sábado, 16 de marzo de 2013

Diario secreto de una amante


 
 
Cada día es como deshojar una margarita. Cada pétalo que cae, es un día que no huelo su piel, que no siento sus manos en mi cuerpo, en el que su aroma no me penetra hasta en lo más profundo de mi ser.

 

Sentir sus caricias es como una droga. Sus manos recorren cada milímetro de mi piel, rozando mi espalda apenas con los dedos, provocando un leve cosquilleo que enciende el fuego más escondido de mis entrañas…Y lo deseo, como jamás he deseado a nadie en esta vida…

 

Muero por besar su boca y perderme en sus labios, que bajan por mi cuello hasta mi pecho, que se estancan en  el punto exacto donde la fibra más profunda de mi ser se estremece hasta el punto que a mi garganta se asoma un gruñido, un espasmo placentero y cautivador, que pide más… Me recorre con su lengua el vientre, y baja poco a poco al centro del placer, en donde sólo quiero que su calor permanezca eterno hasta estallar en mil pedazos.

 

Los días en que no nos vemos pasan normales, comunes, sabiendo que su llamado no llegará, pero deseando profundamente ver su nombre en la pantalla de mi móvil. Al principio me sobresaltaba cada vez que el aparato sonaba y corría nerviosa a responder, sintiendo una gran decepción al ver que no era él. Pero en esos días, yo no pensaba en ser su amante.

 

Nuestras vidas se cruzaron por azar, de repente, una noche. Fue la calidez de su mano al tomar la mía, un simple gesto inesperado, pero que recorrió todo mi cuerpo como una suave electricidad. Me tomó por sorpresa, con la guardia baja, sin defensas, me tomó por asalto y desde ese día, sé que por alguna razón tengo que estar a su lado.

 

No es el amante perfecto. He tenido otros hombres, y aún nos queda mucho camino por recorrer. Pero en su beso, en su caricia, en la forma masculina y vital de tomarme, en ese abrazo en donde siento que debo estar, es cuando rindo todas las armas y me entrego al placer más profundo y absoluto que su cuerpo me proporciona.

 

Desearía poder perderme con él sin mirar el reloj, sin temer que suene su móvil, sin que nada ni nadie nos haga recordar que el afuera existe. Quisiera poder transportarnos hacia algún lugar lejano, y amarnos largamente, sin horarios, sin días ni noches que nos marquen el tiempo, aprenderme cada detalle de su cuerpo de memoria, recorrerlo lentamente hasta llegar al éxtasis máximo. Sueño con mirarlo a los ojos, sin decirnos nada, simplemente acariciando su piel, sintiendo su calor, dejando que mi cuerpo le diga todo aquello que nunca saldrá de mi boca.

 

Ayer nos vimos en público. Sentir su rostro tan cerca del mío, su boca casi rozando la mía, en un beso disimulado en la mejilla, pero a milímetros del éxtasis total. Al despedirnos y pasar su mano por mi cintura, un cosquilleo me recorrió por entero, sólo deseaba que me tomara entre sus brazos y entregarme a él, eternamente.

 

No dice palabras románticas ni halagos, pero su masculinidad me seduce a tal punto, que no las necesito. No me hace falta que me diga nada, su mirada recorriendo cada centímetro de  mi cuerpo es más que suficiente. Su caricia me habla de mil sensaciones por descubrir.

 

Planeo un viaje…Una pequeña escapada. Quiero que venga conmigo, fugarnos, irnos a un lugar en donde nadie sepa nuestros nombres, ni les importe qué hacemos, quiénes somos y qué nos une.  Poder caminar por la calle, abrazados, besándonos ante todos, sin que nos preocupe nada. Compartir una vez la libertad de amarnos a plena luz del día.

 

Hay días en que lo extraño de una forma particular. Extraño que mis piernas envuelvan su cuerpo mientras me posee, extraño estrecharme en él y sentir su pasión invadiendo mi cuerpo. Extraño que me conquiste y se declare dueño absoluto de mi tierra, de mis mares y de mis aromas. Extraño poseerlo y que me posea. Extraño que sus manos se hagan dueñas de mis recorridos, de mis sombras, de mis anhelos más profundos.

 

El primer hotel de paso se convierte en el paraíso más cercano, para convertirnos en los primeros habitantes de este planeta; sentirnos Adán y Eva, desnudos y solos, sin testigos ni dioses que juzguen nuestros actos. Entregarnos sin culpas al placer más absoluto y morder, una a una, todas las manzanas del mundo. Y regresar a la realidad, guardando en  mi piel el secreto perfume de su cuerpo, la sensación de la última caricia al despedirnos que promete un próximo encuentro; ése beso fugaz, cada vez más intenso, más largo, más profundo.

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