viernes, 28 de julio de 2017

Antes de que me olvide, cuarta parte.

Todos tenemos de esos tíos que no son tíos, sino personas que aparecieron en la vida de nuestras familias y que fueron adoptados, y muchas veces, con más presencia que los de parientes de sangre. Y en mi familia ellos fueron mi tía Lala y mi tío Quico.

Su presencia fue anterior a mi nacimiento. Mis padres buscaban un terreno para comenzar su vida y Quico, que tenía un cargo importante en la empresa de transportes en donde papá trabajaba, le ofreció un lote que era propiedad de su esposa (Lala era viuda y casada en segundas nupcias con él). Mi padre le habló a mamá de eso y concretaron la venta y así fue como la familia decidió venir a vivir a Mar del Plata.

Pero la relación entre mi madre y los “tíos” no quedó allí. Mamá estaba embarazada de mi hermano y debía quedarse sola en medio de casi la nada, en una precaria casilla, ya que mi padre debía viajar con los camiones de la empresa. Y cuando ella le comentó el temor que sentía, él decidió renunciar a su empleo (sin tener otro antes, si ya sé, hoy le diríamos “cabeza de termo”). De modo que, con mi padre desocupado, mamá tuvo que buscar trabajo en casas de familia para poder pagar las cuotas restantes de la propiedad, mientras mi padre se quedaba…esperando que le cayera maná del cielo, seamos honestos.

Lala, quien no tenía hijos, quiso a mi hermano como a un nieto y le ofreció a mi madre que fuera las veces que quisiera a su casa para usase la máquina de coser, ya que mamá se daba maña para hacerle las pequeñas prendas al bebé. Mientras, la tía la ayudaba a cuidarlo. En una de esas visitas fue que mamá le puso sal a la mamadera de Marcelo, porque Lala había roto el salero y no tuvo mejor ocurrencia que poner el condimento en la azucarera que estaba vacía.

La mujer fue un apoyo para mamá en momentos muy difíciles, aunque sus consejos no fueran los más coherentes ni sabios. O, quizás, el ímpetu que ponía en manifestar la rabia que le ocasionaba mi padre, hacía que mamá evaluara riesgos y no siguiera sus consejos. El efecto era inversamente proporcional al consejo, pero funcionó bien así.



Mi tío Quico era de esos hombres que, para mí, siempre fueron mayores. Medio calvo, con pelo canoso y abundante atrás. Se teñía los bigotes y las cejas de un negro azabache, y se lustraba las uñas con un cepillo que tenía una especie de tela muy suave de color rojo. Siempre vestía elegante,  y cuando estaba de “sport” usaba un pañuelo al cuello que no dejaba de darle un aire de importancia, pese a su sencillez.

Tío Quico era un hombre impresionantemente culto. Era el único capaz de mantenernos a mi hermano y a mí quietos cada vez que íbamos de visitas (excepto el período que tuvieron a una familia vecina viviendo con ellos porque habían sido desalojados del lugar en donde alquilaban). ¿Por qué? Porque en la habitación del fondo, Quico tenía su biblioteca, en donde además guardaba sus catálogos de filatelia. Introdujo a mi hermano en el arte de coleccionar estampillas y, no sé si para mantenerme entretenida, a mí en el de la lectura. Esconderme en ese cuarto, mientras mamá y Lala cotorreaban y Marcelo y Quico se mostraban sus mutuas adquisiciones, para mí era el máximo placer.

Allí encontré todo lo que quería, allí tomaba cualquier libro que quisiera y podía pasar horas hasta que oscureciera, sin mover un músculo, atrapada entre las hojas de cualquier libro. Si me preguntan sobre temas, había de todo. Desde novelas románticas, libros de Geografía, de Historia, de Religión, el tío Quico era un hombre que abarcaba varias áreas y la única regla era mantener el orden y guardar todo donde había sido encontrado.

Hasta mucho tiempo después, desconocí un detalle de esa pareja, Quico era mormón y Lala había sido católica. Ella había adoptado su religión para casarse con él, sin embargo no había renunciado a todas sus costumbres. Y una de ellas fue la que me descubrió ese detalle.

Siempre que venían a casa a comer un asado, Lala traía una botella de vino tinto, que se llamaba “Rojo Trapal”. Cuando lo ponía en la mesa, ella decía que era la sangre de Cristo. Y como para esa época yo estaba muy emocionada con el tema de la Eucaristía por la comunión de mi hermano, me emocionaba enormemente pensar que allí teníamos parte de tan vital y sagrado elemento. Lala disfrutaba de su bebida y yo la miraba maravillada, imaginando que estaba invadida por el amor de Dios. Jamás percibí si Quico hacía un gesto al respecto, ni siquiera había notado que él no bebía el vino, ni ninguna otra bebida alcohólica.

Me quedó siempre en la mente que ese vino era “la sangre de Cristo”, al punto que, tras años de desaparecer del mercado de consumo y volver a ser envasado, me emocioné terriblemente un día que lo vi en un estante.  Volví a casa con casi la alegría de haber sido tocada con la mano de Dios, de haber tenido una visión gloriosa y pensando en esos almuerzos con la vieja botella, con su etiqueta roja y amarilla, luciendo un hermoso y enorme sol, con grandes letras, también amarillas.

Le dije a mamá que había visto ese vino, por el que la tía sentía tanta devoción…y mamá me tiró abajo todo el misticismo, contándome que en realidad el vino solo era un vino común y corriente, y que la tía lo llevaba porque era el único vicio que le había quedado de su catolicismo anterior, al que había renunciado para casarse con Quico. Ese día supe que los mormones no toman alcohol, ni vino tinto, sin embargo, el nombre de “Rojo Trapal” siempre me llevará al recuerdo de estos dos seres que amé y a los que me hubiera gustado tener más tiempo en mi vida.

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