lunes, 24 de julio de 2017

Antes de que me olvide, segunda parte.



    Siempre amé las letras.  Lo primero que me viene a la mente es que el primer regalo de Reyes o Navidad que recuerdo es un juego con cubos de acrílico, de color marrón con letras blancas. Con ellos fui armando mis primeras palabras.  Recuerdo que llegué a la escuela leyendo casi de corrido y que me aburría soberanamente cuando hacían pasar a otros niños antes que a mí a leer en voz alta, silabeando y deletreando palabras, casi sin ninguna coordinación. La maestra ignoraba mi brazo permanentemente en alto, pidiendo pasar para demostrar que leía y poder disfrutar de esa pasión, que muchos años después se convirtió casi en una adicción y me hizo conocer tantos mundos nuevos y maravillosos.


     La pasión/amor/adicción comenzó en el baño de casa, a una edad muy temprana.  Desde que nací mamá había tenido que lidiar con mis problemas intestinales y, cuando tuve edad para quedarme sola en el inodoro, me sentaba con una revista Billiken o Anteojito luego de que mi padre y mi hermano se fueran a su trabajo y a la escuela respectivamente. Su idea era que yo me entretuviera con los dibujos, así no me aburría mientras intentaba cumplir con mis necesidades biológicas y la dejaba a ella libre para ocuparse de limpiar y ordenar la casa.


     Cuando miré todos los dibujitos y me los había aprendido casi de memoria, para no volver a aburrirme comencé a preguntar qué significaban los “dibujos” que había dentro de los globos blancos. “Son letras y forman palabras”. Eso y la nada misma era exactamente igual. “¿Y qué son las letras y las palabras?”. “Lo que usamos para hablar”. Esa conversación fue el puntapié para  que yo comenzara a preguntar que significaba cada letra, y como se pronunciaban las palabras y la razón por la que, cuando vi en una juguetería los cubos escritos, los pidiera. Y estaban ahí, debajo del arbolito, dispuestos a ayudarme a formar mis primeras palabras, aún antes de saber escribir.


     Mi otra aproximación a mi sueño de ser escritora fue menos afortunado. Mi altura alcanzaba al asiento de las sillas del comedor, tapizadas con una cuerina roja, a las que con una birome azul imprimía mis primeros rasgos, creyendo que podría convertirme, algún día, en la que hiciera alguno de esos cuentos que comenzaba a leer en esos libritos de tapas de cartón, imitando la forma del animalito de turno que usaban de  protagonista.  El intento de escritora famosa culminó con unos chirlos en las manos cuando mamá descubrió cómo se rompían los tapizados de cuerina rojos de las sillas: yo,  dando puntazos con la birome, fingiendo que firmaba autógrafos.


     Pasaron muchos años, muchos complejos, muchos miedos y muchos libros hasta que reconocí que me debía eso a mí misma. Hasta que admití que lo que yo escribía podría llegar a gustarle a alguien, pero, sobre todo, a mí misma.


     Mi pasó por la facultad fue fugaz, sin embargo, esa primera cursada fue la más emocionante de mi vida. “Introducción a la Literatura” era dada por una profesora que venía todos los viernes desde Capital Federal, Cristina Piña. Alta, flaca con esa delgadez de quien fuma mucho, de pelo corto rubio oscuro y  unos enormes ojos claros. Su voz podía tener todas las ondulaciones que se le podían ocurrir a cualquier actor, a pesar de tener esa aspereza dada, tal vez, por el cigarrillo y sus manos danzaban durante  sus exposiciones y obligaban a llevar un grabador para registrar sus clases, porque robaba la atención del curso y, al menos yo, no podía llegar a tomar ninguna nota, porque prefería escucharla y viajar en sus palabras.


     Cristina Piña amaba a Madame Bovary. Proporcionalmente, y pese a ese ardor con el que la profesora exponía en sus clases, la odié. Leer ese libro de Flaubert fue casi una pesadilla, porque no logré compenetrarme con el personaje, no lo entendía, Emma me parecía una mujer ridícula y tonta. Durante la cursada me encontré con un tesoro, un hallazgo de bateas en oferta de libros que nadie compra.  Me enamoré de ese libro, de su personaje, de su  historia. Mademoiselle Bovary, de Maxime Benoit-Jeannin narraba la desdichada hija de Emma, explotada por su tía, vendida como prostituta, enamorada del mismo hombre que  hizo perder la cordura de su madre y de repente llegada a un mundo de descubrimiento en el que su mente se abrió, vengando la muerte de Emma, abriendo un universo flauberiano maravilloso y dejándola decidir su rumbo. Amé a Berthe profundamente, tanto como mi profesora adoraba a su madre y cuya existencia ignoraba, la de Berthe y la del libro que yo había descubierto.


     La crisis llegó cuando la profesora nos planteó como trabajo de examen final  abordar “Madame Bovary” con todas las herramientas aprendidas. La tortura de volver a leerlo y escribir algo que conmoviera a la docente, sin que sintiera que odiaba al libro y al personaje era todo un dilema. Busqué más material, más información,  intenté comprender a Emma desde algún aspecto. Finalmente decidí el título de la monografía que firmaría mi sentencia de muerte y, pensaba, la expulsión de la universidad, ya que confrontaba directamente la pasión de la doctora Piña: “Yo maté a Madame Bovary”. Por si a alguien no le había quedado claro, la novela no me gustaba.


     Como con todo en la vida, no pensé en nada mientras hacía el trabajo y una vez que lo entregué y salí del edificio me di cuenta que el título era por demás confrontativo y me comí las uñas, las manos, los codos, tenía un nudo en el estómago, me temblaban las piernas y la tarde en que iban a estar puestas las calificaciones solo quería desaparecer de la faz de la tierra. Temblaba pensando en un reprobado y en que habría perdido algo más que tiempo, mis ilusiones de, alguna vez, ser escritora. No quería buscar mi apellido en la lista, no quería preguntar si la profesora había dejado las carpetas firmadas, no quería estar allí.


    Sólo sé que al abrir la carpeta y ver la calificación más alta y una felicitación por lo expuesto en la monografía, salté de la emoción y pegué uno de esos gritos liberadores en medio del pasillo, justo enfrente de la oficina de la dirección de la materia. No sé si me miraron como a una loca a la que la absolvieron de un delito, porque bajé las escaleras leyendo y releyendo la nota que Cristina Piña había firmado al finalizar mi escrito, y no sé cómo fue que caminé las ocho cuadras que me separaban de la parada del colectivo, ni cómo hice para llegar a casa. Pero sí recuerdo que esa tarde de diciembre fue uno de los días más felices de mi vida.

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