domingo, 23 de julio de 2017

Antes de que me olvide.



 De repente tengo miedo de despertar una mañana y no recordar nada. De perderme en un mundo de sombras en el que ya nada sea conocido. De pronto, la memoria me juegas malas pasadas y se me escapan nombres, palabras, momentos. Alguien dice por ahí que el cerebro se recicla, que va tirando como si fuera basura situaciones que ya no sirven, que pasaron hace tiempo y por la razón que fuera, no nos son útiles. Pero una conversación nos pone frente a ese vacío inmenso que es olvidarse,  como un precipicio en donde miramos hacia abajo, sabiendo que en el fondo está ese recuerdo…pero no queremos caer, tenemos miedo de arrojarnos  y no volver nunca más a ser nosotros mismos.


      De repente me olvido de cosas que hasta ayer formaban parte de una legión de datos, inútiles o no, sobre mi vida. Sin embargo, tengo fresco en la mente conversaciones casi completas y momentos ocurridos hace tanto tiempo, que no comprendo cómo funciona este mecanismo en el que los recuerdos se mezclan con los olvidos.  Quizás porque nuestra escala de valores hace que no le prestemos importancia a determinados hechos y, sin embargo, recordemos exactamente otros, pudiendo relatarlos minuciosamente, casi de forma obsesiva.


     He tenido una memoria asombrosa, acumulando información que en su  momento consideraba importante y me convertía en una especie de supercomputadora humana. Nombres, direcciones, teléfonos, códigos internos de clientes, de productos, precios sin impuestos, con impuestos, se encontraban permanentemente dando vueltas por mi cabeza y sin el menor esfuerzo respondía a cualquier pregunta que hicieran sobre lo que fuera. Era una especie de mini enciclopedia ambulante, la precuela de Wikipedia en los tiempos en que la computadora existía solo para un grupo selecto y el teléfono móvil sólo aparecía en forma de “zapatófono” en una serie norteamericana de televisión.


      Mi vida entera me dediqué a tener una memoria asombrosa. A aprender cosas que no sé para qué podrían servirme. Por ejemplo, aún recuerdo un poema que debíamos recitar en la clase de Castellano que nos daba la señorita Cristina Quiroga (la misma que años después fue concejal por el radicalismo) en séptimo grado. En ese entonces me había convertido en una alumna mediocre y la escuela me aburría, pero todo lo que tuviera que ver con mitologías, cuentos y poemas me salvaba las notas sobre el fin de curso.


      Por esas cuestiones del orden alfabético jamás pude recitar el poema que me pasé toda una tarde aprendiendo y gesticulando con mi hoja de carpeta por el jardín de casa. Iba y venía, practicando la entonación, los silencios, los signos de exclamación e interrogación, jugando con el tono de voz para ponerle más dramatismo, ternura o suavidad dependiendo del pasaje que fuera.  Éramos 28 alumnos, de los cuales primero pasaron los ocho varones y luego comenzaron a desfilar las chicas. Mi apellido era el anteúltimo de la lista y el timbre del recreo sonó uno antes del mío. Ignoro cómo fue la forma de calificar de la maestra, porque nunca di esa prueba y me juré a mí misma que cuando me cruzara con ella por la calle, le recitaría el poema antes de decirle “buenos días”.  Tampoco he podido hacerlo y aún en mi mente vuela cada palabra de la Oda a la lengua Castellana, de Juana de Ibarbourou.

Con la llegada de los dispositivos comencé a no memorizar teléfonos. Ahora ya nadie asocia al “473-5228” (número hipotético recién inventado), sino a la forma en que los agendemos en nuestros teléfonos. “Mamá”, “Casa”, “Hermano” “Nombre de amiga”, “Zapatero”, “Abogado” son las referencias que nos evitan memorizar una larga fila de números que difícilmente podríamos recordar sin mezclarlos entre sí. Sobre todo porque en aquéllos viejos tiempos eran pocos los que tenían teléfono fijo en sus casas y con un número resumías la forma de comunicarte con cuatro o cinco personas y hoy cada miembro de la familia tiene su propio número.


