Siempre
fui una nena tranquila que nunca le ocasionó trastornos a su mamá. Repito,
siempre fui una nena demasiado tranquila que jamás le ocasionó trastornos a su
mamá ni la hizo pasar papelones. Vuelvo a decir, siempre fui una nena tranquila,
que salvo un par de ocasiones, no le ocasionó trastornos a su mamá, ni la hizo
pasar papelones…
Salvo
aquélla vez que tuvieron que dejarme en la casa de mi abuela María, junto a mis
tías Chicha y Porota (sí, tuve una tía a la que le decían Porota, posta),
porque mis padres debían ir al velatorio de alguien y, como era de noche y yo
muy chiquita, no podían llevarme. Mi cordón umbilical jamás fue cortado en su
totalidad, en consecuencia siempre fui bastante pegota de mi madre, ahora,
durante toda mi vida y ni qué hablar en mi más tierna infancia. No me gustaba
estar con mis tías y mi abuela ni cuando era un bebé que se supone no tenía
mucha idea de lo que quería, pero por historias que me contaron, se ve que sí
sabía lo que quería.
Lloré todo el tiempo que duró mi estadía con el
trío de mujeres, dos solteras que no tenían mucha noción de cómo entretener a
una criatura…menos a mí. No sé cuánto
tiempo estuve, pero sí supe que les hice esas horas imposibles a ellas. Al
punto de que mi tía Chicha me sentara en su falda para intentar calmarme y yo, que ya contenía esfínteres
hacía bastante tiempo, me hice pis encima sólo para que me soltara y me dejara
en el piso. Con la distracción, una que se fue a cambiar, las otras dos que fueron
a buscar cosas para limpiar mi enchastre, vi el camino libre y abrí la puerta
de calle, crucé el patio hasta el portoncito de madera blanca, corrí el cerrojo
y salí a la vereda a buscar a mi mamá casi a la medianoche. En ese momento
ellos llegaban del velatorio y se tropezaron conmigo y con las quejas de mis
tías y mi abuela, que al descubrir mi estrategia salieron corriendo detrás de
mí, quejándose de lo vergonzoso que era que una criatura le mojara la pollera a
su “tía favorita”.
Y menos
esa vez en que fuimos a un kiosco, de esos amarillos que aún están por las
veredas de la ciudad, y al querer comprarme un paquete de galletas lloriquear
que quería “concererato”. Mamá no tenía idea qué cosa era, y señalaba
diferentes paquetes, ignorando aún la traducción inmediata que mi media lengua
reclamaba. La kiosquera se había puesto fastidiosa, mamá nerviosa porque yo
comenzaba a llorar, hasta que, cansada de estar adivinando y luego de soportar
a la comerciante decirle que qué clase de madre era que no sabía lo que pedía
su hija, pidió un paquete de Merengadas. A lo que exclamé extasiada “concereraaaaato”
abrazando el paquetito. Luego mi madre descubrió que en el envoltorio había un
gato dibujado y relacionó el nombre inventado por mí “con ese gato” que me
había atraído tanto.
Y
exceptuando aquélla otra vez que, tras un domingo familiar, quedaron en un
pequeño porche interior dos canastos de alambre con diez botellas de vino tinto
cada uno. Yo tendría unos tres o cuatro años y noté que todas las botellas aún
conservaban unos milímetros de bebidas. Mi hermano hacía sus deberes escolares
en la cocina y mamá
cosía en su máquina de coser en el
dormitorio que compartía con mi padre y en donde estaba mi cama-cuna. Con el
ruido de la máquina mamá no escuché el rechinar de los picos de vidrio de las
botellas y, con una paciencia absolutamente admirable, trasvasé una a una, el
contenido que contenían hasta juntarlo en un único recipiente. Mamá preguntó
qué estaba haciendo sin dejar de coser y yo respondí con una vocecita inocente
ese “nada” que debería haberla puesto en aviso de que estaba haciendo “algo”…hasta
que aparecí absolutamente borracha, tambaleando y diciendo que tenía mucho
sueño. De todo esto lo que más recuerdo fueron los sacudones que me daba mi
madre para evitar que me durmiera, porque había leído o escuchado que era muy
peligroso que los niños tomaran alcohol…y se dio cuenta por mi aliento al
volver a preguntar, ahora desesperada,
que qué había hecho y mi famosa respuesta, ahora llorando porque sólo
quería dormir, “nada”. Y esa fue la última vez que tomé alcohol en exceso en mi
vida.
Tampoco
cuentan las veces (varias) en que nos cruzábamos con alguien por la calle y yo
ponía mi peor cara porque mamá se entretenía charlando con esas personas que
insistían en tocarme los cachetes, el pelo, saludarme sonrientes y preguntarme
si no me acordaba de ellos con esa voz melosa que ponen los adultos cuando
quieren caerles simpáticos a los niños (ambos sexos). Eso y mirar a mamá,
haciendo gestos asintiendo con la cabeza, como diciendo que sí, que me acordaba,
era la señal exacta para clavar un sonoro “no” como única respuesta y, acto seguido,
esconderme detrás de las piernas de mamá.
Ya más
grandecita fue imposible hacerle entender que yo no tuve nada que ver con esa
espina que, misteriosamente, estaba en el acolchado de verano de mi hermano y
con la que se pinchó el trasero al sentarse. Sobre todo fue imposible que lo
comprendiera cuando, tras pensar en llevarlo al hospital por si se le infectaba
el pinchazo, dije que había esterilizado con alcohol la espina del cactus que
teníamos en el patio de casa, de unos cinco centímetros aproximadamente. Mis
maldades nunca fueron completas.
Pero ya
más grande, cerca de los 14 o 15…cierta tarde de domingo, habiendo venido con
su Ford Falcon azul eléctrico desde Capital Federal de vacaciones mi tío José
(hermano de mamá), con su esposa Perla y mi prima Marylé, nos invitaron a dar
una vuelta por la costa. Éramos seis adentro del auto. Mis dos tíos, con sus
enormes cuerpos, sentados adelante y nosotros tres (mamá, mi hermano Marcelo y
yo) junto con mi prima, apretujados en el asiento de atrás. De repente vi una
enorme pintada sobre una pared, con letras negras, con una frase que resumía
algo que consideré absolutamente lógico. Se me escapó un “y sí”, que nadie
comprendía y por el que preguntaron. “Vi un escrito en una pared y me pareció
coherente, es lógico”. Mi tía Perla (la única culpable si nos ponemos a pensar)
preguntó qué decía el cartel. Dentro del auto resonaron esas palabras por las
que, luego, hubiera deseado que me tragara la tierra, “promueva la agricultura,
entierre la batata”. Marylé y Marcelo estallaron en carcajadas, mamá se hundió
en el asiento, mientras se ponía bordó, mi tía Perla preguntó que cómo decía
semejante barbaridad y aún no comprendo como mi tío José siguió manejando sin
chocarse con nada y sin hacer un solo gesto, mirando siempre para adelante…
Sí,
exceptuando algunas veces, siempre fui una nena muy tranquila, que jamás hizo
pasar vergüenza a su mamá. Ni papelones, ni nada por lo cual preocuparse. Re
tranquila!
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