martes, 25 de julio de 2017

Antes de que me olvide, tercera parte.



     Siempre fui una nena tranquila que nunca le ocasionó trastornos a su mamá. Repito, siempre fui una nena demasiado tranquila que jamás le ocasionó trastornos a su mamá ni la hizo pasar papelones. Vuelvo a decir, siempre fui una nena tranquila, que salvo un par de ocasiones, no le ocasionó trastornos a su mamá, ni la hizo pasar papelones…


     Salvo aquélla vez que tuvieron que dejarme en la casa de mi abuela María, junto a mis tías Chicha y Porota (sí, tuve una tía a la que le decían Porota, posta), porque mis padres debían ir al velatorio de alguien y, como era de noche y yo muy chiquita, no podían llevarme. Mi cordón umbilical jamás fue cortado en su totalidad, en consecuencia siempre fui bastante pegota de mi madre, ahora, durante toda mi vida y ni qué hablar en mi más tierna infancia. No me gustaba estar con mis tías y mi abuela ni cuando era un bebé que se supone no tenía mucha idea de lo que quería, pero por historias que me contaron, se ve que sí sabía lo que quería.


     Lloré  todo el tiempo que duró mi estadía con el trío de mujeres, dos solteras que no tenían mucha noción de cómo entretener a una criatura…menos a mí.  No sé cuánto tiempo estuve, pero sí supe que les hice esas horas imposibles a ellas. Al punto de que mi tía Chicha me sentara en su falda para  intentar calmarme y yo, que ya contenía esfínteres hacía bastante tiempo, me hice pis encima sólo para que me soltara y me dejara en el piso. Con la distracción, una que se fue a cambiar, las otras dos que fueron a buscar cosas para limpiar mi enchastre, vi el camino libre y abrí la puerta de calle, crucé el patio hasta el portoncito de madera blanca, corrí el cerrojo y salí a la vereda a buscar a mi mamá casi a la medianoche. En ese momento ellos llegaban del velatorio y se tropezaron conmigo y con las quejas de mis tías y mi abuela, que al descubrir mi estrategia salieron corriendo detrás de mí, quejándose de lo vergonzoso que era que una criatura le mojara la pollera a su “tía favorita”.



     Y menos esa vez en que fuimos a un kiosco, de esos amarillos que aún están por las veredas de la ciudad, y al querer comprarme un paquete de galletas lloriquear que quería “concererato”. Mamá no tenía idea qué cosa era, y señalaba diferentes paquetes, ignorando aún la traducción inmediata que mi media lengua reclamaba. La kiosquera se había puesto fastidiosa, mamá nerviosa porque yo comenzaba a llorar, hasta que, cansada de estar adivinando y luego de soportar a la comerciante decirle que qué clase de madre era que no sabía lo que pedía su hija, pidió un paquete de Merengadas. A lo que exclamé extasiada “concereraaaaato” abrazando el paquetito. Luego mi madre descubrió que en el envoltorio había un gato dibujado y relacionó el nombre inventado por mí “con ese gato” que me había atraído tanto.


     Y exceptuando aquélla otra vez que, tras un domingo familiar, quedaron en un pequeño porche interior dos canastos de alambre con diez botellas de vino tinto cada uno. Yo tendría unos tres o cuatro años y noté que todas las botellas aún conservaban unos milímetros de bebidas. Mi hermano hacía sus deberes escolares en la cocina y mamá cosía en su  máquina de coser en el dormitorio que compartía con mi padre y en donde estaba mi cama-cuna. Con el ruido de la máquina mamá no escuché el rechinar de los picos de vidrio de las botellas y, con una paciencia absolutamente admirable, trasvasé una a una, el contenido que contenían hasta juntarlo en un único recipiente. Mamá preguntó qué estaba haciendo sin dejar de coser y yo respondí con una vocecita inocente ese “nada” que debería haberla puesto en aviso de que estaba haciendo “algo”…hasta que aparecí absolutamente borracha, tambaleando y diciendo que tenía mucho sueño. De todo esto lo que más recuerdo fueron los sacudones que me daba mi madre para evitar que me durmiera, porque había leído o escuchado que era muy peligroso que los niños tomaran alcohol…y se dio cuenta por mi aliento al volver a preguntar, ahora desesperada,  que qué había hecho y mi famosa respuesta, ahora llorando porque sólo quería dormir, “nada”. Y esa fue la última vez que tomé alcohol en exceso en mi vida.


     Tampoco cuentan las veces (varias) en que nos cruzábamos con alguien por la calle y yo ponía mi peor cara porque mamá se entretenía charlando con esas personas que insistían en tocarme los cachetes, el pelo, saludarme sonrientes y preguntarme si no me acordaba de ellos con esa voz melosa que ponen los adultos cuando quieren caerles simpáticos a los niños (ambos sexos). Eso y mirar a mamá, haciendo gestos asintiendo con la cabeza, como diciendo que sí, que me acordaba, era la señal exacta para clavar un sonoro “no” como única respuesta y, acto seguido, esconderme detrás de las piernas de mamá.



     Ya más grandecita fue imposible hacerle entender que yo no tuve nada que ver con esa espina que, misteriosamente, estaba en el acolchado de verano de mi hermano y con la que se pinchó el trasero al sentarse. Sobre todo fue imposible que lo comprendiera cuando, tras pensar en llevarlo al hospital por si se le infectaba el pinchazo, dije que había esterilizado con alcohol la espina del cactus que teníamos en el patio de casa, de unos cinco centímetros aproximadamente. Mis maldades nunca fueron completas.


     Pero ya más grande, cerca de los 14 o 15…cierta tarde de domingo, habiendo venido con su Ford Falcon azul eléctrico desde Capital Federal de vacaciones mi tío José (hermano de mamá), con su esposa Perla y mi prima Marylé, nos invitaron a dar una vuelta por la costa. Éramos seis adentro del auto. Mis dos tíos, con sus enormes cuerpos, sentados adelante y nosotros tres (mamá, mi hermano Marcelo y yo) junto con mi prima, apretujados en el asiento de atrás. De repente vi una enorme pintada sobre una pared, con letras negras, con una frase que resumía algo que consideré absolutamente lógico. Se me escapó un “y sí”, que nadie comprendía y por el que preguntaron. “Vi un escrito en una pared y me pareció coherente, es lógico”. Mi tía Perla (la única culpable si nos ponemos a pensar) preguntó qué decía el cartel. Dentro del auto resonaron esas palabras por las que, luego, hubiera deseado que me tragara la tierra, “promueva la agricultura, entierre la batata”. Marylé y Marcelo estallaron en carcajadas, mamá se hundió en el asiento, mientras se ponía bordó, mi tía Perla preguntó que cómo decía semejante barbaridad y aún no comprendo como mi tío José siguió manejando sin chocarse con nada y sin hacer un solo gesto, mirando siempre para adelante…



     Sí, exceptuando algunas veces, siempre fui una nena muy tranquila, que jamás hizo pasar vergüenza a su mamá. Ni papelones, ni nada por lo cual preocuparse. Re tranquila!

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