    Pienso y se me viene a la cabeza la imagen de mamá amasando Strudel, tapas de empanadas o de pastelitos, mientras revisaba rellenos, preparaba aderezos y armaba todo lo que íbamos a comer. Jamás pude igualar su forma de hacer las cosas en la cocina, de modo que confieso que debe tener brazos extras escondidos, cual pulpo, para abarcar tanto y hacerlo delicioso.


     Recuerdo sus caras de enojo, sus retos cuando le robábamos la salsa con un trozo de pan o, si realizaba un lechón asado, junto con mi hermano destrozábamos la piel crocante del animalito cocido que quedaría tan antiestético a la hora de servirlo a la familia, cuando venían a cenar por alguna fiesta navideña o de fin de año. La recuerdo trabajando, incansable, apurada, nerviosa porque quería que todo quedase bien y perfecto, armando una picada impresionante (ahí la ayudábamos un poquito, ya que era más fácil) instalando los platitos con chizitos, palitos salados, maní, palitos malteados, papas fritas, rodajas de salame, quesos cortados en cubos, aceitunas y todo eso regado con Fernet, Bitter , granadina o alguna gaseosa para los más chicos.


    Pienso y recuerdo el viejo nogal que había en el fondo de casa, en donde me trepaba por las ramas más bajas y gruesas, y en el que me quedaba horas sentada mirando el mundo “desde arriba”. Llevaba un almohadón y me instalaba allí, sola, en silencio. Miraba el infinito, me alejaba de los gritos, de las peleas, de todo lo que no me gustaba, amaba la libertad de los pájaros que podían ir y venir sin quedarse nunca en ningún lugar. Hasta que un día nefasto en que mi padre quitó mi amado árbol desde la raíz, porque impedía la construcción de una medianera que limitara nuestra propiedad de la del vecino. Ese día es el que recuerdo que comencé a sentir mucha rabia hacia las injusticias que cometía mi padre.


     Tengo un solo recuerdo en el que me sentí casi orgullosa de mi papá. Fue durante una fiesta patria, en la escuela. Mamá no podía llevarme porque ese día vendrían visitas familiares y se había internado en la cocina y le pidió a él que lo hiciera. Milagrosamente se había duchado, puesto ropa limpia y buena y se había afeitado. Estaba al lado de otros padres y los veía gordos, algunos calvos, hombres feos en general. Y ahí destacaba el mío, con su pelo negro entrecano peinado (rara vez se peinaba) destacando con sus ojos verdes/grises/celestes según el clima, alto (al menos para mi altura) y delgado. Ese día pensé que era el más lindo de los papás de mi curso y sentí que tenía alguna cosa buena, después de todo…Y esa fue la única vez que tuve un buen sentimiento hacia mi padre.


     Quiero recordar cosas que otros recuerdan, como su primer día de clases, pero me es imposible. No recuerdo haber sentido una emoción especial, ni de haber llorado como loca por la separación de mi madre, ni de tener una expectativa especial. Quizás porque había concurrido al jardín de infantes en la misma escuela y tenía casi los mismos compañeros, pero tampoco recuerdo qué pasó ese primer día. Si recuerdo que con un compañerito perdimos de vista la cartera de la señorita Rosita, que nos había dado para que la lleváramos hasta el saloncito en donde realizábamos nuestras actividades, gran honor otorgado a distintos niños cada día. Y supongo que esa desaparición hizo que nunca más nos dieran a Enriquito y a mí el privilegio de trasladar el bolso de la docente.


     Y ahí viene a mi memoria Enriquito, al que yo le llevaba una cabeza de altura, pero del que me había hecho cómplice y amiga, quizás porque se llamaba igual que mi hermano. Tenía el cabello corto, algo desmechado, con un remolino en la corona de su cabeza y unos ojitos azules llenos de picardía. Su carita llena de pecas hacía que no tuviera aspecto de, precisamente, un angelito, pero siempre estábamos juntos y cualquier lío en el que uno estuviera metido, era matemático y seguro que el otro también hubiera intervenido. Y ahora recuerdo que ese primer día de clases sentí muchísima tristeza porque Enriquito no estaba en el mismo grado que yo, que para mí era mi otra mitad para todas las travesuras y que luego dejó de asistir a esa escuela.




