Siempre
amé las letras. Lo primero que me viene
a la mente es que el primer regalo de Reyes o Navidad que recuerdo es un juego
con cubos de acrílico, de color marrón con letras blancas. Con ellos fui
armando mis primeras palabras. Recuerdo
que llegué a la escuela leyendo casi de corrido y que me aburría soberanamente
cuando hacían pasar a otros niños antes que a mí a leer en voz alta, silabeando
y deletreando palabras, casi sin ninguna coordinación. La maestra ignoraba mi
brazo permanentemente en alto, pidiendo pasar para demostrar que leía y poder
disfrutar de esa pasión, que muchos años después se convirtió casi en una
adicción y me hizo conocer tantos mundos nuevos y maravillosos.
La
pasión/amor/adicción comenzó en el baño de casa, a una edad muy temprana. Desde que nací mamá había tenido que lidiar
con mis problemas intestinales y, cuando tuve edad para quedarme sola en el
inodoro, me sentaba con una revista Billiken o Anteojito luego de que mi padre
y mi hermano se fueran a su trabajo y a la escuela respectivamente. Su idea era
que yo me entretuviera con los dibujos, así no me aburría mientras intentaba
cumplir con mis necesidades biológicas y la dejaba a ella libre para ocuparse
de limpiar y ordenar la casa.
Cuando
miré todos los dibujitos y me los había aprendido casi de memoria, para no
volver a aburrirme comencé a preguntar qué significaban los “dibujos” que había
dentro de los globos blancos. “Son letras y forman palabras”. Eso y la nada
misma era exactamente igual. “¿Y qué son las letras y las palabras?”. “Lo que
usamos para hablar”. Esa conversación fue el puntapié para que yo comenzara a preguntar que significaba
cada letra, y como se pronunciaban las palabras y la razón por la que, cuando
vi en una juguetería los cubos escritos, los pidiera. Y estaban ahí, debajo del
arbolito, dispuestos a ayudarme a formar mis primeras palabras, aún antes de
saber escribir.
Mi otra
aproximación a mi sueño de ser escritora fue menos afortunado. Mi altura
alcanzaba al asiento de las sillas del comedor, tapizadas con una cuerina roja,
a las que con una birome azul imprimía mis primeros rasgos, creyendo que podría
convertirme, algún día, en la que hiciera alguno de esos cuentos que comenzaba
a leer en esos libritos de tapas de cartón, imitando la forma del animalito de
turno que usaban de protagonista. El intento de escritora famosa culminó con
unos chirlos en las manos cuando mamá descubrió cómo se rompían los tapizados
de cuerina rojos de las sillas: yo,
dando puntazos con la birome, fingiendo que firmaba autógrafos.
Pasaron
muchos años, muchos complejos, muchos miedos y muchos libros hasta que reconocí
que me debía eso a mí misma. Hasta que admití que lo que yo escribía podría
llegar a gustarle a alguien, pero, sobre todo, a mí misma.
Mi pasó
por la facultad fue fugaz, sin embargo, esa primera cursada fue la más
emocionante de mi vida. “Introducción a la Literatura” era dada por una
profesora que venía todos los viernes desde Capital Federal, Cristina Piña.
Alta, flaca con esa delgadez de quien fuma mucho, de pelo corto rubio oscuro
y unos enormes ojos claros. Su voz podía
tener todas las ondulaciones que se le podían ocurrir a cualquier actor, a
pesar de tener esa aspereza dada, tal vez, por el cigarrillo y sus manos
danzaban durante sus exposiciones y
obligaban a llevar un grabador para registrar sus clases, porque robaba la
atención del curso y, al menos yo, no podía llegar a tomar ninguna nota, porque
prefería escucharla y viajar en sus palabras.
Cristina
Piña amaba a Madame Bovary. Proporcionalmente, y pese a ese ardor con el que la
profesora exponía en sus clases, la odié. Leer ese libro de Flaubert fue casi
una pesadilla, porque no logré compenetrarme con el personaje, no lo entendía,
Emma me parecía una mujer ridícula y tonta. Durante la cursada me encontré con
un tesoro, un hallazgo de bateas en oferta de libros que nadie compra. Me enamoré de ese libro, de su personaje, de
su historia. Mademoiselle Bovary, de
Maxime Benoit-Jeannin narraba la desdichada hija de Emma, explotada por su tía,
vendida como prostituta, enamorada del mismo hombre que hizo perder la cordura de su madre y de
repente llegada a un mundo de descubrimiento en el que su mente se abrió,
vengando la muerte de Emma, abriendo un universo flauberiano maravilloso y
dejándola decidir su rumbo. Amé a Berthe profundamente, tanto como mi profesora
adoraba a su madre y cuya existencia ignoraba, la de Berthe y la del libro que
yo había descubierto.
La
crisis llegó cuando la profesora nos planteó como trabajo de examen final abordar “Madame Bovary” con todas las
herramientas aprendidas. La tortura de volver a leerlo y escribir algo que
conmoviera a la docente, sin que sintiera que odiaba al libro y al personaje
era todo un dilema. Busqué más material, más información, intenté comprender a Emma desde algún
aspecto. Finalmente decidí el título de la monografía que firmaría mi sentencia
de muerte y, pensaba, la expulsión de la universidad, ya que confrontaba
directamente la pasión de la doctora Piña: “Yo maté a Madame Bovary”. Por si a alguien
no le había quedado claro, la novela no me gustaba.
Como con
todo en la vida, no pensé en nada mientras hacía el trabajo y una vez que lo
entregué y salí del edificio me di cuenta que el título era por demás
confrontativo y me comí las uñas, las manos, los codos, tenía un nudo en el
estómago, me temblaban las piernas y la tarde en que iban a estar puestas las
calificaciones solo quería desaparecer de la faz de la tierra. Temblaba
pensando en un reprobado y en que habría perdido algo más que tiempo, mis
ilusiones de, alguna vez, ser escritora. No quería buscar mi apellido en la
lista, no quería preguntar si la profesora había dejado las carpetas firmadas,
no quería estar allí.
Sólo sé
que al abrir la carpeta y ver la calificación más alta y una felicitación por
lo expuesto en la monografía, salté de la emoción y pegué uno de esos gritos
liberadores en medio del pasillo, justo enfrente de la oficina de la dirección
de la materia. No sé si me miraron como a una loca a la que la absolvieron de
un delito, porque bajé las escaleras leyendo y releyendo la nota que Cristina
Piña había firmado al finalizar mi escrito, y no sé cómo fue que caminé las
ocho cuadras que me separaban de la parada del colectivo, ni cómo hice para
llegar a casa. Pero sí recuerdo que esa tarde de diciembre fue uno de los días
más felices de mi vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario