la quiniela…
Finalmente
nací un 28 de enero, dos meses después de lo previsto. Aquélla noche mi padre
debía trabajar en el turno noche en la línea de colectivos en donde había sido
componente y mamá quedó al “cuidado” de mi tía Porota, solterona para más
datos. Y ahí se me ocurrió venir al mundo, rompiendo bolsa (otras cosas también
diría mi hermano años después) a las doce y media de la noche.
Sin
tener la menor idea sobre qué hacer, mi tía decidió esperar a que llegara mi
padre, hecho que ocurrió cuatro horas después. Pidió una camioneta a un vecino,
subió a mi madre y la llevó al hospital en donde no había nadie que la
atendiera. De modo que nací a las 10 de la mañana, de parto seco y mamá quedó
varias horas inconsciente tras parir un bebé de cuatro kilos y medio y de un
tamaño importante.
A la
felicidad de mamá por tener a su hija le siguió un pequeño contratiempo. “La
nena” en su primera foto familiar apareció vestida con un coqueto osito celeste
oscuro porque, debido al peso y al tamaño, era la única ropita que me entraba.
Y mamá se había pasado todo el embarazo tejiendo cositas rosadas, blancas y
amarillitas, ilusionada en que vendría
su primera hija mujer.
Quizás
ese detalle fue predictivo, porque jamás me interesé en muñecas, siempre me atrajeron mucho más los autitos
que tenía mi hermano, trepar árboles, andar en bicicleta y en la salita del
jardín de infantes le llamaron la atención porque sólo jugaba a los indios y
vaqueros con mi inseparable compañero Enriquito y nunca participaba de los
juegos con otras nenas. Nunca entendí
que tenía de atractivo usar una lata de dulce de batata de ascensor para fingir
que visitaban a la vecina de arriba, y daba vuelta la sillita en donde nos
sentábamos en clases y la convertía en caballo para correr detrás de los
malvados indios… o vaqueros, porque los malvados cambiaban de bando todo el
tiempo.
Con los
años me sumergí en los libros, en las aventuras de Sandokán, del Capitán Nemo,
de Davy Copperfield, de las Mujercitas y de cientos de personajes más, que
fueron enseñándome que el mundo puede ser un lugar mejor si seguimos nuestros
sueños.
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