Se quitó los zapatos. La arena se apoderó de sus pies, como reclamando su presencia en ese lugar. Dejó su sombrero de respetable dama a un lado, por sus dedos se deslizó la gasa que lo sostenía, quedando en la playa, olvidado, como las penas que había tenido alguna vez.
Aspiró profundamente. Sus pulmones se llenaron de un aire nuevo, de una fragancia desconocida, pero a la vez familiar y lejana. Una leve brisa revoloteó por sus cabellos, ahora libres, y la envolvió en un abrazo generoso.
Él la estaba esperando. Majestuoso, imponente, varonil. Su llamado era el grito desesperado de un amante inmortal que desde hacía siglos la estaba esperando. Caminó hacia él, dejando el rastro de seda de sus vestiduras mundanas.
Le ofreció su cuerpo desnudo, casto de todo pensamiento, virgen de toda palabra, libre de todo prejuicio. Se entregó como si fuera la primera vez, como si fuera la última. Ese primer roce le produjo un escozor que la recorrió por entero. No era frío, no era miedo. Era la seguridad de saber que él era su destino final, con el que tanto había soñado.
Se dejó llevar. Sabía que luego dirían que había enloquecido, que debería haber confiado en alguien más su secreto. Que miles de voces en letanía se alzarían rotundas, criticando por lo bajo el camino que había elegido. Y pocos comprenderían la madeja de sentimientos que la invadían.
Se dejó envolver por completo, por entero. De pies a cabeza él, ese amante ignorado, paciente, anhelado, la acunó en sus brazos y ella pudo dormir, al fin, en ese territorio de sueños eternos y marinos. (Dedicado a Alfonsina).
A pesar de que la romantización del suicidio siempre me pone un freno para leer acerca de ello, este texto es impecable. Quizás también fuerte y duro a pesar de la dulzura de las palabras. 👏Agustín
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