     Recuerdo que el grupito de compañeras con el que siempre andaba eran todas las chicas tímidas y casi calladas del curso y que yo era algo así como la “líder”…y no sé si es un mérito ser la que siempre metía la pata (y les hacía meter la pata a ellas) del grupo de las nenas más tranquilas del curso. Como en cuarto grado, cuando fuimos con la escuela a una excursión a Sierra de los Padres y conociendo un lugar “secreto”, quise llevarlas a que lo vieran. Me fascinaba ayer, tanto como hoy, la Gruta de los Pañuelos, pero en 1979 no existía un camino empedrado con una especie de galería comercial con negocios de aspecto rústico como hoy. En aquéllos días había que llegar como se pudiera, atravesando las piedras y la aventura terminó porque yo, la guía, no tenía la menor idea de cómo regresar. Recuerdo que no sabía cómo hacer, pero jamás les dije que me moría de miedo pensando que nos habías perdido y, cual Tom Cruise en Misión Imposible, escalé las piedras hasta la parte más alta, para ver donde estaba la combi naranja en la que nos habían llevado y, así,  lograr volver a reunirnos con nuestras maestras. Creo que jamás supieron que habíamos desaparecido y estuvimos perdidas un buen rato.



    Quiero recordar momentos y sensaciones, pero parecería que se me escapan cuando quiero hacer el raconto y de repente aparecen situaciones que tenía, al menos eso creía yo, olvidadas.  Si recuerdo el aroma del rosal favorito de mamá, ése cuyo gajo rescató no sé de dónde cuando estaba embarazada de mí y, por alguna razón, se me hace que ninguna otra clase de rosas tiene un perfume similar. El olor del puchero que invadía mi casa al llegar de la escuela al mediodía, el de la carne al horno, o, mi favorito, el de la albahaca recién cortada y que siempre llevaba unas hojitas a mi habitación porque me resultaba maravilloso. Se me viene ahora el aroma de los pinos que habían por aquél entonces en el terreno que estaba frente a mi casa, y el de los eucaliptos que fueron desapareciendo a medida que surgían galpones y fábricas.


     Recuerdo cuando me regalaron mi primera bicicleta, una del tipo multiuso, que tenía llavecitas para estirar el manubrio y el asiento a medida que yo fuera creciendo y que, cuando andaba en ella, secretamente hacía “cambios” como si fuera un auto, pensando en que algún día tendría uno propio.Se viene a mi mente las veces que con Carlitos y Silvina, los nietos de una vecina que venían a vivir allí en vacaciones porque los padres alquilaban durante el verano el departamento céntrico en el que vivían,  y jugábamos al “Zorro”…y la  multiuso se  convertía en “Tornado” y una ramita flaca de algún arbusto se convertía en la espada justiciera del personaje televisivo.


     Quiero recordar cada momento de mi vida y me doy cuenta de que me quedo con los mejores, aunque los tristes también existen. Porque hubo muchos momentos de angustia, de miedo, en los que la incertidumbre sobre nuestro futuro ganaba la carrera y nos ponía a todos de mal humor, nerviosos, tal vez porque ninguno quiso nunca demostrar la enorme tristeza que sentía. Había que seguir adelante, había que empujar como fuera del “carro” y lograr todo aquello que soñábamos. No sé si conseguimos exactamente lo que buscábamos, pero hoy ya no hay miedos, ni angustia, ni incertidumbre. Todo se volvió una forma mansa de transcurrir, en la que a veces, como en cualquier casa, alguna tormenta sacude un poco alguna estructura pero ya nada derrumba lo construido.



      Quizás me queda preguntarme por qué tengo miedo de despertar un día y no recordar nada, y la respuesta sea porque esos recuerdos son lo único que conservo de mi vida, de mi historia, de mis sueños, porque esos recuerdos me atan con un hilo muy finito a alguien que puede corroborar mi existencia, decir quién soy,  confirmar mi presencia y saber que pasé por este mundo. Quizás tema creer que el día que olvide definitivamente todo no sabré qué hacer, por donde arrancar para contarme a mí misma mi propia historia. Quizás, porque  en definitiva, la memoria es lo único que confirma que hemos sentido algo, que fuimos felices, que vivimos y que nuestro paso no ha sido en vano.

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