martes, 19 de julio de 2016

El pozo.



No era un pozo común y corriente. Es una fosa, de esas que hay en los talleres mecánicos,  para poder mirar a los vehículos en la parte de abajo.

Cada vez que me acercaba a uno de ellos, sentía un vértigo terrible, sabiendo que podía caerme y lastimarme. Y aún cuando mi padre tuvo una época su propio taller, con su respectiva fosa, no logre vencer esa sensación que me hacía alejarme lo más posible del mismo. Sentía como si el vacío del pozo tuviera un enorme magnetismo y me arrastrara a su interior. La irracional posibilidad de que cayera dentro simplemente me aterraba.

Pasaron los años, racionalicé muchísimos miedos y enfrenté algunos al punto de lograr dominarlos (no me adjudicó la gloria de vencerlos...solo dominarlos, aplacarlos un poco para poder vivir mejor). Pero las fosas me siguen produciendo pánico. Un pánico incomprensible, animal, instintivo. Por más que dentro del pozo halla algún señor dándome indicaciones con las manos, cual colaborador aereo, mi pánico a una mala maniobra y caer me corta la respiración, me tensa el cuerpo, me hace sentir que cada segundo es eterno y, al salir, siento un agotamiento tal como si hubiera atravesado una cordillera sola, sin herramientas y en pleno invierno.

El miedo al pozo vendrá de mi eterna comparación de las relaciones tempestuosa con caminar a ciegas al borde de un precipicio? De saber de tantas veces que caí metafóricamente y, al ver esa leve profundidad,  temer que de haga realidad?  No lo se. Sólo se que las fosas se me hacen incomprensiblemente terribles, oscuras y fatídicas.

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